nosotros dos, no llamariamos la atencion.
– Tal vez seamos tres.
– ?Tres? -pregunto Radenbaugh-. Eso podria ser peligroso.
– Vale la pena correr el riesgo -dijo Collins.
Nada mas llegar a Washington, Chris Collins habia ordenado que se llevara a cabo una urgente investigacion acerca de las ciudades de empresa de los Estados Unidos en general y de Argo City, Arizona, en particular.
La investigacion se habia efectuado discreta y rapidamente, y ahora, cuatro dias mas tarde, sobre el papel secante de su enorme escritorio del Departamento de Justicia tenia ante si las correspondientes carpetas conteniendo los datos.
Empezo a revisarlos. Observo inmediatamente que la ciudad de empresa norteamericana constituia un natural e inocente fenomeno unido directamente al desarrollo de la nacion. Si una empresa abria una mina en algun remoto lugar del pais, era necesario que dispusiera de hombres que trabajaran en aquella mina. Para atraer a los trabajadores a semejante lugar, la empresa tenia que fundar una ciudad en la que las familias pudieran vivir. Para fundar esa ciudad, la empresa tenia que edificar casas, establecer negocios, desarrollar instalaciones deportivas y recreativas y organizar centros sanitarios. La compania tenia que encargarse tambien del gobierno local y de la proteccion del orden publico. A la larga, la compania lo hacia todo por la gente y esta a su vez se sometia al control de la compania y acababa perteneciendo a la misma.
Collins leyo el informe. Estaba el caso de Pullman, Illinois -a unos dieciseis kilometros de Chicago-, fundada por George M. Pullman, el millonario que habia ostentado el monopolio de los coches cama de ferrocarril. Pullman albergaba a sus doce mil empleados en su propia ciudad. Segun la fotocopia que se adjuntaba de un articulo del
Debido a que George M. Pullman agobiaba a sus empleados con unos precios de servicios publicos y unos alquileres mucho mas elevados que los que regian en otras comunidades vecinas, los habitantes se rebelaron. Le demandaron y al final acabaron consiguiendo destruir su dominio sobre aquella comunidad de propiedad privada.
Pero lo de Pullman, Illinois, habia constituido una excepcion. La mayoria de las ciudades de empresa modernas parecian lugares en los que imperaba la honradez. Estaba Scotia, en California, propiedad de la Compania Maderera del Pacifico; Anaconda, en Montana, propiedad de los Cobres Anaconda; Louviers, en Colorado, propiedad de E. I. du Pont de Nemours y Compania; Sunnyside, en Utah, propiedad de la Compania de Combustibles de Utah; Trona, California, propiedad de la Compania Norteamericana de Potasas y Productos Quimicos…
Y finalmente, en la ultima carpeta, estaba Argo City, en Arizona, propiedad de los Altos Hornos y Refinerias Argo… y de Vernon T. Tynan y el FBI.
El material de que se disponia acerca de Argo City era muy escaso, sospechosamente escaso. La investigacion permitia distinguir inmediatamente la diferencia que se daba entre Argo City y las ciudades de empresa corrientes de otros lugares. En las ciudades de empresa corrientes no todo era propiedad de la empresa y no todo el mundo estaba dominado por ella. A veces las personas podian comprar y ser propietarias de sus casas. A veces la gente de fuera podia abrir negocios. Y, por regla general, podian vivir en la ciudad personas que no trabajaran para la empresa. En Argo City no ocurria tal cosa. Al parecer, todo -todas las casas, todos los negocios, todos los servicios publicos y gubernamentales- era propiedad de la empresa y estaba regulado por ella. No habia la menor prueba de que ningun forastero -ninguna persona que no trabajara para la empresa- hubiera podido adquirir jamas una casa o abrir una tienda en toda la historia de la ciudad.
En Argo City no se habia registrado ningun crimen o disturbio grave durante mas de cinco anos.
Era demasiado extraordinario -o demasiado horrible- para ser cierto.
Collins cerro la carpeta.
Solo habia un medio de conocer la verdad. Comprobarlo por si mismo. Y si lo que iba a ver constituia un anticipo de lo que seria Norteamerica bajo la Enmienda XXXV, tendria que haber alguien, aparte de Radenbaugh y de si mismo, que lo viera tambien, alguien que pudiera impedir, en caso necesario, la ratificacion de la enmienda.
La decision ya estaba adoptada.
Tomo el telefono y llamo a su secretaria.
– Marion, ?ya han retirado hoy los dispositivos de escucha de los telefonos?
– Ya no es necesario, senor Collins. Esta misma manana han instalado el equipo de interferencia que usted solicito.
Collins se tranquilizo. Su telefono disponia por fin de un aparato de interferencia, lo cual significaba que todas sus llamadas exteriores resultarian ininteligibles hasta que llegaran a su destino, en cuyo momento se eliminaria la interferencia y las conversaciones resultarian nuevamente inteligibles.
Con la seguridad que le proporcionaba esta precaucion, tomo el telefono y se dispuso a dar el siguiente paso.
– Pongame con el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, inmediatamente -dijo-. Si no esta, localicele. Tengo que hablar con el ahora mismo.
En una calurosa y reseca manana de un viernes de primeros de junio, habian convergido en Phoenix, Arizona, por avion, procedentes de tres lugares distintos.
Chris Collins, que habia hecho su reserva de pasaje a nombre de C. Cutshaw, habia llegado al aeropuerto de Sky Harbor de Phoenix -desde el Aeropuerto de la Amistad de Baltimore, via Chicago- en un jet 727 de linea regular a las once y diecisiete minutos. Habia sido el primero.
Poco despues, Donald Radenbaugh, viajando con su nuevo nombre de Donan Schiller, habia llegado desde Carson City, via Reno y Las Vegas, en un DC9. Hubiera tenido que ser el primero y llegar a las diez y doce, pero su vuelo habia sufrido un retraso de una hora y cuarto.
Por su parte, el presidente del Tribunal Supremo, John G. Maynard, bajo el nombre de Joseph Lengel, tenia prevista su llegada desde Nueva York en un 707 a las once y cuarenta y seis minutos.
Habian acordado de antemano que Collins y Radenbaugh no esperarian a Maynard, dado que no seria prudente que los tres llegaran juntos a Argo City y se alojaran juntos en el hotel Constellation. Habian decidido que Collins y Radenbaugh se dirigirian inmediatamente a Argo City y que Maynard les seguiria mas tarde.
Collins habia estado esperando impacientemente en el aeropuerto hasta que se habia anunciado la llegada del vuelo con retraso de Radenbaugh. No habia reconocido a Radenbaugh hasta casi tenerle delante de sus narices. El especialista en cirugia estetica de Nevada habia realizado un buen trabajo. Algo le habia ocurrido a su nariz, pues todavia aparecia ligeramente hinchada. Al quitarse las enormes gafas ahumadas, Collins habia podido observar que le habian eliminado las bolsas de debajo de los ojos, sustituidas ahora por una especie como de ligeras magulladuras que ya estaban desapareciendo, y que los ojos eran mas pequenos y de corte casi oriental. Todo su aspecto habia experimentado una considerable modificacion.
– ?Senor Cutshaw? -habia preguntado Radenbaugh con expresion divertida.
– Senor Schiller -habia dicho Collins entregandole a Radenbaugh un sobre de gran tamano-. Aqui tiene usted su bautismo oficial. Los de Denver han sido muy eficientes. Todo lo que pudiera usted desear saber acerca de Dorian Schiller se encuentra encerrado en ese sobre.
– No se expresarle con palabras lo mucho que se lo agradezco.
– No es ni la mitad comparado con lo que yo le agradezco que nos acompane al lugar al que hoy nos dirigimos. Espero que resulte ser lo que usted oyo decir que era. Entonces todo dependera de John G. Maynard. - Collins habia mirado el reloj de pared del edificio de la terminal.- Llegara dentro de unos veinte minutos. Tomara