vez loco y solo, asi que cuando Peter el Bombero me llevo con el, agradeci su amistad en mi descenso al mundo del Hospital Estatal Western y no le pregunte que querian decir esas palabras, aunque suponia que pronto lo averiguaria porque el hospital era un sitio donde todo el mundo tenia secretos, pero pocos de ellos se guardaban.
Mi hermana menor me pregunto una vez, mucho despues de que me diesen de alta, que era lo peor del hospital, y tras reflexionar mucho se lo dije: la rutina. El hospital consistia en un sistema de pequenos momentos inconexos que no llevaban a ninguna parte y que solo existian para pasar del lunes al martes, del martes al miercoles y asi sucesivamente, semana tras semana, mes a mes. Todos los pacientes habian sido ingresados por familiares supuestamente bienintencionados o por el sistema frio e ineficiente de los servicios sociales, despues de una superficial vista judicial en la que no solian estar presentes y en la que se dictaban ordenes de reclusion por treinta o sesenta dias. Pero pronto descubriamos que estos plazos eran tan ilusorios como las voces que oiamos, porque el hospital podia renovar las ordenes judiciales si decidian que seguias siendo una amenaza para ti mismo o para los demas, lo que, en nuestra situacion, solia ser la decision habitual. Asi que una orden de reclusion de treinta dias podia convertirse con facilidad en una estancia de veinte anos. Un recorrido cuesta abajo, sin tregua, de la psicosis a la senilidad. Poco despues de nuestra llegada averiguamos que eramos un poco como municiones decrepitas, almacenadas donde no se ven, que se van deteriorando, oxidando y volviendo cada vez mas inestables.
Lo primero que uno comprendia en el Hospital Estatal Western era la mentira mas grande: que nadie intentaba ayudarte para que mejoraras ni para que volvieras a casa. Se hablaba mucho, se hacia mucho, aparentemente para ayudarte a readaptarte a la sociedad, pero en su mayor parte era teatro, ficcion, como las vistas de altas que se celebraban de vez en cuando. El hospital era como el alquitran en la carretera: te mantenia aferrado en tu sitio. Un famoso poeta escribio una vez, de forma bastante elegante e ingenua, que el hogar es el sitio donde siempre te acogen. Quiza para los poetas, pero no para los locos. El hospital se dedicaba a mantenerte fuera de la mirada del mundo cuerdo. Nos tenian ligados con medicaciones que nos embotaban los sentidos y obstaculizaban nuestras voces interiores, pero jamas eliminaban por completo las alucinaciones, de modo que los delirios seguian resonando por los pasillos. Pero lo verdaderamente perverso era lo deprisa que aceptabamos esos delirios. Pasados unos dias en el hospital, no me molestaba que el pequeno Napoleon se plantara junto a mi cama y empezara a hablar enfaticamente sobre movimientos de tropas en Waterloo, y sobre que si las plazas britanicas hubieran sido derrotadas por su caballeria, si Blucher se hubiera demorado en la carretera o la Vieja Guardia no hubiera sucumbido a la lluvia de metralla y los mosquetes, toda Europa habria cambiado para siempre. Nunca estuve seguro de si Napoleon se consideraba realmente el emperador de Francia, aunque hubiera momentos en que actuara como si asi fuera, o si solo estaba obsesionado con todas esas cosas porque era un hombre menudo, encerrado en un manicomio con el resto de nosotros, y lo que mas deseaba era ser algo en la vida.
Nos pasaba a todos los locos, era nuestra mayor esperanza y nuestro mayor sueno: queriamos ser algo. Lo que nos afligia era lo dificil que resultaba lograr ese objetivo, asi que lo sustituiamos por delirios. En mi planta habia media docena de Jesucristos, o por lo menos personas que insistian en que se podian comunicar con El directamente, un Mahoma que se arrodillaba tres veces al dia para rezar de cara a La Meca, aunque solia orientarse en la direccion equivocada, un par de George Washington y otros presidentes, desde Lincoln y Jefferson hasta Johnson y Nixon, y varios pacientes, como el inofensivo pero a veces aterrador Larguirucho, que estaban pendientes de signos de Satan o de cualquiera de sus adlateres. Habia personas obsesionadas con los germenes, gente a la que aterraban unas bacterias invisibles que flotaban en el aire, otras que creian que todos los rayos de una tormenta iban dirigidos a ellas, de modo que se encogian de miedo por los rincones. Otros pacientes no decian nada y se pasaban dias enteros en un silencio absoluto, y otros soltaban palabrotas a diestro y siniestro. Unos se lavaban las manos veinte o treinta veces al dia, y otros no se banaban nunca. Habia multitud de compulsiones y obsesiones, delirios y desesperaciones. Uno de los que acabo cayendome bien era conocido como Noticiero. Recorria los pasillos como un pregonero actual, gritando titulares; era una enciclopedia de la actualidad. Por lo menos, a su manera, nos mantenia conectados con el mundo exterior y nos recordaba que al otro lado de los muros del hospital pasaban cosas. Y habia incluso una mujer obesa que ocupaba las horas jugando estupendamente al ping-pong en la sala de estar, pero que se pasaba la mayoria del rato reflexionando sobre el hecho de ser la reencarnacion de Cleopatra. Algunas veces, sin embargo, Cleo solo creia ser Elizabeth Taylor en la pelicula. Fuera como fuese, podia recitar casi todas las frases del film, incluso las de Richard Burton, o la totalidad del drama de Shakespeare, mientras daba otra paliza a quien se atreviera a jugar con ella.
Ahora, cuando lo recuerdo, me parece todo muy ridiculo y pienso que deberia reirme.
Pero no lo era. Era un sitio de un dolor indescriptible.
Eso es lo que la gente que nunca ha estado loca no puede entender. Lo mucho que hiere cada delirio. Lo lejos que parece la realidad del alcance de uno. Es un mundo de desesperacion y frustracion. Sisifo y su penasco habrian encajado a la perfeccion en el Hospital Estatal Western.
Iba a mis sesiones diarias en grupo con el senor Evans, a quien llamabamos senor del Mal. Un psicologo con el pecho hundido y una imperiosa actitud que parecia sugerir que era superior porque el se iba a casa al terminar el dia y nosotros no, lo que nos molestaba, pero que, por desgracia, era la clase mas autentica de superioridad. En estas sesiones se nos animaba a hablar con franqueza sobre los motivos por los que estabamos en el hospital y sobre lo que hariamos cuando nos dieran de alta.
Todo el mundo mentia. Unas mentiras maravillosas, desenfrenadas, optimistas, desmedidas, entusiastas.
Excepto Peter el Bombero, que apenas intervenia. Se sentaba a mi lado y escuchaba educadamente cualquier fantasia que los demas se inventaran sobre encontrar un empleo, volver a estudiar o quiza colaborar con un programa de autoayuda para servir a otras personas tan aquejadas como nosotros. Todas estas conversaciones eran mentiras basadas en un deseo unico e imposible: parecer normales. O, por lo menos, bastante normales como para que nos dejaran volver a casa.
Al principio me preguntaba si los dos habian llegado a algun acuerdo privado pero muy fragil, porque el senor del Mal nunca pedia a Peter el Bombero que aportara algo al debate, ni siquiera cuando se alejaba de nosotros y de nuestros problemas y trataba de algo interesante como la actualidad, con hechos como la crisis de los rehenes en Iran, los disturbios en las zonas urbanas deprimidas o las aspiraciones de los Red Sox para la temporada siguiente, temas de los que el Bombero sabia mucho. Ambos hombres compartian cierta malevolencia, pero uno era paciente y el otro administrador, y al principio no se veia.
De modo extrano, hace muy poco empece a pensar como si hubiera anticipado en una expedicion desesperada a las regiones mas alejadas devastadas de la Tierra, al margen de la civilizacion, y me hubiera distanciado de todo lo conocido para adentrarme en territorios ignotos. Territorios agrestes.
Y que pronto serian mas agrestes aun.
La pared me atraia, y entonces el telefono del rincon de la cocina empezo a sonar. Supe que seria una de mis hermanas que llamaba para saber como estaba, que era, por supuesto, como estoy siempre y como supongo que estare siempre. Asi que no conteste.
Al cabo de unas semanas, lo que quedaba de invierno parecia haberse batido en una triste retirada, y Francis avanzaba por un pasillo buscando algo que hacer. Una mujer a su derecha farfullaba algo lastimero sobre ninos perdidos y se balanceaba atras y adelante con los brazos cruzados como si acunasen algo precioso, cuando no era asi. Delante de el, un hombre viejo en pijama, con la piel arrugada y una mata de pelo plateada y rebelde, contemplaba con tristeza una pared blanca hasta que Negro Chico llego y le giro con suavidad por los hombros, de modo que lo dejo mirando por una ventana con barrotes. Esta nueva ubicacion, con su nueva vista, llevo una sonrisa al rostro del anciano y Negro Chico le dio una palmadita en el brazo para tranquilizarlo. Luego se acerco a Francis.
– ?Como estas hoy, Pajarillo?
– Bien, senor Moses. Aunque un poco aburrido.
– En la sala de estar estan viendo telenovelas.
– No me gustan demasiado esos programas.