Existia un hilo invisible que unia a la vieja, los jovenes de hoy en sus tanques y aquellos que en verano habian llegado a pie, extenuados, pidiendole que les dejara pasar la noche en su casa y que luego, llenos de miedo, no habian logrado conciliar el sueno y salian constantemente para comprobar que todo estuviera tranquilo.
Existia un hilo invisible que unia a aquella vieja en su pueblo de la estepa calmuca con aquella que, en los Urales, habia posado un ruidoso samovar de cobre en el Estado Mayor del cuerpo blindado de la reserva; con aquella otra que en junio, cerca de Voronezh, habia instalado a un coronel sobre la paja del suelo y se habia santiguado al mirar a traves de la pequena ventana el resplandor rojo de los incendios; pero aquel vinculo era tan familiar que no lo habian notado ni la vieja que acarreaba su carga para encender la estufa, ni el coronel acostado en el suelo.
En la estepa flotaba un silencio maravilloso, pero en cierto modo abrumador. ?Sabian los hombres que iban y venian aquella manana por la avenida Unter den Linden que Rusia habia vuelto su rostro hacia Occidente y se disponia a atacar, a avanzar?
Novikov, desde el zaguan, llamo al chofer Jaritonov.
– Coge los capotes, el mio y el del comisario; volveremos tarde.
Guetmanov y Neudobnov tambien salieron al zaguan.
– Mijail Petrovich -dijo Novikov-. Si pasa cualquier cosa llame a Karpov y despues de las tres a Belov o Makarov.
– ?Que cree que puede pasar aqui? -pregunto Neudobnov.
– Nunca se sabe. Tal vez la visita inesperada de un superior -dijo Novikov.
Dos puntitos se alejaron del sol y descendieron volando hacia el pueblo. El quejido de los motores se hizo cada vez mas fuerte, su irrupcion, mas virulenta, sacando a la estepa de su letargo.
Jaritonov bajo de un salto del jeep y corrio a refugiarse tras la pared de un granero.
– Pero que te pasa, idiota? ?Tienes miedo de los nuestros? -grito Guetmanov.
En ese mismo momento uno de los aviones descargo una rafaga de ametralladora y el segundo lanzo una bomba.
El aire aullo, sono un ruido de cristales rotos, una mujer lanzo un grito penetrante, un nino rompio a llorar, los terrones levantados por la explosion aporrearon el suelo.
Novikov se agazapo al oir caer la bomba, En un segundo todo quedo sumergido en el polvo y el humo. Lo unico que veia era a Guetmanov, que estaba a su lado. La silueta de Neudobnov emergio de la nube de polvo: erguido, sacando pecho, La cabeza alta; era el unico que no habia encogido el cuerpo para pegarse al suelo; permanecia inmovil, como esculpido en madera.
Guetmanov, un poco palido pero alegre y lleno de excitacion, se sacudio el polvo de los pantalones y dijo con una jactancia cautivadora:
– No pasa nada. Los pantalones, por lo visto, siguen secos y nuestro general no se ha movido siquiera.
Despues, acompanado de Neudobnov, fue a mirar a que distancia del crater habian saltado los terrones y se asombraron de que los cristales de las casas mas lejanas se hubieran roto mientras que los de la mas cercana estaban intactos.
Novikov sentia curiosidad por las reacciones de aquellos hombres que asistian por primera vez a la explosion de una bomba. Estaban visiblemente impresionados ante la idea de que aquella bomba se habia fabricado, levantado en el aire y lanzado a la tierra con un unico objetivo: matar al padre de los pequenos Guetmanov y al padre de los pequenos Neudobnov. Eso era de lo que se ocupaban los hombres en la guerra.
Cuando se pusieron en camino, Guetmanov no dejo de hablar de la incursion aerea, pero de pronto se interrumpio:
– Debe de hacerte gracia escucharme, Piotr Pavlovich; sobre tu cabeza han caido miles de bombas, pero para mi esta es la primera. -Volvio a interrumpirse, y dijo-: Dime, Piotr Pavlovich, ?por casualidad Krimov ha sido hecho prisionero alguna vez?
– ?Krimov? ?Por que lo preguntas?
– Oi una conversacion interesante al respecto en el Estado Mayor del frente.
– Creo que sufrio un cerco, pero no fue hecho prisionero. En cualquier caso, ?de que trataba la conversacion?
Como si no le hubiera oido, Guetmanov golpeo ligeramente en el hombro a Jaritonov y dijo:
– El camino es por alli; lleva directamente al Estado Mayor de la primera brigada, evitando el barranco. He aprendido a orientarme, ?eh?
Novikov ya estaba acostumbrado a que Guetmanov nunca siguiera el hilo de una conversacion: ahora contaba una historia, ahora formulaba una pregunta repentina, despues retomaba un relato interrumpido para intercalarlo con una nueva pregunta. Sus pensamientos parecian moverse en zigzag, sin orden ni concierto. Pero solo en apariencia. En realidad no era asi; se trataba solo de una impresion.
Guetmanov hablaba a menudo de su mujer y de sus hijos. Siempre llevaba encima un grueso fajo de fotografias familiares y habia enviado dos veces a un hombre a Ufa con paquetes de comida.
Sin embargo eso no le habia impedido iniciar una relacion con la doctora morena del puesto de socorro, Tamara Pavlovna, y no se trataba de un mero capricho. Una manana Vershkov informo a Novikov con voz tragica:
– Camarada coronel, la doctora ha pasado la noche con el comisario y no se ha ido hasta el amanecer.
– No es asunto suyo, Vershkov -contesto Novikov-. Seria mejor que no viniera a traerme los dulces a escondidas.
Guetmanov no se esforzaba en esconder su relacion con Tamara Pavlovna y ahora, mientras viajaban por la estepa, se inclino hacia Novikov y le confeso en un susurro:
– Piotr Pavlovich, se de un muchacho que se ha enamorado de la doctora -y miro a Novikov con ojos dulces y lastimeros.
– Un comisario, tengo entendido -dijo Novikov lanzando una mirada al conductor.
– Bueno, los bolcheviques no son monjes -le explico Guetmanov bisbiseando-. La amo, ?entiendes? Soy un viejo estupido.
Guardaron silencio algunos minutos y Guetmanov, como si no acabara de hacerle una confidencia, le dijo en tono diferente:
– En cuanto a ti, Piotr Pavlovich, no adelgazas ni un gramo. Parece que estas como en casa en el frente. Yo, por ejemplo, estoy hecho para trabajar en el Partido. Llegue a mi obkom en el momento mas dificil. A otro le hubiera dado un ataque al corazon. El plan para la entrega del trigo no se habia cumplido y el camarada Stalin me telefoneo dos veces, pero yo como si nada, engorde igual que si estuviera de vacaciones. Tu tambien eres asi.
– Solo el demonio sabe para que estoy hecho yo -replico Novikov-. Tal vez este hecho para la guerra, despues de todo -y se echo a reir-. Me he dado cuenta de una cosa: cada vez que pasa algo interesante, lo primero que pienso es que debo recordarlo para contarselo a Yevguenia Nikolayevna. Los alemanes os han tirado por primera vez una bomba a ti y a Neudobnov e inmediatamente he pensado: «Tengo que contarselo».
– De modo que escribes informes, ?eh? -pregunto Guetmanov.
– Asi es.
– Lo entiendo, es tu mujer -dijo Guetmanov-. No hay nadie que este tan cerca de uno como su mujer.
Llegaron a la primera brigada y se apearon del coche.
En la cabeza de Novikov pululaban apellidos, nombres de poblaciones, problemas pequenos y grandes, cosas claras u oscuras, ordenes que dar o referir.
De noche se despertaba sobresaltado, angustiado por las dudas: ?valia la pena abrir fuego a una distancia superior a la escala del alza? ?Tenia sentido disparar durante el avance? ?Serian capaces los comandantes de las unidades de valorar con rapidez y precision los cambios de situacion durante el combate, de tomar decisiones autonomamente, de dar ordenes en el acto?
Luego imaginaba como, convoy tras convoy, sus tanques rompian la defensa germano-rumana, logrando abrir una brecha, perseguir al enemigo en combinacion con el ataque aereo, la artilleria autopropulsada, la infanteria motorizada, los zapadores; empujarian al enemigo cada vez mas al oeste, apoderandose de los pasos de los rios y los puentes, evitando los campos de minas, eliminando las bolsas de resistencia. Presa de una excitacion alegre, sacaba los pies descalzos de la cama y, sentado en la oscuridad, con la respiracion entrecortada, presentia la felicidad inminente.
Nunca habia sentido deseos de hacer participe a Guetmanov de estos pensamientos nocturnos.
En la estepa, con mayor frecuencia que en los Urales, se irritaba con Neudobnov y Guetmanov. «Han llegado