otra un punado de azucar para su bebe. La victima estaba demasiado debil para oponer resistencia, pero el viejo Lapidus, a cuyo lado nadie queria sentarse porque siempre se orinaba encima, salio en su defensa.

Y ahora Deborah, la mujer del mecanico, caminaba pensativa llevando en brazos a su hijo, y aquel bebe que lloraba dia y noche ahora estaba callado. Los ojos tristes y oscuros de la mujer hacian olvidar la fealdad de su rostro sucio, de sus labios palidos y flacidos.

«La Virgen y el Nino», penso Sofia Osipovna.

Un vez, dos anos antes de la guerra, vio salir el sol por detras de los pinos de Tian Shan, iluminando las ardillas y el lago sumergido en el crepusculo, como esculpido en un azul tan condensado que alcanzaba la consistencia de la piedra. En aquel instante penso que no habia persona en el mundo que no la hubiera envidiado. Y al mismo tiempo, con una fuerza que abraso su corazon quincuagenario, sintio que estaba dispuesta a darlo todo por que en cualquier parte del mundo, en una habitacion oscura, miserable, de techo bajo, unos brazos de nino la estrecharan.

El pequeno David despertaba en ella una ternura particular que nunca habia sentido respecto a otros ninos, aunque siempre le habian gustado. En el vagon, cuando le daba un trozo de su pan, David volvia su cara hacia ella en la penumbra y ella sentia deseos de llorar, de estrecharlo contra si, de cubrirle de besos rapidos y abundantes, como suelen hacer las madres con sus hijos pequenos; en un susurro, para que el no la oyera, repetia: «Come, hijo mio, come».

Le hablaba poco; un extrano pudor la empujaba a esconder el sentimiento maternal que suscitaba en ella. Pero se daba cuenta de que el nino la seguia con mirada inquieta si se cambiaba de sitio en el vagon y que se tranquilizaba cuando ella estaba a su lado.

Sofia Osipovna no queria reconocer cual era el motivo por el que no habia respondido a la llamada de los medicos, por que habia permanecido en aquella columna, ni el sentimiento de exaltacion que la habia invadido en aquellos instantes.

La columna bordeo las alambradas, las fosas, las torres de hormigon con las ametralladoras, y a aquellas personas, que habian olvidado que era la libertad, les parecia que las alambradas y las ametralladoras estaban alli no para impedir que los prisioneros huyeran, sino para que los condenados a muerte no pudieran encontrar refugio en el campo de trabajos forzados.

Luego el camino se alejaba de las alambradas y conducia a unas construcciones bajas de techo liso; desde lejos aquellos rectangulos de paredes grises y sin ventanas le recordaban a David sus enormes cubos de madera, esos cubos a los que se les habian despegado las imagenes.

La columna torcio, y por el hueco que se habia abierto entre las filas David vio las construcciones, que tenian las puercas abiertas de par en par. Sin saber por que, saco del bolsillo la cajita con la crisalida y, sin despedirse, la tiro a un lado. ?Que viva!

– Gente estupenda, estos alemanes -dijo un hombre que caminaba delante, como si esperara que los guardias oyeran y apreciaran su lisonja.

El hombre que llevaba el cuello levantado se encogio de hombros de una manera particular, miro a un lado, luego a otro, parecio que se hacia mas alto y mas fuerte, y de repente dio un salto rapido, como si batiera las alas, asesto un punetazo en la cara a un SS y lo tiro al suelo. Soria Osipovna lanzo un grito de odio y se precipito hacia el, pero tropezo y cayo. Enseguida unos brazos la recogieron y la ayudaron a ponerse en pie. Las filas que iban detras seguian avanzando y David, aunque temia perder el paso, giro la cabeza y vio fugazmente como los guardias se llevaban al hombre a rastras.

Sofia Osipovna se habia olvidado del nino durante el breve instante en que habia tratado de lanzarse contra el guardia. Ahora lo tenia de nuevo cogido de la mano. David habia visto que luminosos, que feroces y maravillosos pueden ser los ojos de un ser humano que por una fraccion de segundo ha reconquistado la libertad.

En ese momento las primeras filas llegaron a una plaza asfaltada situada delante de la entrada a los banos, y los pasos de las personas que cruzaban las puertas abiertas resonaron de una manera distinta.

48

En el calido vestuario del bano reinaba una penumbra silenciosa y humeda; la luz tan solo entraba a traves de algunas pequenas ventanas rectangulares.

Unos bancos hechos de tablas gruesas y toscas con unos numeros escritos en pintura blanca se perdian en la oscuridad. Desde el centro de la sala hasta el muro opuesto a la entrada se extendia un tabique no demasiado alto que dividia el recinto; los hombres tenian que desnudarse a un lado; las mujeres y los ninos, al otro.

Aquella separacion no desperto la inquietud de la gente, puesto que continuaban viendose y llamandose los unos a los otros: «Mania, Mania, ?estas ahi?», «Si, si, te veo». Otro grito: «?Matilda, ven con la esponja a frotarme la espalda!». La mayoria de la gente se sentia aliviada.

Varios hombres vestidos con batas y con el semblante serio recorrian las filas velando por el orden y aconsejaban cosas razonables: debian meter los calcetines y las medias dentro de los zapatos, y recordar siempre el numero de la fila y del colgador.

Las voces sonaban sordas y amortiguadas.

Cuando un hombre se desnuda por completo, se acerca a si mismo. Dios mio, que tupido e hirsuto se ha vuelto el vello de mi pecho, y cuantos pelos blancos. ?Que feas las unas de los pies! Un hombre desnudo que mira su cuerpo no saca mas conclusiones que una: «Soy yo». Se reconoce, identifica el propio «yo», que siempre es el mismo. El nino que cruza los brazos delgados sobre el pecho huesudo mira su cuerpo de rana y piensa: Soy yo». Y cincuenta anos despues, cuando examina las venas hinchadas de sus piernas, el pecho gordo y caido, se reconoce: «Soy yo».

Pero a Sofia Osipovna la invadio una extrana sensacion. En la desnudez de los cuerpos jovenes y viejos; en el chico demacrado de nariz prominente del que una vieja, sacudiendo la cabeza, habia dicho: «Ay, pobre hassid»; en la nina de catorce anos que incluso alli es observada con admiracion por cientos de ojos; en la fealdad y debilidad de viejos y viejas que suscitaban un respeto religioso; en la fuerza de las espaldas velludas de los hombres; en las piernas varicosas y los grandes senos de las mujeres, el cuerpo de un pueblo habia salido a la luz. A Sofia Osipovna le parecio intuir que cuando se habia dicho «soy yo», no se referia solo a mi cuerpo, sino a todo su pueblo. Era el cuerpo desnudo de un pueblo, al mismo tiempo joven y viejo, vivo, en crecimiento, fuerte y marchito, hermoso y feo, con el pelo rizado y el cabello cano. Sofia miro sus hombros fuertes y blancos; nadie los habia besado, solo su madre hacia mucho tiempo, cuando era una nina. Luego, con un sentimiento de ternura, desvio la mirada hacia el nino. ?Es posible que durante algunos minutos se hubiera olvidado de el para abalanzarse ebria de rabia contra el SS…? «Un estupido joven judio y su viejo discipulo ruso predicaban la no violencia -penso-, Pero eso fue antes del fascismo.» Y sin avergonzarse ya de aquel sentimiento maternal que habia nacido en ella, Sofia Osipovna, una mujer soltera, cogio entre sus grandes manos de trabajadora la cara delgada de David. Era como si hubiera tomado entre sus manos sus ojos calidos, y los beso.

– Si, mi nino -dijo-. Hemos llegado a los banos.

En la penumbra del vestuario de hormigon le parecio que habian brillado los ojos de Aleksandra Vladimirovna Shaposhnikova. ?Estaria aun viva? Se habian despedido, y Sofia Osipovna habia seguido su camino, y ahora habia llegado al final, igual que Ania Shtrum…

La mujer del obrero queria mostrar el cuerpecito del nino desnudo a su marido, pero el estaba al otro lado del tabique; extendio a Sofia Osipovna el bebe medio cubierto por un panal y le dijo orgullosa:

– Ha sido desnudarle y dejar de llorar.

Y del otro lado del tabique, un hombre al que le habia crecido una barba negra, que llevaba unos pantalones de pijama desgarrados en lugar de calzoncillos y al que le refulgian los ojos y los dientes falsos de oro, grito:

– Manechka, aqui venden trajes de bano. ?Te compro uno?

Musia Borisovna se cubrio con la mano el pecho que despuntaba del amplio escote de su camisa y rio el chiste.

Sofia Osipovna sabia ahora que aquellas bromas de los condenados no manifestaban el vigor de su animo; los timidos y los debiles tienen menos miedo cuando se rien de sus temores.

Rebekka Bujman, con su bellisima cara extenuada y demacrada, desviando de la gente sus ojos ardientes e inmensos, se deshacia sus voluminosas trenzas para esconder dentro anillos y pendientes.

La poseia un deseo de vivir ciego y cruel. El fascismo la habia rebajado a su nivel; aunque era desgraciada e

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