impotente nada podia detenerla ya en sus esfuerzos por salvar la vida. Y ahora, mientras escondia los anillos, no recordaba que con aquellas mismas manos habia apretado el cuello de su bebe ante el temor de que su llanto descubriera su escondite en la buhardilla.
Pero cuando Rebekka Bujman suspiro aliviada, como un animal que ha logrado refugiarse al amparo de la espesura, vio a una mujer con una bata que cortaba a tijeretazos las trenzas de Musia Borisovna. A su lado estaban rapando la cabeza a una nina, y los mechones negros de seda brillaban silenciosos sobre el suelo de hormigon. Los cabellos cubrian el suelo y daba la impresion de que las mujeres se lavaban los pies en un agua oscura y clara.
La mujer de la bata aparto con calma la mano con la que Rebekka se estaba protegiendo la cabeza, le cogio los cabellos a la altura de la nuca y las tijeras chocaron contra un anillo escondido en los cabellos; la mujer, sin dejar de trabajar y desenredando habilmente con los dedos los anillos atrapados en los rizos, se inclino hacia el oido de Rebekka y le dijo: «Todo le sera devuelto»; y luego le susurro en voz mas baja todavia: «Ganz ruhig. Los alemanes estan ahi». Rebekka no logro retener la cara de la mujer de la bata: no tenia ojos ni labios, solo era una mano amarillenta con venitas azules.
Al otro lado del tabique aparecio un hombre de cabellos blancos con las gafas torcidas apoyadas sobre una nariz torcida; parecia un diablo enfermo y triste. Recorrio con la mirada los bancos. Articulando cada silaba como alguien que esta acostumbrado a hablar a un sordo, pregunto:
– Mama, mama, ?como estas?
Una viejecita arrugada, que de repente habia oido la voz de su hijo entre la confusion de cientos de voces, le sonrio con ternura, y adivinando la pregunta habitual, le respondio:
– El pulso es bueno, no hay irregularidades, no te preocupes.
Al lado de Sofia Osipovna alguien dijo:
– Es Herman. Un medico famoso.
Una joven desnuda que cogia de la mano a una nina con bragas blancas grito:
– ?Nos van a matar, nos van a matar!
– Silencio, haced callar a esa loca -decian las mujeres.
Miraron a su alrededor: ni rastro de guardias. Los ojos y los oidos reposaban en la oscuridad y el silencio. Que enorme felicidad, olvidada desde hacia meses, poder quitarse la ropa endurecida por el sudor y la mugre, los calcetines y las medias casi descompuestos. Las mujeres que habian acabado de cortar el pelo salieron y la gente respiro aun mas libremente. Unos comenzaron a adormecerse, otros a examinar las costuras de su ropa, y otros a hablar en voz baja. Alguien dijo:
– Que pena que no tengamos una baraja de cartas. Podriamos echar una partidita.
Pero en ese momento el jefe del Sonderkomtnando, con un cigarrillo entre los labios, descolgo el auricular del telefono; el almacenero cargo en un carro de motor los botes de Zyklon B con etiquetas rojas como las de los tarros de mermelada, mientras el guardia de turno del departamento especial, sentado en el puesto de servicio miraba fijamente la pared: de un momento a otro debia encenderse la lampara roja.
Desde varios rincones del vestidor resono la orden: «?En pie!».
Alli donde se acababan los bancos habia alemanes de uniforme negro. La gente penetro en un largo pasillo iluminado debilmente por lamparas encajadas en el techo, protegidas por un cristal grueso de forma ovalada. La fuerza musculosa del hormigon aspiraba en una curva progresiva al torrente humano.
En el silencio solo se oia el rumor de pasos de los pies descalzos.
Una vez, antes de la guerra, Sofia Osipovna le habia dicho a Yevguenia Nikolayevna Shaposhnikova: «Si una persona esta predestinada a ser asesinada por otra, resulta interesante seguir esos caminos que se van acercando poco a poco. Al principio, tal vez esten terriblemente lejos. Por ejemplo, yo estoy en Pamir recogiendo rosas alpinas y saco fotografias con mi camara, mientras ese otro hombre, mi muerte, se encuentra a ocho mil verstas de mi y, al salir de la escuela, pesca gobios en el rio. Yo me preparo para ir a un concierto, y el compra un billete en la estacion, va a casa de su suegra; pero de todos modos, nos encontraremos, y pasara lo que tiene que pasar». Y ahora esa extrana conversacion habia vuelto a la cabeza de Sofia Osipovna mientras miraba al techo: con aquel espesor de cemento sobre la cabeza ya no podria oir las tormentas ni ver el cucharon invertido de la Osa Mayor… Iba descalza al encuentro de una nueva curva del pasillo, y el pasillo, sin ruido, se abria de manera insinuante; la procesion seguia su camino sin necesidad de ser empujada, por si sola, en una especie de deslizamiento sonoliento, como si todo en torno a ella estuviera impregnado de glicerina y se deslizara en estado de hipnosis.
La entrada a la camara de gas se abrio gradualmente pero de modo brusco. El flujo de gente se deslizo con lentitud. El viejo y la vieja que habian vivido juntos cincuenta anos, separados durante la sesion de desnudamiento, caminaban de nuevo uno al lado del otro; la mujer del obrero llevaba a su hijo despierto en los brazos; madre e hijo miraban por encima de las cabezas de aquellos que caminaban, miraban el tiempo y no el espacio. Aparecio la cara del medico; a su lado estaban los ojos llenos de bondad de Musia Borisovna, la mirada aterrorizada de Rebekka Bujman. Ahi esta Liusia Shterental. No se puede atenuar, sofocar, la belleza de aquellos ojos jovenes, de su nariz que respira levemente, del cuello, de los labios entrecerrados; a su lado camina el viejo Lapidus con la boca arrugada de labios azulados. Sofia Osipovna apreto de nuevo contra si la espalda del nino. Nunca habia sentido en su corazon tanta ternura por la gente como ahora.
Rebekka, que caminaba a su lado, lanzo un grito aterrador, el grito de un ser humano que se transforma en cenizas.
En la entrada de la camara de gas les esperaba un hombre con un tubo de plomo en la mano. Llevaba puesta una camisa marron con las mangas cortas y cremallera. Habia sido su sonrisa ambigua, infantil, demente, extasiada lo que habia hecho gritar de manera tan espantosa a Rebekka Bujman.
Los ojos del hombre se deslizaron sobre la cara de Sofia Osipovna: ahi estaba, ?al final se habian encontrado!
Sintio que sus dedos debian apretar aquel cuello que sobresalia de la camisa abierta. Pero el hombre, que esbozaba una sonrisa, alzo con un gesto breve la porra, y a traves del repique de campanas y el crujido de cristales que resonaban en su cabeza, oyo: «No me toques, cochina judia».
Consiguio tenerse en pie y con paso lento y pesado cruzo con David el umbral de acero de la puerta.
49
David paso la palma de la mano por el marco de acero de la puerta y sintio su frio liso. Vio en el espejo de acero una mancha gris clara, confusa: el reflejo de su cara. Las plantas de sus pies determinaron que el suelo de la habitacion era mas frio que el del pasillo. Hacia poco que lo habian regado y lavado.
Caminaba con pasitos lentos por la caja de hormigon de techo bajo. No veia las lamparas, pero en la camara brillaba una luz gris, difusa, como si el sol, filtrado a traves de un cielo de cemento, proyectase una luz de piedra que no parecia hecha para los seres vivos.
Las personas que antes habian permanecido siempre juntas se dispersaron, se perdieron de vista entre si. David entrevio el rostro de Liusia Shterental. Cuando David la miraba en el vagon de mercancias sentia la dulce tristeza de estar enamorado. Un instante despues, en el lugar de Liusia aparecio una mujer de baja estatura, sin cuello. Y enseguida, en el mismo lugar, un viejo de ojos azules con una pelusa blanca en la cabeza, que de repente fue sustituido por la mirada fija, los ojos desorbitados de un hombre joven.
Aquel no era un movimiento humano. Ni siquiera era la forma en que se movian las especies inferiores del reino animal. Era un movimiento sin sentido ni objetivo; en el no se manifestaba la voluntad de los vivos. La corriente de gente fluia hacia la camara y los que estaban entrando empujaban a los que se encontraban ya dentro, que a su vez empujaban a sus vecinos; y de todos esos pequenos e incontables empujones con el codo, la espalda, el vientre, brotaba un movimiento que no se distinguia en nada del movimiento molecular descubierto por el botanico Robert Brown.
David tenia la impresion de que le guiaban, que le hacian avanzar. Llego hasta la pared y toco sufria superficie primero con la rodilla, luego con el pecho: ya no habia mas camino. Sofia Osipovna tambien estaba alli, apoyada contra la pared.
Durante algunos instantes observaron el hormigueo de gente que seguia entrando por la puerta. Esta quedaba lejos y solo era posible percibir donde estaba por la blancura particularmente densa de cuerpos humanos apretados, agolpados en la entrada, y que despues se esparcian por el espacio de la camara de gas.