Se puso a reparar el molino de trigo que trituraba el grano de forma pesima; antes de conseguir moler un punado de harina humeda y gris la frente se le cubria de sudor. Semionov limpio la transmision con una lima y un trozo de papel de lija; luego apreto el perno que unia el mecanismo y las muelas hechas con piedras planas. Hizo todo esto con perfecta eficacia, como corresponde a un mecanico cualificado procedente de Moscu; habia mejorado el trabajo rudimentario del artesano rural, pero el molino funcionaba aun peor que antes.
Semionov, echado en la estufa, pensaba en que podria hacer para moler mejor el trigo. A la manana siguiente desmonto el molino e inserto ruedas y engranajes de un viejo reloj de pared.
– Mire, tia Jristia -exclamo con orgullo, y mostro como funcionaba el doble sistema de engranaje que acababa de instalar.
Apenas se dirigian la palabra. Ella no le hablo de su marido muerto en 1930, de los hijos desaparecidos sin dejar rastro, de la hija que se habia marchado a Priluki y habia olvidado a su madre. No le pregunto por que le habian hecho prisionero o si habia nacido en el campo o en la dudad.
Semionov tenia miedo de salir a la calle, se pasaba largo rato mirando por la ventana antes de salir al patio y siempre se afanaba en volver enseguida a la jata. Se asustaba por un simple portazo o si se caia una taza al suelo. Creia que lo bueno se acabaria y la fuerza de la vieja Jristia Chuniak se desvaneceria.
Cuando venia alguna vecina a la jata de tia Jristia, Semionov subia a la estufa, se acostaba y se esforzaba por no respirar demasiado fuerte ni estornudar. Pero los vecinos rara vez aparecian por la cabana.
Los alemanes no vivian en el pueblo, estaban acantonados en una poblacion cercana a la estacion.
Semionov no tenia remordimientos por vivir a resguardo, bien calentito y en paz, mientras la guerra causaba estragos a su alrededor; su unico temor era ser arrastrado nuevamente al mundo del Lager y del hambre.
Por la manana, al despertarse, no se atrevia a abrir los ojos: temia que la magia se hubiera desvanecido durante la noche y volver a ver ante el la alambrada del campo, los guardias, oir de nuevo el ruido metalico de las escudillas vacias. Permanecia un rato con los ojos cerrados y aguzaba el oido tratando de averiguar si Jristia todavia, estaba alli.
Pensaba poco en el pasado reciente; no recordaba al comisario Krimov, ni Stalingrado, el campo aleman, el convoy. Pero todas las noches lloraba y gritaba en suenos. Una noche bajo de la estufa, gateo por el suelo, se acurruco debajo de un banco y alli durmio hasta la manana. Al despertarse no pudo recordar que habia sonado.
Mas de una vez habia visto pasar por la calle del pueblo camiones cargados de patatas y sacos de grano, y un dia vio un automovil Opel Kapitan. El motor tiraba bien y las ruedas no patinaban sobre el barro.
Se le encogia el corazon cuando imaginaba voces guturales gritando en el zaguan, y despues la patrulla alemana que irrumpia en la jata.
Semionov pregunto a tia Jristia sobre los alemanes.
– Algunos no son malos -respondio ella-. Cuando el frente paso por aqui, se quedaron en mi casa dos alemanes: uno era estudiante; el otro, pintor. Jugaban con los ninos. Despues llego un conductor, que tenia un gato. Cuando volvia, el gato iba a su encuentro. Debia de haberle acompanado durante todo el viaje desde la frontera. Cuando se sentaba a la mesa, lo cogia en brazos. Fue muy bueno conmigo. Me traia lena y una vez tambien harina. Pero hay alemanes que matan a los ninos; aqui mataron a un anciano. No nos consideran seres humanos. Hacen sus necesidades dentro de la jata, se pasean desnudos delante de las mujeres… Y algunos de los nuestros, los politsai, tambien hacen de las suyas.
– No hay salvajes como los alemanes entre los nuestros -afirmo Semionov, y pregunto-: Tia Jristia, ?no le da miedo tenerme aqui?
Ella nego con la cabeza y le dijo que en el pueblo habia muchos prisioneros liberados. La mayoria, por supuesto, eran ucranianos, gente del pueblo que habia vuelto con los suyos. En cualquier caso, ella siempre podia decir que Semionov era su sobrino, el hijo de la hermana emigrada a Rusia con su marido.
Semionov ya conocia de vista a todos los vecinos y conocia tambien a la viejecita que le habia negado la entrada en su casa el primer dia. Sabia que por la noche las chicas iban al cine en la estacion, que todos los sabados, tambien en la estacion, tocaba una orquesta y habia baile. Le interesaba mucho saber que tipo de peliculas proyectaban los alemanes, pero a la tia Jristia solo pasaba a verla gente mayor que nunca iba al cine. Y no tenia a nadie a quien preguntarle.
Una vecina llego con una carta de su hija, que habia sido reclutada para trabajar en Alemania. Semionov no lograba comprender algunos pasajes de la carta y tuvieron que explicarselos. La muchacha escribia: «Han venido Grisha y Vania; han hecho anicos los cristales». Grisha y Vania prestaban servicio en la aviacion. Significaba que en la ciudad alemana se habia producido una incursion sovietica.
En otro pasaje, escribia: «Llovio a cantaros, como en Bajmach». Y esto tambien significaba que habia habido una incursion, porque al inicio de la guerra la estacion de Bajmach habia sido bombardeada.
Aquella misma noche se acerco a ver a Jristia un viejo alto y delgado. Miro fijamente a Semionov y le pregunto en un ruso perfecto sin acento ucraniano:
– ?De donde eres, heroe?
– Soy un prisionero -respondio Semionov.
– Todos somos prisioneros.
En tiempos del zar Nicolas II habia prestado servicio en el ejercito como artillero y recordaba con una precision pasmosa las diversas ordenes de mando. Se puso a enumerarlas para Semionov. Para dar las ordenes ponia una voz ronca, de ruso, y para anunciar su ejecucion, una voz joven, vibrante, con acento ucraniano. Obviamente habia memorizado la entonacion de su superior y la que el tenia hacia muchos anos.
Despues despotrico contra los alemanes. Explico a Semionov que al principio la gente esperaba que los alemanes eliminaran los koljoses, pero estos comprendieron que el sistema tenia sus ventajas. Habian formado grupos de cinco y diez personas que no se diferenciaban demasiado de las escuadras y las brigadas. La tia Jristia, con voz triste y languida, repitio:
– ?Ay, los koljoses, los koljoses!
– ?Que hay de malo? -pregunto Semionov-. Nosotros tenemos koljoses en todas partes.
– Tu calla -insto la vieja mujer-. ?Recuerdas en que condiciones saliste del convoy? En 1930 toda Ucrania era un convoy. Cuando se acabaron las ortigas, comimos tierra. Se llevaron el pan, hasta el ultimo grano de maiz. Mi marido murio. ?Que sufrimiento! Yo me hinche; perdi la voz y no podia caminar.
Semionov se quedo estupefacto al saber que la vieja Jristia habia pasado hambre como el. Habia creido que el hambre y la muerte nada podian hacer contra la duena de la jara.
– ?Erais kulaks? -le pregunto.
– Que ibamos a ser kulaks. Todo el pueblo se moria, peor que en la guerra.
– ?Eres del campo? -pregunto el viejo.
– No, moscovita -respondio Semionov-. Como mi padre.
– Eso es -dijo el viejo en tono jactancioso-. Si hubieras estado aqui durante la colectivizacion habrias estirado la pata. ?Sabes por que estoy vivo? Porque conozco la naturaleza. ?Piensas que hablo de bellotas, hojas de tilo y ortigas? No, eso se acabo enseguida. Conozco cincuenta y seis plantas comestibles. Asi es como sobrevivi. La primavera acababa de comenzar, no habia ni una hoja en los arboles y yo ya estaba desenterrando raices. Yo, hermano, lo se todo sobre las raices, las cortezas y las flores, y conozco todas las hierbas. Las vacas, las ovejas o los caballos se moriran de hambre, pero yo no, yo soy mas herbivoro que ellos.
– ?De Moscu? -volvio a preguntar Jristia muy despacio-. No sabia que eras de Moscu.
El vecino se fue, Semionov se echo a dormir, y entretanto Jristia, sentada con la cara entre las manos, miraba el cielo negro de la noche.
Aquel ano de hacia tanto tiempo la cosecha habia sido buena. El trigo se alzaba como una pared compacta, alta; las espigas llegaban al hombro de su Vasili, mientras que ella podria haberse escondido por completo entre ellas.
Sobre el pueblo flotaba un gemido suave y languido; los ninos, verdaderos esqueletos vivientes, se arrastraban por la tierra y emitian un quejido apenas perceptible; los hombres, con los pies hinchados, vagaban por los patios, exhaustos por el hambre, sin apenas fuerzas para respirar. Las mujeres buscaban algo para comer, pero todo se habia acabado: ortigas, bellotas, hojas de tilo, pieles de oveja sin curtir, huesos viejos, pezunas, cuernos… Y los individuos llegados de la ciudad iban de casa en casa, sorteando a muertos y moribundos, buscando en los sotanos; cavaban agujeros en los graneros; aguijoneaban el suelo con varillas de hierro buscando el grano que habian ocultado los kulaks.