movimiento apenas iniciado en el flanco sur, pero una sensacion de supersticion le obligo a apartar el lapiz. Sentia con claridad que Hitler, en esos instantes, estaba pensando en el y que, a su vez, sabia que el, Stalin, estaba pensando en Hitler.
Churchill y Roosevelt confiaban en el, pero Stalin sabia que su confianza no era incondicional. Le sacaba de quicio que, aunque le consultaran de buena gana, siempre se pusieran de acuerdo previamente entre ellos. Sabia que las guerras van y vienen, pero la politica permanece. Admiraban su capacidad logica, sus conocimientos, la lucidez de sus reflexiones, pero veian en el a un politico asiatico y no a un lider europeo, y eso le disgustaba.
De improviso recordo los ojos penetrantes de Trotski, su despiadada inteligencia, la arrogancia de sus parpados semicerrados, y por primera vez lamento que no estuviera ya en el reino de los vivos: habria oido hablar de este dia. Stalin se sentia feliz, rebosante de fuerza fisica, no tenia ya en la boca ese repugnante sabor a plomo, tampoco tenia el corazon oprimido. Para el la sensacion de vivir se confundia con el bienestar. Tras el estallido de la guerra Stalin habia experimentado una sensacion de angustia fisica que no le abandonaba nunca, ni siquiera cuando veia a sus mariscales paralizados por el terror ante el estallido de su ira, o cuando miles de personas en pie le aclamaban en el teatro Bolshoi. Tenia la continua sensacion de que las personas de su entorno recordaban aun su desconcierto durante el verano de 1941 y se mofaban de el a sus espaldas.
Un dia, en presencia de Molotov, se habia cogido la cabeza entre las manos, balbuceando: «Que hacer…, que hacer…». Durante una reunion del Consejo del Estado para la Defensa se le quebro la voz y todos bajaron la mirada. Cuantas veces habia dado ordenes sin sentido y habia advertido que su absurdidad era evidente para todos. El 3 de julio habia sorbido nerviosamente agua mineral mientras pronunciaba un discurso por la radio y las ondas habian transmitido su nerviosismo. A finales de julio Zhukov le habia llevado la contraria asperamente y el, por un instante, se apoco y se limito a decir: «Haga lo que crea mejor». A veces le entraban ganas de delegar en aquellos que habia exterminado en 1937, en Rikov, Kamenev, Bujarin: que dirijan ellos el ejercito, el pais.
A veces tambien le asaltaba un sentimiento extrano y espantoso: tenia la impresion de que los enemigos que debia derrotar en el campo de batalla no eran solo los enemigos actuales. Detras de los tanques de Hitler, entre el polvo y el humo, emergian todos aquellos que creia haber castigado, domado y aplacado para siempre. Salian de la tundra, despedazaban el hielo eterno que se habia cerrado sobre ellos, cortaban las alambradas. Convoyes cargados de gente resucitada venian de Kolyma, de la region de Komi. Mujeres y ninos campesinos se levantaban de la tierra con caras espantadas, tristes, demacradas, y andaban, andaban, buscandolo con ojos mansos y doloridos. Stalin sabia mejor que nadie que no solo la historia juzga a los vencidos.
En ciertos momentos Beria le resultaba insoportable porque le parecia que comprendia sus pensamientos.
Todas aquellas impresiones desagradables, aquellas debilidades, no duraban demasiado, como maximo algunos dias, afloraban solo a ratos. Pero la sensacion de abatimiento no le abandonaba, el ardor de estomago le angustiaba, le dolia la nuca y a veces padecia vertigos preocupantes.
Miro de nuevo el telefono: era hora de que Yeremenko le anunciara la ofensiva de los tanques.
La hora de su poder habia llegado. En aquellos minutos se decidia el destino del Estado fundado por Lenin; a la fuerza centralizada del Partido se le ofrecia la posibilidad de realizarse con la construccion de enormes fabricas, de centrales atomicas y estaciones termonucleares, de aviones a reaccion y de turbohelice, de cohetes cosmicos e intercontinentales, de rascacielos, palacios de la ciencia, nuevos canales y mares, de carreteras y ciudades mas alla del Circulo Polar. Estaba en juego el destino de paises como Francia y Belgica, ocupados por Hitler, de Italia, de los Estados escandinavos y de los Balcanes; se decidia la sentencia de muerte de Auschwitz y Buchenwald, asi como la apertura de los novecientos campos de concentracion y de trabajo creados por los nazis.
Se decidia la suerte de los prisioneros de guerra alemanes que serian deportados a Siberia. Se decidia la suerte de los prisioneros de guerra sovieticos en los campos de concentracion alemanes, quienes gracias a la voluntad de Stalin compartirian, despues de su liberacion, el destino de los prisioneros alemanes.
Se decidia la suerte de los calmucos y de los tartaros de Crimea, de los chechenos y los balkares deportados por orden de Stalin a Siberia y Kazajstan, que habian perdido el derecho a recordar su historia, a ensenar a sus hijos en su lengua materna. Se decidia la suerte de Mijoels y su amigo, el actor Zuskin, de los escritores Berguelson, Markish, Fefer, Kvitko, Nusinov, cuyas ejecuciones debian preceder al funesto proceso de los medicos judios con el profesor Vovsi a la cabeza. Se decidia la suene de los judios salvados por el Ejercito Rojo, contra los cuales, en el decimo aniversario de la victoria popular de Stalingrado, Stalin descargaria la espada del aniquilamiento que habia arrancado de las manos de Hitler. Se decidia el destino de Polonia, Hungria, Checoslovaquia y Rumania. Se decidia el destino de los campesinos y obreros rusos, la libertad del pensamiento ruso, de la literatura y la ciencia rusas.
Stalin estaba emocionado. En aquella hora la futura potencia del Estado se fundia con su voluntad.
Su grandeza, su genialidad no existian por si solas, independientemente de la grandeza del Estado y de las fuerzas armadas. Los libros que habia escrito, sus trabajos cientificos, su filosofia tendrian sentido, se convertirian en objeto de estudio y admiracion por parte de millones de personas solo si el Estado vencia.
Le pusieron en contacto con Yeremenko.
– Bueno, ?como va por ahi? -pregunto Stalin sin saludarle siquiera-, ?Han salido los tanques?
Yeremenko, al oir la voz rabiosa de Stalin, apago precipitadamente el cigarrillo.
– No, camarada Stalin. Tolbujin esta ultimando la preparacion de la artilleria. La infanteria ha limpiado la primera linea. Los tanques todavia no han penetrado en la brecha.
Stalin lanzo una serie de improperios y colgo el telefono.
Yeremenko volvio a encender el cigarrillo y llamo al comandante del 51° Ejercito.
– ?Por que no han salido aun los tanques? -pregunto. Tolbujin sujetaba con una mano el auricular y se secaba con un enorme panuelo, que tenia en la otra, el sudor que le corria por el pecho. Llevaba la guerrera desabotonada, y del cuello abierto de la camisa de un blanco inmaculado, le sobresalian los pesados pliegues de grasa en la base del cuello. Se sobrepuso al jadeo y respondio con la lentitud propia de un hombre obeso que comprende no solo con la mente, sino tambien con todo el cuerpo, que toda agitacion le resulta nefasta:
– El comandante del cuerpo de tanques me acaba de informar de que hay baterias enemigas en su camino que todavia estan operativas. Ha pedido algunos minutos para abatirlas con el fuego de la artilleria pesada.
– ?De la contraorden! -respondio bruscamente Yeremenko-. ?Que ataquen los tanques de inmediato! Informeme dentro de tres minutos.
– A sus ordenes -respondio Tolbujin.
Yeremenko quiso insultar a Tolbujin, pero en lugar de eso le pregunto de pronto:
– ?Por que jadea? ?Esta enfermo?
– No, no, me encuentro bien, Andrei Ivanovich; acabo de desayunar.
– Adelante, entonces -dijo Yeremenko y, tras colgar el auricular, observo-: Dice que ha desayunado y no puede respirar…
Luego blasfemo durante un largo rato, lanzando expresivos insultos.
Cuando sono el telefono en el puesto de mando, apenas audible a causa de la artilleria que habia reanudado el ataque, Novikov comprendio que se trataba del comandante del ejercito y que iba a exigirle que los tanques penetraran en la brecha.
Escucho a Tolbujin y penso: «?Me lo imaginaba!», y dijo: «?Si, camarada general, a sus ordenes!».
Sonrio en direccion a Guetmanov.
– Es igual, todavia necesitamos cuatro minutos.
Tres minutos despues Tolbujin telefoneo de nuevo y, esta vez sin jadear, clamo:
– ?Esta de broma, camarada coronel? ?Por que oigo fuego de artilleria? ?Cumpla las ordenes!
Novikov ordeno a la radiotelefonista que le pusiera en contacto con el comandante del regimiento de artilleria Lopatin. Oia la voz de Lopatin, pero guardaba silencio y seguia el movimiento del segundero en su reloj en espera del plazo fijado.
– ?Que hombre! -exclamo Guetmanov con sincera admiracion.
Un minuto mas tarde, cuando hubo cesado el fuego de la artilleria pesada, Novikov se puso los auriculares y llamo al comandante de la brigada de tanques que debia ser la primera en avanzar por la brecha.
– ?Belov! -exclamo.
– Le escucho, camarada coronel.
Novikov, abriendo la boca con un grito iracundo y ebrio, aullo:
– ?Belov, al ataque!
La niebla se volvio mas espesa por el fuego azulado, el aire zumbo por el rumor de los motores y el cuerpo de