29
Por primera vez desde el inicio de la guerra, Darenski seguia la via de la ofensiva: iba tras las unidades de tanques que huian hacia el oeste.
En la nieve, en el campo, a lo largo de las carreteras habia varios tanques alemanes y camiones italianos de hocico romo inmovilizados; los cuerpos de los alemanes y de los rumanos yacian inertes.
La muerte y el frio habian conservado, para la posterior contemplacion del cuadro, la derrota de las tropas enemigas. Caos, confusion, sufrimiento: todo habia dejado su impronta, se habia congelado en la nieve que preservaba, en una inmovilidad helada, la desesperacion ultima, las convulsiones de las maquinas y los hombres que vagaban por las carreteras.
Incluso el fuego y el humo de los obuses, la llama negra de las hogueras imprimia en la nieve manchas rojizas oscuras, capas de hielo de un marron amarillento.
Las tropas sovieticas marchaban hacia el oeste y columnas de prisioneros se dirigian hacia el este.
Los rumanos llevaban capotes verdes y gorros altos de piel de cordero. Parecia que sufrieran menos que los alemanes a causa del frio. Mirandoles, Darenski no tenia la impresion de que fueran los soldados de un ejercito vencido: veia ante el a miles y miles de campesinos hambrientos y cansados, tocados con gorros teatrales. Se burlaban de los rumanos, pero no les miraban con odio, sino con un desprecio compasivo. Despues Darenski noto que miraban con menos malicia todavia a los italianos.
Otro sentimiento les suscitaban los hungaros, los finlandeses y, en especial, los alemanes.
Era horrible ver pasar a los prisioneros alemanes. Marchaban con la cabeza y las espaldas envueltas en trozos de mantas. En los pies llevaban pedazos de tela de saco y trapos atados por debajo de las botas con alambres y cuerdas.
Muchos tenian las orejas, la nariz, las mejillas cubiertas de manchas negras de gangrena helada. El tintineo de las escudillas atadas a sus cinturones recordaba las cadenas de los presos.
Darenski contemplaba los cadaveres que exhibian con una falta de pudor involuntaria sus vientres hundidos y sus organos sexuales, miraba las caras de los escoltas, enrojecidas por el viento gelido de la estepa.
Mientras observaba los tanques y los camiones alemanes retorcidos en medio de la estepa cubierta de nieve, los cadaveres congelados, los prisioneros que se arrastraban, bajo escolta, hacia el este, Darenski experimento una extrana amalgama de sentimientos. Era la represalia.
Recordo los relatos acerca de los alemanes que se burlaban de la miseria de las isbas rusas, que miraban con un asombro lleno de repugnancia las rudimentarias cunas de los ninos, las estufas, las ollas, las imagenes en las paredes, las tinas, los gallos de barro pintado: el mundo querido y maravilloso donde habian nacido y crecido los ninos que huian de los tanques alemanes.
El conductor del coche dijo con curiosidad:
– ?Mire, camarada coronel!
Cuatro alemanes llevaban a un companero en un capote. Por sus caras y sus cuellos tensos era evidente que iban a desplomarse de un momento a otro. Se balanceaban de lado a lado. Los trapos con los que se habian envuelto se les embrollaban en los pies, la nieve seca azotaba sus ojos dementes, los dedos helados se aferraban a los extremos del capote.
– Ellos se lo han buscado, los fritzes -dijo el conductor.
– No fuimos nosotros quienes los llamamos -respondio con aire sombrio Darenski.
Luego, de improviso, le invadio una sensacion de felicidad; en la neblina nevosa, sobre la tierra virgen de la estepa, se dirigian hacia el oeste los tanques sovieticos: los T-34, terribles, veloces, musculosos…
Asomados por las escotillas hasta la altura del pecho, se veia a los tanquistas con cascos y pellizas negros. Se desplazaban por el gran oceano de la estepa, por la niebla de nieve, dejando atras una opaca espuma de nieve, y un sentimiento de orgullo y de felicidad les cortaba la respiracion.
Una Rusia de acero, terrible y sombria, marchaba hacia occidente.
A la entrada del pueblo se habia formado un atasco. Darenski bajo del coche, paso por delante de los camiones que estaban en doble fila y de los Katiuska cubiertos con lonas…
Un grupo de prisioneros era conducido a traves de la carretera. De un coche bajo un coronel con un gorro alto de piel de astracan plateada, de esos que solo se pueden obtener o comandando un ejercito o en calidad de amigo de un intendente del frente, y se puso a observar a los prisioneros. Los soldados de escolta les gritaban, levantando las metralletas:
– Venga, venga, mas rapido.
Un muro invisible separaba a la muchedumbre de prisioneros de los conductores de los camiones y los soldados, un frio todavia mas acerado que el intenso frio de la estepa impedia que sus ojos se cruzaran.
– Mira, mira, aquel tiene cola -exclamo una voz con escarnio.
A lo largo de la carretera un soldado aleman se movia a cuatro patas, arrastrando tras de si un trozo de colcha que perdia guata. El soldado avanzaba sobre las rodillas deprisa, moviendose como un perro, desplazando los brazos y las piernas sin levantar la cabeza, como atareado en olfatear un rastro. Reptaba derecho hacia el coronel, y el conductor, que estaba a su lado, dijo:
– Camarada coronel, cuidado, le va a morder. El coronel dio un paso hacia un lado y cuando el aleman llego a su altura le dio un puntapie con la bota. Aquel golpe ligero basto para quebrar la fuerza de gorrion del prisionero. Cayo a tierra con los brazos y las piernas en cruz. Miro desde abajo al hombre que le habia golpeado: en los ojos del aleman, como en los ojos de una oveja moribunda, no se advertia ningun reproche, ni siquiera sufrimiento; unicamente resignacion.
– Arrastrate, conquistador de mierda -dijo el coronel, frotando contra la nieve la suela de la bota. Una risita recorrio a los espectadores. Darenski sintio que se le nublaba la cabeza; que ya no era el, sino otro hombre, al que conocia sin conocerlo, un hombre que ignoraba la duda guiaba sus actos.
– Los rusos no golpean a un hombre en el suelo, camarada coronel.
– ?Y que soy yo, segun usted? ?No soy ruso, quiza?
– Usted es un miserable -dijo Darenski, y al ver que el coronel habia dado un paso en su direccion, se adelanto al estallido de colera y amenazas, y grito-: Mi nombre es Darenski. Teniente coronel Darenski, inspector de la seccion de operaciones del Estado Mayor del frente de Stalingrado. Estoy dispuesto a repetir lo que acabo de decir ante el comandante del frente y el tribunal militar. El coronel, con una voz llena de odio, dijo:
– Bien, teniente coronel Darenski, esto no quedara asi -dijo, y se alejo.
Algunos prisioneros arrastraron a un lado al caido y, cosa extrana, dondequiera que Darenski girara su mirada tropezaba con los ojos de la muchedumbre de prisioneros agolpados.
Regreso despacio a su coche y oyo una voz burlona:
– Los fritzes ya han encontrado a su defensor.
Poco despues viajaba de nuevo por la carretera, y de nuevo les vino al encuentro, entorpeciendo la circulacion, un gentio gris de alemanes y uno verde de rumanos.
El conductor, mirando con el rabillo del ojo las manos temblorosas de Darenski mientras fumaba un cigarro, dijo:
– Yo no siento piedad por ellos. Podria matar a cualquiera.
– De acuerdo, de acuerdo -respondio Darenski-, tenias que haber disparado contra ellos en 1941, cuando huias, al igual que yo, sin mirar atras.
Despues permanecio callado el resto del camino.
Pero el incidente con el prisionero no le habia abierto el corazon a la bondad, mas bien habia agotado sus reservas de bondad.
Que abismo se abria entre aquella estepa calmuca por la que iba hacia Yashkul y la carretera que ahora recorria.
?Era el quien se habia encontrado en medio de una tormenta de arena, bajo una luna enorme, mirando la huida de los soldados del Ejercito Rojo, los cuellos serpenteantes de los camellos, y habia unido en su alma con una especie de ternura a todas las personas debiles, pobres y queridas en aquel extremo de la tierra rusa?