banco del jardin de la ciudad, fue a la estacion para entrar en calor, vago de nuevo por las calles desiertas con paso rapido y decidido.
Shimanski cuna o todas sus promesas.
A las nueve y media de la manana, Liudmila Nikolayevna se encontro con la enfermera Terentieva y le pidio que le contara todo lo que sabia de Tolia.
Liudmila Nikolayevna se puso una bata y subio en compania de Terentieva al primer piso, recorrio el pasillo por el cual habian conducido a su hijo hasta la sala de operaciones, se detuvo un momento ante la puerta de la unidad de cuidados intensivos, miro la cama, vacia aquella manana. La enfermera Terentieva caminaba a su lado y se secaba la nariz con el panuelo. Volvieron a la planta baja, y Terentieva se despidio de ella. Poco despues entro en la sala de espera, respirando con dificultad, un hombre obeso con el pelo cano y ojeras oscuras bajo unos ojos igualmente oscuros. La bata almidonada y deslumbrante del cirujano Maizel parecia aun mas blanca en comparacion con su tez morena y aquellos ojos oscuros desencajados.
Maizel explico a Liudmila Nikolayevna los motivos por los que el profesor Rodionov se habia opuesto a la operacion. Parecia que adivinara todo lo que ella queria preguntarle. Le conto las conversaciones que habia mantenido con el teniente Tolia antes de la operacion y, comprendiendo su estado de animo, le conto con cruda sinceridad el desarrollo de la misma.
Despues le dijo que habia sentido una ternura casi paternal hacia el teniente Tolia, y la voz de bajo del cirujano hizo vibrar con finura, como un leve lamento, el cristal de la ventana. Liudmila observo por primera vez sus manos, unas manos peculiares; parecian vivir una vida aparte de aquel hombre con ojos lastimeros. Eran severas, pesadas, con dedos grandes, fuertes y oscuros.
Maizel quito las manos de la mesa. Como si leyera el pensamiento de Liudmila, le dijo:
– Hice todo lo que pude. Pero, en lugar de salvarlo de la muerte, mis manos le acercaron a ella. -Y poso nuevamente las manos sobre la mesa.
Liudmila comprendio que todo lo que decia Maizel era verdad.
Cada palabra que pronunciaba sobre Tolia, y que deseaba con ardor, la torturaba y consumia. Pero habia algo mas que hacia la conversacion dificil y dolorosa: sentia que el cirujano habia querido celebrar ese encuentro por el mismo, no por ella. Y aquello le suscito un sentimiento de escasa simpatia hacia Maizel.
Cuando llego el momento de la despedida, Liudmila le dijo que estaba convencida de que habia hecho todo lo posible para salvar a su hijo. El respiraba fatigosamente, y Liudmila tuvo la impresion de que sus palabras le habian quitado un peso de encima y comprendio de nuevo que precisamente porque consideraba un derecho escucharlas, el habia buscado ese encuentro y se habia salido con la suya.
Un reproche asalto su pensamiento: «?Sera posible que encima tenga que dar consuelo?».
El cirujano se marcho, y Liudmila Nikolayevna fue a hablar con el comandante, un hombre que llevaba un gorro alto de piel. Este le hizo el saludo militar y le informo con voz ronca de que el comisario le habia dado instrucciones para que la llevaran en coche hasta el lugar donde su hijo habia recibido sepultura, pero que el coche tardaria diez minutos en llegar porque habian ido a entregar la lista de los asalariados a la oficina central. Los efectos personales del teniente ya estaban listos, pero en cualquier caso seria mas comodo recogerlos a la vuelta del cementerio.
Todas las peticiones de Liudmila Nikolayevna se cumplian con precision y escrupulosidad militar. Pero notaba que el comisario, la enfermera, el comandante, todos querian algo de ella: tranquilidad, perdon, consuelo.
El comisario se sentia culpable porque en su hospital morian hombres. Hasta la visita de Shaposhnikova esto no le habia inquietado; ?acaso no era lo que se esperaba en un hospital en tiempo de guerra? La calidad del tratamiento medico nunca habia sido criticada por las autoridades.
Lo que si le reprochaban era la insuficiente organizacion del trabajo politico y la nefasta informacion sobre la moral de los heridos.
No se combatia suficiente el escepticismo entre los heridos, ni las opiniones hostiles de aquellos que se oponian a la colectivizacion. Se habian producido casos de divulgacion de secretos militares.
Shimanski habia sido convocado por la seccion politica de la direccion sanitaria del distrito. Le amenazaron con enviarle al frente si la seccion especial recibia noticias de que se habian producido nuevos desordenes de caracter ideologico.
Y ahora el comisario se sentia culpable ante la madre del teniente muerto, porque el dia anterior habian fallecido tres enfermos, y el habia tomado una ducha y le habia pedido su plato preferido al cocinero, estofado con chucrut, regado abundantemente con cerveza que habia obtenido en la tienda de Saratov. La enfermera Terentieva se sentia culpable ante la madre del teniente muerto porque su marido, ingeniero militar, servia en el Estado Mayor del ejercito y no habia ido al frente y el hijo, que tenia solo un ano mas que Shaposhnikov, trabajaba en una oficina de disenos y proyectos de una fabrica aeronautica. Tambien el comandante se sentia culpable: era un militar profesional que prestaba servicio en un hospital de retaguardia, habia enviado a casa tela buena de gabardina y botas de fieltro, mientras que el teniente muerto habia dejado a su madre un uniforme de percal.
El sargento de labios gruesos y orejas carnosas se sentia culpable ante la mujer que conducia al cementerio. Los ataudes estaban fabricados con tablas de madera de mala calidad. Los cadaveres eran depositados en los ataudes en ropa interior; los soldados rasos eran amontonados en fosas comunes, y los epitafios de las sepulturas se hacian con caligrafia descuidada, sobre tablillas sin pulir, escritos con una tinta poco resistente. A decir verdad los muertos en las divisiones de los batallones medico-sanitarios eran enterrados en las fosas sin ataudes y las inscripciones se hacian con un lapiz de tinta que se borraban con la primera lluvia. Y los caidos en combate, en los bosques, los pantanos, los barrancos o en campo raso a menudo no encontraban a nadie que los sepultara, salvo la arena, las hojas secas o las ventiscas de nieve.
Pero a pesar de todo, el sargento se sentia culpable ante la mujer por la pesima calidad de la madera; aquella mujer que se sentaba a su lado y le preguntaba como enterraban a los muertos, si amortajaban los cadaveres, si recibian sepultura juntos o separados, y si se pronunciaban unas ultimas palabras delante de sus tumbas.
Se sentia incomodo ademas porque antes de emprender el trayecto al cementerio habia hecho una escapada a un almacen con un amigo y habia bebido un frasco de alcohol medicinal diluido acompanado de pan y cebolla. Se sentia avergonzado de que en el coche flotara el olor a alcohol y cebolla; pero por mucho que se esforzara por no echar el aliento, no podia evitarlo.
El sargento miraba con aire sombrio el espejo del retrovisor donde se reflejaban los ojos risuenos del conductor, que le incomodaban.
«Vaya, el sargento se ha puesto como una cuba», decian despiadadamente los ojos alegres y jovenes del conductor.
Todos los hombres son culpables ante una madre que ha perdido a un hijo en la guerra; y a lo largo de la historia de la humanidad todos los esfuerzos que han hecho los hombres por justificarlo han sido en vano.
32
Los soldados de un batallon de trabajo descargaban ataudes de un camion. En la silenciosa lentitud de sus movimientos se veia que estaban acostumbrados a realizar aquel trabajo. Uno de ellos, de pie en la parte trasera del camion, acercaba el ataud hasta el borde, otro se lo cargaba a las espaldas y lo levantaba en el aire, y un tercero se aproximaba en silencio y lo cogia por el extremo opuesto.
La tierra helada crujia bajo sus botas mientras transportaban las cajas hasta tina amplia fosa comun, y despues de colocarlas en el borde del foso, volvian al camion. Luego, cuando el camion se marcho de vacio a la ciudad, los soldados se sentaron sobre los ataudes, colocados ante la fosa abierta, y se pusieron a liar cigarrillos con gran cantidad de papel y poca de tabaco.
– Parece que hoy hay menos faena -dijo uno y se puso a encender la lumbre con un eslabon de muy buena calidad: la yesca en forma de cordel estaba metida en una caja de cobre, y el pedernal estaba encajonado dentro. El soldado agito la yesca y el humo permanecio suspendido en el aire.
– El sargento dijo que hoy solo habria un camion -dijo otro soldado dando una calada a su cigarro y expulsando una gran bocanada de humo.
– Podemos acabar la tumba cuando venga.
– Claro, sera mas comodo; traera la lista y hara la comprobacion -anadio el tercero, que no fumaba; en su lugar, cogio un trozo de pan del bolsillo, lo sacudio, lo soplo ligeramente y comenzo a masticarlo.