– Dile al sargento que nos traiga un pico; un cuarto de hora es tiempo suficiente para que la costra se hiele, y manana toca preparar una nueva; ?crees que lograremos retirar la tierra con las palas?

El que habia encendido el fuego, chocando las manos con un golpe seco, saco la colilla de la boquilla de madera, que tamborileo ligeramente contra la tapa del ataud.

Los tres se quedaron callados como si escucharan. Reinaba el silencio.

– ?Es verdad que solo nos daran raciones de rancho en frio para comer? -pregunto el soldado que masticaba pan, bajando la voz para no molestar a los muertos en sus tumbas con una conversacion que carecia de interes para ellos.

El segundo fumador, aspirando el humo de una colilla de una larga boquilla de cana, lo miro a contraluz y movio la cabeza.

De nuevo se hizo el silencio.

– No hace mal dia hoy, solo un poco de viento.

– Escucha, ha llegado el camion; a la hora de comer habremos acabado.

– No, no es nuestro camion. Es un coche.

Salieron del coche el sargento, al que conocian bien, y una mujer con un panuelo, y ambos se dirigieron a la verja de hierro donde se habian cavado las tumbas la semana pasada; despues habian tenido que cambiar de sitio por falta de espacio.

– Miles de personas son enterradas y nadie asiste a los funerales -dijo uno-. En tiempo de paz sucede todo lo contrario: un muerto y cien personas detras llevandole flores.

– Tambien lloran por estos -dijo otro repiqueteando delicadamente sobre la tabla una una grande y curvada torneada por el trabajo manual como un guijarro por el mar-. Solo que nosotros no vemos esas lagrimas. Mira, el sargento vuelve solo.

Volvieron a fumar, esta vez los tres. El sargento se acerco y dijo con afabilidad:

– Bueno, chicos, si todos fumamos, ?quien trabaja por nosotros?

En silencio soltaron tres nubes de humo y luego uno, el dueno de la piedra de mechero, dijo:

– Ahora acabamos el cigarro… Escucha, esta llegando el camion. Lo reconozco por el motor.

33

Liudmila Nikolayevna se acerco al pequeno tumulo y leyo en la tablilla de madera contrachapada el nombre de su hijo y su rango militar.

Sintio con claridad que los cabellos se le movian bajo el panuelo, como si una mano fria jugara con ellos.

Cerca, a derecha e izquierda, hasta la verja, por todo el espacio se diseminaban tumulos identicos, grises, sin hierba, sin flores, con una unica ramita de madera que brotaba de la tierra sepulcral. En el extremo de esta ramita habia una tablilla con el nombre de la persona sepultada. Las tablillas abundaban y su densa uniformidad recordaba una hilera de espigas de grano germinadas en un campo.

Por fin habia encontrado a Tolia. Muchas veces habia intentado imaginar donde estaba, que hacia, en que pensaba, si su pequeno dormia apoyado contra la pared de la trinchera, o estaba en marcha, o tomaba te, sosteniendo en una mano la taza y en la otra un terron de azucar, si estaba corriendo campo a traves bajo el fuego enemigo… Deseaba estar a su lado, sabia que la necesitaba: le habria servido te en la taza, le habria dicho «come un poco mas de pan», le habria quitado el calzado y lavado los pies desollados, envuelto una bufanda alrededor del cuello… Pero siempre desaparecia, no conseguia encontrarlo. Y ahora que habia encontrado a Tolia, ya no la necesitaba.

A lo lejos se recortaban tumbas con cruces de granito de antes de la Revolucion. Las lapidas funerarias se erguian como una muchedumbre de inutiles viejos que dejaban a todo el mundo indiferente; algunos caidos de lado, otros apoyados sin fuerza sobre los troncos de los arboles.

Parecia que el cielo se hubiera quedado sin aire, como si lo hubieran aspirado, y que sobre la cabeza de Liudmila se extendiera un desierto de polvo seco. Pero la potente bomba silenciosa, que succionaba el aire del cielo, trabajaba, trabajaba, y ahora para Liudmila no solo no habia cielo, tampoco habia fe ni esperanza; en el infinito desierto sin aire solo habia un pequeno tumulo de tierra entre grises terrones helados.

Todo lo que vivia, su madre, Nadia, los ojos de Viktor, incluso los boletines de guerra, todo habia dejado de existir.

Lo que estaba vivo habia muerto. El unico que vivia en todo el mundo era Tolia. ?Que silencio la rodeaba! ?Sabia el que su madre habia venido…?

Liudmila se arrodillo, suavemente, para no molestar a su hijo, luego puso recta la tablilla con su nombre; el siempre se enfadaba cuando su madre le arreglaba el cuello de la cazadora mientras lo acompanaba a la escuela.

– Aqui estoy, ya he llegado, y tu probablemente pensabas que tu mama no vendria…

Hablaba a media voz, temiendo que la oyeran las personas que estaban fuera de la verja del cementerio.

Los camiones circulaban rapidamente a lo largo de la carretera y una oscura ventisca de polvo se arremolinaba y humeaba por el asfalto, se rizaba, se ondulaba… Caminaban, haciendo retumbar sus botas militares, repartidores de leche con sus bidones, gente con sacos, los escolares tapados con chaquetones acolchados y gorros de uniforme invernales.

Pero aquel dia lleno de movimiento era para ella una imagen borrosa.

Que silencio.

Hablaba con el hijo, recordando los detalles de su vida pasada y el espacio se llenaba de aquellos recuerdos que existian solo en su conciencia: la voz infantil, los llantos, el frufru de los libros ilustrados, el tintineo de la cuchara contra el borde del plato blanco, el zumbido de un radiorreceptor de fabricacion casera, el crujido de los esquies, el chirrido de los toletes en el estanque cerca de la dacha, el susurro del papel del caramelo, la aparicion inesperada de su carita, las espaldas, el pecho.

Sus lagrimas, sus aflicciones, sus buenas y malas acciones, revividas en la desesperacion de Liudmila, continuaban existiendo, emergian de la memoria, concretas y tangibles.

No eran los recuerdos del pasado los que se habian apoderado de ella, sino la agitacion de las emociones vividas.

?Que se pensaba el que hacia, leyendo toda la noche con aquella luz tan mala? ?Acaso queria comenzar a llevar gafas tan joven…?

Y ahora yacia alli, con una ligera camisa de algodon, descalzo, sin manta, en aquel lugar donde la tierra estaba completamente gelida y donde por la noche la helada se recrudecia.

De repente a Liudmila le empezo a sangrar la nariz. El panuelo se empapo y se volvio pesado. La cabeza le daba vueltas, se le nublo la vista y por un instante creyo perder el conocimiento. Entrecerro los ojos y cuando los volvio a abrir el mundo que su sufrimiento habia hecho revivir ya habia desaparecido. Quedaba solo el polvo gris que el viento levantaba en remolinos sobre las tumbas que, sucesivamente, se cubrian de humo.

El agua de la vida que surgia de la superficie del hielo y que hacia emerger a Tolia de las tinieblas, corria, desaparecia; y ahora, aquel mundo que por un instante habia roto las cadenas para hacerse el mismo realidad, el mundo creado por la desesperacion de una madre, retrocedia. Su desesperacion, como si hubiera estado investida de poderes divinos, levanto al teniente de la tumba y cuajo el desierto de nuevas estrellas.

En los minutos apenas transcurridos, el era el unico que estaba vivo y gracias a el vivia todo el resto del mundo.

Pero ni siquiera el vehemente deseo de una madre era suficiente para lograr contener a multitudes ingentes de personas, carreteras y ciudades, mares, la misma tierra, e impedir que prosiguieran su frenetica actividad a pesar de la muerte de Tolia.

Liudmila se paso por los ojos secos el panuelo impregnado de sangre. Con la cara pringosa de sangre seca, encorvada, resignada, empezaba a asumir, en contra de su voluntad, que Tolia ya no existia.

El personal del hospital se habia sorprendido por su serenidad y sus preguntas. No comprendian que ella no podia darse cuenta de lo que para ellos era evidente, que Tolia estaba muerto. El amor que sentia por su hijo era tan fuerte que su muerte no podia cambiarlo: para ella, el seguia viviendo.

Estaba fuera de si, pero nadie se habia dado cuenta. Ahora, por fin, habia encontrado a Tolia. Y actuaba como

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