nos han llegado carteles de la seccion cultural y educativa [44] «Ayudemos a la patria superando la cuota de trabajo fijado».

Abarchuk suspiro.

– ?Sabes que? Alguien deberia escribir un tratado sobre los tipos de angustia en los campos. Una te oprime, otra te agobia, la tercera te ahoga, no te deja respirar. Y hay una especial, una que ni te ahoga ni te oprime ni te agobia, sino que desgarra al hombre por dentro, como un monstruo de las profundidades del mar que de repente sale a la superficie.

Neumolimov dibujo una sonrisa triste, pero los dientes no le brillaron, los tenia todos estropeados y se confundian con el color del carbon.

Barjatov se acerco a ellos y Abarchuk, volviendose, le dijo:

– Andas siempre con tanto sigilo que haces que me sobresalte: te encuentro a mi lado cuando menos me lo espero.

Barjatov, un hombre que nunca sonreia, dijo con aire serio:

– ?Tienes algo en contra de que haga una incursion al almacen de viveres?

Cuando se fue, Abarchuk le confio a su amigo:

– Esta noche me acorde del hijo que tuve con mi primera mujer. Lo mas probable es que haya partido al frente. Luego se inclino hacia Neumolimov y siguio:

– Me gustaria que el chico se convirtiera en un buen comunista. Me imaginaba que me encontraba con el y le decia: «Recuerda, el destino de tu padre no importa, es una tonteria, pero la causa del Partido es sagrada. ?La ley suprema de nuestro tiempo!».

– ?Lleva tu apellido?

– No -respondio Abarchuk-, pensaba que se convertiria en un pequeno burgues.

Por la noche y tambien la noche del dia antes habia pensado en Liudmila. Deseaba verla. Buscaba en los trozos de periodicos moscovitas esperando leer de repente: «Teniente Anatoli Abarchuk». Entonces comprenderia que el hijo habia querido llevar el apellido de su padre.

Por primera vez en su vida tenia ganas de que alguien lo compadeciera; se imaginaba acercandose al hijo, la respiracion entrecortada, y se senalaria el cuello con la mano: «No puedo hablar».

Tolia le abrazaria y el apoyaria la cabeza sobre su pecho y romperia a llorar sin avergonzarse, con amargura, con tanta amargura… Permanecerian asi mucho tiempo, el uno frente al otro, el hijo una cabeza mas alto que el padre…

Tolia probablemente siempre estaria pensando en su padre. Habria buscado a sus viejos camaradas, quienes le habrian contado como su padre habia luchado por la Revolucion. Tolia le diria: «Papa, papa, el pelo se te ha puesto todo blanco, que cuello tan delgado, arrugado… Has combatido todos estos anos, has librado una batalla solo, una batalla enorme».

En el curso de la instruccion le dieron tres dias seguidos comida salada, sin darle de beber; le pegaron.

Al final comprendio que lo que querian no era tanto obligarlo a firmar una declaracion de sabotaje o espionaje, ni inducirlo a acusar a otras personas. Lo que se proponian, sobre todo, era instalar en el la duda sobre la justicia de la causa a la que el habia consagrado toda su vida. Durante la instruccion llego a pensar que habia caido en manos de unos bandidos, y que tal vez bastaria obtener una entrevista con el jefe del departamento para descubrir el pastel y que detuvieran a aquel juez instructor criminal que en realidad era un malhechor.

Sin embargo, con el paso del tiempo se habia dado cuenta de que no se trataba solo de algunos sadicos.

Habia aprendido las leyes que regian los trenes y barcos de prisioneros. Habia visto como los presos comunes se jugaban a las cartas no solo los bienes ajenos sino las vidas ajenas. Habia sido testigo de lamentables depravaciones y traiciones, y visto la India [45] criminal, histerica, sanguinaria, vengativa e increiblemente cruel. Vio rinas terribles entre los perros, los que aceptaban trabajar, y los ladrones honrados [46], los ortodoxos que se negaban a trabajar.

Solia decir: «No meten a alguien en prision por nada». Creia que solo un grupo reducido, el incluido, habia ido a parar alli por error, pero que los demas, la inmensa mayoria, habian sido encarcelados justificadamente: la espada de la justicia castigaba a los enemigos de la Revolucion.

Vio el servilismo, la deslealtad, la sumision, la crueldad… Las definia como taras congenitas del capitalismo y consideraba que solo podia encontrarlas en hombres del antiguo regimen, los oficiales blancos, los kulaks, los nacionalistas burgueses.

Su fe era firme, su fidelidad al Partido, inquebrantable. Justo cuando estaba a punto de marcharse, Neumolimov exclamo:

– Casi me olvido, alguien ha preguntado hoy por ti.

– ?Quien?

– Uno del convoy que llego ayer. Los han repartido para el trabajo. Ha preguntado por ti y yo le he dicho: «Lo conozco por casualidad, y por casualidad hace cuatro anos que dormimos uno al lado del otro en la tarima». Me dijo su nombre, pero lo he olvidado.

– ?Como era? -pregunto Abarchuk.

– Bueno… Debilucho, con una cicatriz en la sien.

– Ay -grito Abarchuk-, ?no sera Magar?

– Si, eso es.

– Es mi camarada, mayor que yo, mi maestro, ?el que me metio en el Partido! ?Que te pregunto? ?Que dijo?

– Lo de costumbre: que pena te habia caido. Le respondi: «Habian pedido cinco, pero le dieron diez». Le dije que habias comenzado a toser y que pronto serias liberado.

Sin escucharlo, Abarchuk repetia:

– Magar, Magar… Durante un tiempo trabajo en la Cheka. Era un hombre fuera de lo normal, ?sabes?, un tipo especial. A un camarada le hubiera dado todo, en invierno te habria dado su abrigo, su ultimo trozo de pan. Y era inteligente, un hombre instruido. Y un proletario de pura cepa, hijo de un pescador de Kerch.

Abarchuk se giro y se inclino hacia Neumolimov:

– ?Te acuerdas? Dijimos que los comunistas del campo deberiamos fundar una organizacion, ser utiles al Partido, y Abrashka Rubin pregunto: «?Quien seria el secretario?». Pues ya lo tenemos.

– Yo te voto a ti. A el no le conozco. Y luego, ?donde lo buscas? Han salido diez coches cargados de gente para diferentes campos y probablemente se lo han llevado.

– No importa, lo encontraremos. Ah, Magar, Magar. ?Asi que preguntaba por mi?

– Por poco me olvido para que habia venido -dijo Neumolimov-. Dame una hoja de papel. ?Vaya memoria que tengo!

– ?Una carta?

– No, voy a dirigir una peticion a Semion Budionni para que me envien al frente.

– No te enviaran.

– Semia se acuerda de mi.

– El ejercito no admite en sus filas a los prisioneros politicos. Lo que puedes hacer es ayudar a incrementar nuestra produccion de carbon. Los soldados nos lo agradeceran.

– Quiero combatir.

– Budionni no puede ayudarte. Yo he escrito al propio Stalin.

– ?Que Budionni no puede ayudarme? ?Debes de estar bromeando! ?Es que no quieres darme papel? No te lo pediria si me lo hubieran dado en la seccion de educacion y cultura, pero no me lo dan. He superado mi cupo.

– De acuerdo. Te dare una hoja -respondio Abarchuk.

Le quedaba algo de papel guardado del que no tenia que rendir cuentas. En la seccion de educacion y cultura llevaban la cuenta del papel y habia que justificar el empleo que de el se hacia.

Aquella noche, en el barracon, la vida seguia su curso habitual.

El viejo caballero de la guardia real, Tungusov, parpadeaba repetidamente mientras contaba una interminable historia novelada: los delincuentes comunes le escuchaban con atencion, se rascaban y asentian con gesto de aprobacion. Tungusov tejia una historia rocambolesca y complicada, insertando nombres de bailarinas famosas, el famoso Lawrence de Arabia, aventuras extraidas de Los tres mosqueteros y viajes del Nautilus, de Jules Verne.

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