– Espera, espera -lo interrumpio uno de los oyentes-. ?Lomo que ha atravesado la frontera de Persia? ?Ayer dijiste que la habian envenenado!
Tungusov se callo, miro con dulzura a su critico y despues reanudo su relato con soltura:
– Nadin estaba muy grave pero consiguio recuperarse. Los esfuerzos de un medico tibetano, que le vertio entre los labios entreabiertos unas gotas de una preciosa infusion hecha con hierbas azules de altas montanas, le restituyeron a la vida. Por la manana ya era capaz de moverse por su habitacion sin ayuda. Recupero las fuerzas.
La explicacion satisfizo al auditorio.
– Comprendido, sigue entonces -le dijeron.
En un rincon al que llamaban el «sector koljosiano» todos reian mientras escuchaban al viejo Gasiuchenko, a quien los alemanes habian nombrado jefe de un pueblo, recitar cancioncillas obscenas con voz cantarina…
Un periodista y escritor de Moscu, aquejado de una hernia, un hombre bueno, inteligente y timido, masticaba lentamente un trozo de pan blanco que habia recibido el dia antes en un paquete enviado por su mujer. Evidentemente el gusto y el crujido del mendrugo le recordaban la vida pasada y las lagrimas asomaban a sus ojos.
Neumolimov discutia con un tanquista que cumplia pena en el campo por violacion y asesinato. El soldado amenizaba a los oyentes burlandose de la caballeria mientras Neumolimov, palido de odio, le espetaba:
– ?Sabes lo que hicimos con nuestras espadas en 1920?
– Si, degollabais gallinas robadas. Un solo tanque KV podria haber acabado con vuestro primer Ejercito de Caballeria entero. No se puede comparar la guerra civil con esta, mundial.
El joven ladron Kolka Ugarov la habia tomado con Rubin y trataba de convencerle de que le cambiara sus zapatos por unas zapatillas rotas con la suela desgastada.
Rubin, oliendose el peligro, bostezaba nervioso, volviendose hacia sus vecinos en busca de un apoyo.
– Escucha, judio -dijo Kolka, parecido a un gato salvaje de ojos claros-, escucha, carrona, ten cuidado, me estas poniendo los nervios de punta.
Luego Ugarov dijo:
– ?Por que no me has firmado el papel para librarme del trabajo?
– No tenia derecho. No estas enfermo.
– Entonces ?no lo firmaras?
– Kolia, amigo, te aseguro que lo haria, pero no puedo.
– En definitiva, no lo haras.
– Pero entiendelo. Es que piensas que si pudiera…
– Esta bien. No hay mas que hablar.
– No, espera, intenta comprenderme…
– Lo he comprendido, ahora comprenderas tu.
Shtedding, un sueco rusificado -se decia que en realidad era un espia-, levanto por un momento los ojos del cuadro que estaba pintando sobre un trocito de carton que le habian dado en la seccion de educacion y cultura, miro a Ugarov, a Rubin, sacudio la cabeza y volvio de nuevo a su cuadro titulado Madre taiga. Shtedding no temia a los delincuentes comunes que, por alguna razon, no le tocaban.
Cuando Ugarov se alejo, Shtedding dijo a Rubin:
– No eres prudente, Abraham Yefimovich.
Tampoco temia a los comunes el bielorruso Konashevich que antes del arresto habia sido mecanico de aviacion en el Extremo Oriente y habia conquistado, en la flota del Pacifico, el titulo de campeon de boxeo de peso medio. Era respetado por los comunes pero ni una vez salia en defensa de aquellos que los ladrones maltrataban.
Abarchuk atraveso con pasos lentos el estrecho pasillo que habia entre las tarimas dispuestas en dos niveles, y de nuevo se apodero de el la angustia. El extremo mas lejano del barracon, de cien metros de largo, estaba sumergido en una niebla de majorka y cada vez tenia la impresion de que, llegado al horizonte del barracon, veria algo nuevo; sin embargo el espectaculo siempre era el mismo: el muro donde, bajo los lavaderos en forma de canalones de madera por los que discurria el agua, los reclusos lavaban sus peales, los escobones apoyados contra la pared estucada, los cubos pintados, los colchones sobre las tarimas rellenos de virutas que perdian a traves de la arpillera, el ruido monotono de las conversaciones, las caras demacradas de los presos, todos del mismo color.
La mayoria de los zeks, en espera del toque de silencio, se sentaban en las tarimas, hablaban de la sopa, de mujeres, de la deshonestidad del encargado de cortar el pan, del destino de sus cartas a Stalin y las peticiones a la fiscalia de la Union Sovietica, de las nuevas normas concernientes a la extraccion y el transporte de carbon, del frio de hoy, del frio de manana.
Abarchuk caminaba despacio escuchando fragmentos de conversacion. Le parecia que la misma conversacion interminable se prolongaba hacia anos entre millones de hombres durante las etapas de los convoyes, en los barracones de los campos: los jovenes hablaban de mujeres, los viejos de comida. Pero era especialmente desagradable oir a los viejos hablar con concupiscencia de mujeres y a los jovenes de las sabrosas comidas que habian disfrutado antes del campo.
Abarchuk se apresuro al pasar delante del catre donde estaba sentado Gasiushenko: un hombre viejo, a cuya mujer sus hijos y nietos llamaban «mama» y «abuela», que soltaba unas impudicias que infundian miedo.
Solo deseaba que llegara pronto el toque de silencio, el momento de tumbarse en el catre, enrollarse la cabeza con el chaqueton, no ver, no oir.
Abarchuk miro hacia la puerta: en cualquier momento podia entrar Magar. Abarchuk convenceria al jefe de dormitorio para que le asignara un lugar a su lado, y por las noches conversarian abiertamente, con sinceridad: eran dos comunistas, maestro y discipulo, dos miembros del Partido.
En los catres donde estaban situados los amos del barracon, es decir Perekrest -el jefe de la brigada de los comunes en la mina-, Barjatov y el jefe de dormitorio Zarokov, se habia organizado un pequeno banquete. El lacayo de Perekrest, el planificador Zheliabov, habia extendido una toalla sobre una mesita y estaba colocando encima tocino, arenques, dulces de miel: el tributo que Perekrest percibia de los que trabajaban en su brigada.
Abarchuk paso delante de los catres de los amos sintiendo que el corazon se le encogia: tal vez lo invitaran, le pedirian que se sentara con ellos. ?Tenia tantas ganas de algo apetitoso! ?El canalla de Barjatov! Pensar que hacia y deshacia a su antojo en el almacen… Abarchuk sabia que robaba clavos, habia hurtado tres limas, pero no habia dicho ni una palabra a los guardias. Al menos, Barjatov habria podido llamarle, decirle: «?Eh, jefe, sientate con nosotros!». Y, despreciandose, Abarchuk sintio que no eran solo las ganas de comer, sino otro sentimiento el que le agitaba, un sentimiento infame, bajo, propio del campo: entrar en el circulo de los fuertes, hablar de igual a igual con Perekrest, que hacia temblar a todo el grandioso campo.
Y Abarchuk penso de si mismo: «carrona». Y de Barjatov inmediatamente despues: «carrona».
A el no le invitaron, pero si a Neumolimov y, sonriendo con los dientes marrones, el comandante de la brigada, condecorado con dos ordenes de la Bandera Roja, se acerco a los catres. El hombre sonriente, que estaba a punto de sentarse a la mesa de los ladrones, veinte anos antes habia guiado en combate a los regimientos de caballeria para instituir una comuna mundial… ?Por que le habia hablado a Neumolimov de Tolia, la persona que mas amaba en el mundo?
Aunque el tambien, a fin de cuentas, habia luchado por la comuna y desde su despacho de Kuzhass hacia informes a Stalin… y ahora miralo ahi, emocionado por la esperanza de que lo llamaran, mientras pasaba al lado de la mesita cubierta con una sucia toalla bordada.
Abarchuk se acerco al catre de Monidze que estaba remendando un calcetin y dijo:
– ?Sabes que pienso? No envidio a los que estan en libertad. Tengo envidia de los que se encuentran en los campos de concentracion alemanes. ?Eso si que esta bien! ?Ser prisionero y saber que los que te pegan son fascistas! Entre nosotros es lo mas espantoso, lo mas duro: son los nuestros, los nuestros, los nuestros, ?estamos entre los nuestros!
Monidze levanto sus grandes ojos tristes y dijo:
– A mi hoy Perekrest me ha amenazado: «Tenlo presente, amigo, te dare un punetazo en el craneo, te denunciare en el puesto de guardia, e incluso me estaran agradecidos, tu eres el ultimo de los traidores».
– ?Y eso no es lo peor! -dijo Abrashka Rubin, sentado en el catre de al lado.
– Si, si -insistio Abarchuk-, ?has visto que contento estaba el comandante de la brigada cuando lo han llamado?
