desearia estar cercado para liberarme de todos esos tejemanejes burocraticos.

– A proposito de informes -intervino Pivovarov-, redacte uno detallado para el comisario de la division.

En la division se tomarian en serio el informe de Soshkin.

El comisario de la division ordeno a Pivovarov que obtuviera informacion pormenorizada sobre la situacion de la casa 6/1 e instara a que Grekov sentara la cabeza. Al mismo tiempo el comisario de la division escribio a un miembro del Consejo Militar y al jefe de la seccion politica del ejercito informandoles del alarmante estado de las cosas, tanto moral como politicamente, entre los combatientes.

En el ejercito el informe del instructor politico Soshkin fue leido con mas atencion. El comisario de la division recibio instrucciones de no postergar mas el asunto y ocuparse de la casa sitiada. El jefe de la seccion politica del ejercito, que ostentaba el rango de general de brigada, redacto un informe urgente al superior de la direccion politica del frente.

Katia Vengrova, la radiotelegrafista, llego de noche a la casa 6/1. Por la manana se presento a Grekov, el responsable de la misma, y este, mientras escuchaba el informe, miraba atentamente los ojos confusos, asustados y al mismo tiempo juguetones de la chica, que estaba ligeramente encorvada.

Tenia una boca grande y labios exangues. Grekov espero algunos segundos antes de responder a su pregunta ?Puedo retirarme?».

Durante esos segundos en su cabeza autoritaria se agolparon pensamientos ajenos por completo a la guerra: «Ay, Dios mio, que belleza…, piernas bonitas…, parece asustada… debe de ser la ninita de su mama. ?Cuantos anos tendra…? Como maximo, dieciocho. Ojala que mis chicos no le salten encima…».

Todas estas consideraciones que pasaron por la cabeza de Grekov inesperadamente concluyeron con este pensamiento: «?Quien es el jefe aqui? ?Quien esta haciendo ir de cabeza a los alemanes, eh?».

Despues respondio a su pregunta:

– ?Adonde quiere retirarse, senorita? Quedese cerca de su aparato de radio. Ya encontraremos algo para que envie.

Tamborileo con el dedo sobre el radiotransmisor y miro de reojo al cielo donde gemian los bombarderos alemanes.

– ?Es usted de Moscu? -le pregunto el.

– Si -fue su escueta respuesta.

– Sientese, aqui nada de ceremonias, con confianza.

La chica dio un paso a un lado y los cascajos de ladrillo crujieron bajo sus botas; el sol brillaba en los canones de las ametralladoras y sobre el cuerpo negro de la pistola alemana que Grekov tenia como trofeo. Katia se sento y miro los abrigos amontonados bajo la pared derruida. Por un momento se sorprendio de que ese cuadro ya no le pareciera asombroso. Sabia que las ametralladoras dispuestas en los boquetes de las paredes a modo de aspilleras eran Degtiarev, sabia que en el cargador de la Walter capturada habia ocho halas, que esa arma disparaba con potencia pero no permitia apuntar con precision, sabia que los abrigos apilados en un rincon pertenecian a soldados muertos que estaban sepultados alli cerca: el olor a chamusquina se mezclaba con aquel otro, ya familiar para ella. Y el radiotransmisor que le habian dado aquella noche se parecia al que utilizaba en Kotluban: el mismo cuadrante, el mismo conmutador. Le venia a la mente cuando se encontraba en las estepas y, mirandose en el cristal polvoriento del amperimetro, se arreglaba los cabellos que le salian por debajo del gorro.

Nadie le dirigia la palabra, y tenia la sensacion de que la vida terrible y violenta de aquella casa la evitaba.

Pero cuando un soldado de pelo canoso, cuya manera de hablar le indico que se trataba de un operador de mortero, comenzo a proferir palabras soeces y malsonantes, Grekov le dijo:

– Padre, ?que modales son esos? No es manera de hablar delante de una chica.

Katia se estremecio, pero no por los exabruptos del viejo, sino por la mirada de Grekov.

Aunque nadie le hablara, sentia que en la casa todos estaban alarmados por su presencia. Le parecia sentir en la piel la tension que se habia desatado a su alrededor, una tension que ni siquiera se diluia cuando los aviones descendian en picado y comenzaban a aullar, las bombas explotaban cerca y llovian los cascajos de ladrillo.

Ahora Katia ya se habia acostumbrado a los bombardeos e incluso lograba controlarse ante el silbido de las granadas de metralla. Pero las miradas pesadas y atentas de los hombres sobre ella le producian el mismo estremecimiento.

La noche antes las otras chicas de transmisiones la habian compadecido diciendole:

– ?Sera horrible para ti estar alli!

Por la noche un soldado la condujo al puesto de mando del regimiento. Alli se sentia particularmente la proximidad del enemigo, la fragilidad de la vida. La vida humana parecia tan precaria: ahora estas aqui y al cabo de un minuto ya no.

El comandante del regimiento, moviendo la cabeza con aire afligido, le dijo:

– ?Como pueden enviar a ninos como tu a la guerra? Luego anadio:

– No tengas miedo, querida. Si algo no marcha bien, informame enseguida por radio.

Y lo dijo con una voz tan buena y paternal que Katia a duras penas logro reprimir las lagrimas.

Luego otro soldado la condujo al puesto de mando del batallon. Alli sonaba un gramofono y el comandante pelirrojo del batallon invito a Katia a beber y bailar con el al son de la Serenata china.

En el batallon el miedo era aun mas latente, y Katia tuvo la impresion de que el comandante del batallon no habia bebido para divertirse sino para aplacar un pavor insoportable, para olvidar que su vida era tan fragil como el cristal.

Y ahora permanecia sentada sobre un monton de ladrillos en la casa 6/1. Por alguna razon no experimentaba temor; pensaba en su fabulosa, bellisima vida antes de la guerra.

Los hombres de la casa cercada parecian extraordinariamente fuertes y seguros de si mismos. Su aplomo la tranquilizaba. Era esa misma seguridad propia de los grandes medicos, los obreros cualificados de un taller de laminado, los sastres cortando un pano preciado, los bomberos y los viejos maestros explicando la leccion junto a la pizarra.

Antes de la guerra Katia se imaginaba condenada a tener una vida desdichada. Antes de la guerra pensaba que sus amigos y conocidos que viajaban en autobus eran derrochadores. Las personas que veia salir de restaurantes mediocres le parecian seres fabulosos; a veces habia seguido a un pequeno grupo que salia del Darial o del Terek y habia intentado escuchar su conversacion. Al volver a casa de la escuela decia solemnemente a su madre:

– ?Sabes lo que ha pasado hoy? Una chica me ha invitado a un vaso de gaseosa con jarabe: jarabe autentico que olia a grosella.

No era facil que salieran las cuentas con el dinero restante de los cuatrocientos rublos que su madre recibia tras deducir el impuesto sobre la renta, el impuesto cultural y el emprestito del Estado. No podian permitirse ropa nueva, asi que remendaban las prendas viejas; no participaban en el pago de la portera Marusia, que hacia la limpieza en las zonas comunes del apartamento, y cuando les tocaba el turno de la limpieza, Katia fregaba el suelo y vaciaba las basuras; no compraban la leche en la lecheria, sino en las tiendas estatales donde las colas eran enormes, pues de ese modo ahorraban seis rublos al mes; y cuando no habia leche en las tiendas estatales, la madre de Katia iba por la tarde al mercado, donde los lecheros que tenian prisa por coger el tren vendian la leche mas barata que por la manana, y costaba casi lo mismo que en las tiendas estatales. Nunca utilizaban el autobus, era demasiado caro, y solo tomaban el tranvia los dias que debian recorrer largas distancias. Katia no iba a la peluqueria; el cabello se lo cortaba su madre. Naturalmente hacian ellas solas la colada, y en su habitacion tenian una lampara que daba una luz tenue, apenas un poco mas luminosa que la que habia en las zonas de uso comun de la casa.

Preparaban comida para tres dias: una sopa y a veces gachas con un poco de carne magra; un dia Katia, despues de comerse tres platos de sopa seguidos, dijo:

– Hoy hemos tenido una comida de tres platos.

La madre nunca mencionaba como eran las cosas cuando su padre todavia vivia con ellas y Katia no se acordaba siquiera. Solo a veces Vera Dmitrievna, una amiga de la madre, decia mientras miraba a madre e hija preparar la comida: «Si, nosotras tambien tuvimos nuestra hora de gloria».

Pero la madre se enfurecia y Vera Dmitrievna no se extendia mas sobre como era la vida cuando Katia y su madre conocieron su hora de gloria.

Un dia Katia encontro en el armario una foto de su padre. Era la primera vez que veia su cara en una fotografia, pero inmediatamente, como si alguien se lo hubiera soplado, comprendio que era su padre. En el reverso de la fotografia estaba escrito: «A Lidia: pertenezco a la tribu de los asra, que mueren cuando aman»

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