– ?Cuales?

– Bueno, diferentes… La gente asesinada en los campos. La pobreza en los pueblos. Ya no soportan el comunismo.

– ?Eso es despreciable! -exclamo Chernetsov.

El sovietico lanzo una mirada de curiosidad al emigrado, y este advirtio en su curiosidad una sorpresa burlona.

– Es vergonzoso, bajo, inmoral -dijo Chernetsov-. No es momento de ajustar cuentas; asi no es como se arreglan las cosas. Es algo inmoral para uno mismo y para su pais.

Se levanto y se sacudio el trasero.

– Nadie puede acusarme de sentir simpatia hacia los bolcheviques -dijo-. Pero, creame, no es momento para ajustar cuentas. No se una a Vlasov -comenzo a tartamudear en su excitacion, y anadio-: Escuche, camarada. No vaya.

Despues de pronunciar la palabra «camarada», como en los tiempos de su juventud, no pudo ocultar su emocion: -Dios mio -balbuceo-, si hubiera podido…

… El tren se alejo del anden. El aire, cargado de polvo, estaba impregnado de olores dispares: lilas, humo de la locomotora y de la cocina del restaurante de la estacion, el hedor del basurero de la ciudad.

El farol continuaba alejandose, cada vez mas distante, hasta que parecio inmovilizarse entre otras luces verdes y rojas.

El estudiante permanecio un instante en el anden antes de salir por la puerta lateral de la estacion. Mientras ella se despedia de el, le habia rodeado el cuello con sus brazos y le habia besado en la frente, los cabellos, se sentia confusa, al igual que el, por la violencia repentina de sus sentimientos… Salia de la estacion y la felicidad que habia nacido en su interior le hacia girar la cabeza; parecia que aquel era el inicio de algo que llenaria toda su vida…

Habia recordado aquel instante la tarde que finalmente abandono Rusia, de camino a Slavuta. Se acordo mas tarde, en un hospital de Paris, despues de la operacion en que le extrajeron el ojo afectado de glaucoma, y lo recordaba tambien cuando penetraba en el porche, siempre en penumbra, del banco donde trabajaba.

El poeta Jodasevich, que tambien habia abandonado Rusia para instalarse en Paris, habia escrito:

Va un peregrino, apoyado en un baculo: quien sabe por que me acuerdo de ti. Va una carroza con las ruedas rojas: quien sabe por que me acuerdo de ti. Se enciende una luz en el pasillo de noche: quien sabe por que me acuerdo de ti. Siempre, en todas partes, por tierra y por mar, o incluso en el cielo, me acordare de ti…

Sentia de nuevo deseos de acercarse a Mostovskoi y preguntarle:

– ?No conocera por casualidad a una tal Natasha Zadonskaya? ?Sabe si esta viva? ?De veras ha caminado usted por la misma tierra que ella durante todas estas decadas?

72

El Stubenalteste Keize, un ladron de Hamburgo que llevaba polainas amarillas y una chaqueta a cuadros color crema con los bolsillos de parche, estaba de buen humor durante el pase de lista nocturno. Deformando las palabras rusas, canturreaba: Kali zavtra voina, esli zavtra pochod… [67]

Su cara arrugada, color azafran, los ojos marrones como de plastico, aquella noche expresaban bondad. Su mano regordeta, blanca como la nieve, sin un solo pelo, cuyos dedos eran capaces de estrangular a un caballo, daba golpecitos en la espalda y los hombros de los detenidos. Para el matar era tan sencillo como poner una zancadilla a modo de broma. Siempre mantenia un punto de excitacion despues de un asesinato, como un gato que ha estado jugando con un abejorro.

Casi siempre mataba por orden del Sturmfuhrer Drottenhahr, el responsable de la seccion sanitaria en el bloque oriental. Lo mas dificil era acarrear los cuerpos hasta los crematorios, pero de eso no se ocupaba Keize: nadie se habia atrevido a pedirle una tarea semejante. Drottenhahr era demasiado experto y no permitia que los hombres se debilitaran hasta el punto de que tuvieran que ser llevados al lugar de la ejecucion en camilla.

Keize no apremiaba a los que estaban destinados a la «operacion», no les hacia observaciones maliciosas, nunca los empujaba o golpeaba. Aunque habia subido mas de cuatrocientas veces los dos escalones de hormigon que conducian a las camaras especiales siempre sentia un vivo interes por el hombre que iba a ser sometido a la operacion: por la mirada de terror e impaciencia, de sumision, sufrimiento, timidez y apasionada curiosidad con que el condenado iba al encuentro del hombre que iba a matarle.

Keize no lograba entender por que le gustaba tanto lo prosaico de su trabajo. La camara especial tenia una apariencia anodina: un taburete, un suelo de piedra gris, un desague, un grifo, una manguera, un despacho con un libro de registro.

La operacion se efectuaba con absoluta naturalidad, siempre se hablaba de ella en tono de broma. Si se llevaba a cabo con ayuda de una pistola, Keize decia «disparar en la cabeza un grano de cafe»; si se hacia mediante una inyeccion de fenol, Keize lo llamaba «pequena dosis de elixir».

Le parecia asombroso y sencillo el modo en que se revelaba el secreto de la vida en un grano de cafe y una dosis de elixir.

Sus ojos marrones de plastico tundido parecian no pertenecer a un ser vivo. Era una resina amarilla pardusca que se habia petrificado… Y cuando en los ojos de hormigon de Keize aparecia una expresion de alegria, inspiraban terror, probablemente el mismo terror que siente un pececito que se aproxima a un tronco aparentemente cubierto de arena para descubrir de repente que la oscura masa viscosa tiene ojos, dientes, tentaculos.

Alli, en el campo de concentracion, Keize experimentaba un sentimiento de superioridad respecto a los pintores, revolucionarios, cientificos, generales, religiosos que poblaban los barracones. Ya no se trataba del grano de cafe o la dosis de elixir. Era un sentimiento de superioridad natural, y ese sentimiento le colmaba de alegria.

No gozaba de su enorme fuerza fisica, ni de su capacidad para apartar los obstaculos a su paso, de llevarse a la gente por delante o para forzar cajas fuertes. Se sentia orgulloso de los complejos enigmas que encerraba su alma. Habia algo particular en su ira que se desataba sin logica aparente. Una vez, en primavera, cuando los prisioneros de guerra rusos seleccionados por la Gestapo fueron descargados del convoy en el barracon especial, Keize les pidio que cantaran sus canciones preferidas.

Cuatro rusos con mirada de ultratumba y las manos hinchadas entonaron: «?Donde estas, oh, Suliko mia?». Keize escuchaba melancolico y miraba a un hombre de pomulos prominentes que estaba en un rincon. Por respeto a los artistas no interrumpio la cancion, pero cuando los cantantes se callaron, dijo al hombre de pomulos salientes

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