«Adelante, adelante.» Es la unica arenga que retumba en los oidos del comandante de la unidad y este avanza, no se detiene, ataca con todas sus fuerzas. Y, a veces, nada mas llegar, sin haber explorado previamente el terreno, la unidad se ve obligada a entrar en combate; la voz cansada y nerviosa de alguien grita: «?Contraatacad, rapido! ?A lo largo de esas colinas! No hay ni uno de los nuestros y el enemigo arremete con fuerza. Nos vamos al garete».

En las cabezas de los conductores, los radiotelegrafistas y los artilleros se confunde el rugido de la larga marcha con el silbido de los obuses alemanes y el estallido de las bombas de mortero.

Entonces la locura de la guerra se hace tangible. Pasa una hora, y he aqui el resultado de la ingente empresa: tanques destrozados y en llamas, piezas de artilleria retorcidas y orugas arrancadas.

?Donde han ido a parar los duros meses de entrenamiento? ?En que se ha convertido el trabajo paciente y diligente de los fundidores de acero y los electricistas?

Y el oficial superior, para encubrir la precipitacion irreflexiva con la que ha lanzado al combate a la unidad recien llegada de la retaguardia, para ocultar su inutil perdida, redacta un informe estandar: «La accion de las reservas llegadas de la retaguardia ha frenado momentaneamente el avance del enemigo y ha permitido reagrupar las fuerzas bajo mi mando».

Si no hubiera gritado «adelante, adelante», si les hubiera permitido hacer un reconocimiento previo del terreno no habrian ido a parar a un campo de minas. Y los tanques, aunque no hubieran obtenido un resultado decisivo, al menos habrian podido entrar en combate y ocasionar danos en las filas alemanas.

El cuerpo de tanques de Novikov se dirigia al frente. Los ingenuos y poco aguerridos soldados que conducian los tanques estaban convencidos de que precisamente recaeria sobre ellos la mision de participar en los combates decisivos. Los frontoviki [71], que ya sabian lo que era pasarlas moradas, se reian de ellos; Makarov, el comandante de la primera brigada, y Fatov, el mejor comandante del batallon, ya habian visto todo aquello muchas veces.

Los escepticos y pesimistas eran hombres realistas, de probada experiencia, y habian pagado con sangre y sufrimiento su comprension de la guerra. En eso consistia su superioridad sobre los mozalbetes imberbes. Sin embargo, se equivocaban. Los tanques del coronel Novikov iban a participar en una accion que seria decisiva para el curso de la guerra y la vida de cientos de millones de personas despues de la contienda.

2

Novikov habia recibido la orden de ponerse en contacto con el general Riutin en cuanto llegara a Kuibishev a fin de dar respuesta a una serie de cuestiones de interes para la Stavka.

Novikov pensaba que alguien iria a buscarlo a la estacion, pero el oficial de servicio, un mayor de mirada salvaje, extraviada y al mismo tiempo sonolienta, le dijo que nadie habia preguntado por el. Tampoco pudo telefonear al general; su numero era estrictamente confidencial.

Al final se dirigio a pie al Estado Mayor. En la plaza de la estacion experimento aquella sensacion de malestar que se apodera de los militares en servicio activo cuando de repente se encuentran en las inmediaciones de una ciudad desconocida. De pronto, se habia desmoronado la sensacion de encontrarse en el centro del mundo: alli no habia telefonistas dispuestos a tenderle el auricular ni conductores apresurandose a poner el coche en marcha.

La gente corria por una calle curva, adoquinada, en direccion a una cola que acababa de formarse ante una tienda: «?Quien es el ultimo…? Despues de usted voy yo…». Se diria que para aquellas personas pertrechadas con sus cantimploras tintineantes no habia nada mas importante que la cola alineada frente a la vetusta puerta de la tienda de comestibles. Novikov se irritaba particularmente al ver a los militares; casi todos llevaban una maleta o un paquete en las manos. «Habria que coger a todos estos hijos de perra y enviarlos al frente en un convoy», penso.

?De veras la veria hoy? Caminaba por la calle y pensaba en ella: «?Hola, Zhenia!».

El encuentro con el general Riutin en su despacho del puesto de mando fue breve. Apenas habia dado inicio la conversacion cuando este recibio una llamada telefonica del Estado Mayor General: tenia que volar de inmediato a Moscu.

Riutin se disculpo con Novikov e hizo una llamada local.

– Masha, hay cambio de planes. El Douglas despega de madrugada, diselo a Anna Aristarjovna. No tendremos tiempo de ir a buscar las patatas, los sacos estan en el sovjos… -Su cara, palida, se arrugo en una repugnante mueca de impaciencia. Luego, interrumpiendo evidentemente el torrente de palabras que le llegaba desde el otro lado de la linea telefonica, grito-: ?Que quieres? ?Que le diga a la Stavka que no puedo irme porque el abrigo de mi mujer no esta cosido todavia?

El general colgo y se volvio hacia Novikov:

– Camarada coronel, deme su opinion sobre el mecanismo de traccion de los tanques. ?Cumple con las exigencias que presentamos a los tecnicos?

A Novikov le agobiaba aquella conversacion. Durante los meses que llevaba como comandante habia aprendido a juzgar en su justa medida a las personas, o mejor dicho, su capacidad operativa.

Al instante y con un olfato infalible sopesaba la importancia de los inspectores, instructores, jefes de comision y otros representantes que iban a verle. Conocia el significado de frasecitas modestas como:

«El camarada Malenkov me ha pedido que le transmita…», y sabia que habia hombres que exhibian condecoraciones, enfundados en su uniforme de general, elocuentes y ruidosos, que eran incapaces de obtener una tonelada de gasoil, nombrar a un almacenero o destituir a un oficinista.

Riutin no estaba en la cima de la piramide estatal. Era un mero estadista, un proveedor de informacion, y Novikov, mientras hablaba con el, no dejaba de mirar el reloj.

El general cerro su gran libreta de notas.

– Lamentandolo mucho tengo que dejarle, camarada coronel. Mi avion sale al amanecer. Es una verdadera pena. Quiza podria venir a Moscu…

– Si, por supuesto, camarada general, a Moscu. Con los tanques que tengo bajo mi mando -dijo friamente Novikov.

Luego se despidio. Riutin le pidio que transmitiera sus saludos al general Neudobnov; en otros tiempos habian servido juntos. Novikov todavia no habia llegado al final del estrecho pasillo verde cuando oyo a Riutin decir al telefono:

– Pongame con el jefe del sovjos numero 1.

«Va en busca de sus patatas», penso Novikov.

Se dirigio a casa de Yevguenia Nikolayevna. En una sofocante noche de verano se habia acercado a su casa en Stalingrado; venia de la estepa, cubierto del humo y el polvo de la retirada. Y ahora, de nuevo, se dirigia a su casa. Tenia la sensacion de que entre el hombre de hoy y el de entonces se habia abierto un abismo.

«Seras mia -penso-. Seras mia.»

3

Era una casa de dos pisos de construccion antigua, uno de esos consistentes edificios de paredes gruesas que nunca van acorde con las estaciones: en verano conservan un frescor humedo y durante los dias frios del otono retienen un calor asfixiante y polvoriento.

Llamo al timbre. La puerta se abrio y de pronto le azoto un ambiente cargado; en el pasillo, atestado de baules y cestos, aparecio Yevguenia Nikolayevna. La veia ante si sin ver el panuelo blanco en sus cabellos, ni el vestido negro, ni sus ojos, ni su cara, ni sus manos, ni sus hombros… Era como si no la viera con los ojos, sino con el corazon. Ella lanzo un grito de sorpresa, pero no dio unos pasos hacia atras, como suelen hacer las personas cuando las sacude un hecho inesperado.

El la saludo, ella le respondio algo.

Camino hacia ella con los ojos cerrados. Se sentia feliz de vivir, pero al mismo tiempo estaba dispuesto a morir

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