os referire detalladamente lo que ocurrio despues, lo que yo le reproche y lo que ella dijo, pues mi relato os cansaria. En resumen, me confeso que le habia sustraido el dinero a su padre por la noche, cuando dormia, y yo le dije que eso era infame y despreciable y que me disgustaba en sumo grado, que iba en contra del espiritu cristiano y el amor filial y que ahora que me habia mostrado su verdadera naturaleza, ya no podia ser mia, que se fuese, que no la queria volver a ver. Al principio penso que era una broma y, echandose a reir, dijo: «?Que cosas tengo que oir de un hombre que dice que me ama!». Pero luego cuando comprendio que hablaba en serio, me suplico, se lamento, lloro y se comporto como una desesperada, pero yo estaba decidido a no escucharla y no hice caso de sus lamentaciones. Del dinero desconte los diecisiete ducados que me correspondian y le entregue un recibo por esa cantidad, como debe ser, y tambien le di la suma restante para que se la devolviese a su padre, y asi se desarrollo todo siguiendo los principios de la ley, pues yo solo deseo tener y conservar lo que es mio y no me interesa lo que pertenece a otro. Finalmente, le di la mano para despedirme y le rogue que se fuese y no volviese mas, y ella se puso furiosa, si, se atrevio, tuvo la osadia de llamarme mala persona. Pero yo pensaba en las palabras que vos -y volviendose hacia D'Oggiono senalo el arca con la representacion de las bodas de Cana- dejais pronunciar al salvador en esa boda: «?Mujer que tengo yo que ver contigo!» y le mostre la puerta.
– ?De modo que habeis malbaratado un gran amor como si fuese una sortija de quincallero! -le recrimino el organista indignado.
– ?Senor! No se quien sois ni lo que significan vuestras palabras -le respondio Behaim-. ?Acaso pretendeis censurarme por haberle devuelto a un padre desesperado su dinero y a su hija?
– Por supuesto que no, nadie os censurara -dijo Leonardo en tono conciliador-. Habeis defendido bien vuestra causa frente a Boccetta…
– Era una causa justa -explico Behaim.
– Una causa justa, ciertamente, y por eso -prosiguio Leonardo- os rendire el honor que os corresponde cuidando de que no desaparezca vuestro recuerdo de Milan. Pues el rostro de un hombre como vos merece ser retratado y legado a los que vengan despues de nosotros.
Y saco de debajo de su cinturon su cuaderno de apuntes y su lapiz de plata.
– Me haceis un honor que se apreciar -le aseguro Behaim, y sentandose derecho en su silla, se acaricio su cuidada y oscura barba.
– ?Y el amor que sentiais o creiais sentir por ella -pregunto el escultor al aleman mientras Leonardo empezaba a retratarle- se ha acabado por completo?
Behaim se encogio de hombros.
– Supongo que eso es asunto mio, no vuestro -respondio-. Pero si quereis saberlo: todavia no he podido borrarla de mi mente, pues no es de las que se olvidan facilmente. No obstante, pienso que dejare de pensar en ella en cuanto haya abandonado Milan y recorrido treinta o cuarenta millas.
– ?Y adonde os dirigis? -pregunto D'Oggiono.
– A Venecia -respondio Behaim-. Alli me quedare cuatro o cinco dias y despues embarcare con rumbo a Constantinopla.
– A mi tambien me gusta viajar -comento el escultor-, pero solo donde veo pastar a las vacas. -Y con ello queria decir que no estaba tan demente como para aventurarse a salir a mar abierto o a otras aguas agitadas.
– ?Quereis volver a tierra de turcos? -exclamo D'Oggiono-. ?Siendo ellos tan salvajes y aficionados a derramar sangre cristiana, no temeis por vuestra vida?
– El turco -le explico Behaim-, en su tierra y en sus territorios, es menos malo de lo que dicen, del mismo modo que el diablo es quizas un buen padre de familia en el infierno. Pero supongo que no habreis olvidado que me debeis un ducado. Tendreis que pagar, aunque solo sea para que aprendais a tener en el futuro mas respeto a las personas de mi condicion.
D'Oggiono suspiro y extrajo de su bolsillo un punado de monedas de plata. Behaim las cogio y las conto. Dio las gracias a D'Oggiono y dejo caer las piezas de plata en su bolsa.
– ?Mantened un instante vuestra bolsa en la mano! -le pidio Leonardo con una sonrisa. Y mientras Behaim sostenia la bolsa dispuesto a hacerla desaparecer, Leonardo anadio algunos trazos y termino su dibujo.
Behaim se puso de pie y se desperezo. Luego pidio a Leonardo el cuaderno de apuntes para echarle una mirada. Examino su retrato, se mostro muy satisfecho y no escatimo los elogios.
– Si, soy yo -dijo-, y el parecido es realmente extraordinario. ?Y en que poco tiempo lo habeis realizado! No exageraban al hablarme de vos. Si, senor, conoceis vuestro oficio y para mas de uno podrias servir de ejemplo.
Paso una pagina del cuaderno de apuntes y leyo con asombro lo que habia apuntado Leonardo.
«Christofano que es de Bergamo, recuerdale -estaba escrito alli-. Tiene la cabeza que piensas dar a Felipe. Habla con el de cosas que le preocupan: de epidemias, del peligro de la guerra y del peso creciente de los impuestos. Le hallaras en el callejon de San Arcangelo, donde se encuentra ese bello arco, en la casa de las Dos Palomas, encima de la tienda del cuchillero.»
– Escribis -observo Behaim- a la manera de los turcos, comenzando a la derecha y terminando a la izquierda. ?Y quien es ese Felipe de cuya cabeza pareceis hablar?
– Felipe, uno de los apostoles de Cristo -le informo Leonardo-. Sentia un gran amor por el Salvador, por eso le colocare en un primer plano de mi cuadro, donde mostrare a Cristo entre sus apostoles durante la Cena.
– ?Por mi alma -dijo Behaim-, veo que para realizar un cuadro asi os teneis que preocupar por algo mas que de los colores y el pincel!
Y devolvio el cuaderno de apuntes a messere Leonardo. Luego dijo que sentia no poder seguir disfrutando de la compania de los caballeros, pero el tiempo apremiaba y su caballo ya estaba ensillado. Tomo su abrigo y su barreta, hizo una reverencia a Leonardo mostrandole su respeto, saludo a D'Oggiono y al escultor con la mano y, tras dedicar una leve inclinacion de la cabeza al organista Martegli, que se habia granjeado su antipatia, salio por la puerta.
– ?Menudo canalla! -dijo con amargura D'Oggiono agitando los punos-. ?Y por culpa de ese personaje tuvo que morir Mancino!
– ?Morir! -dijo Leonardo-. Yo lo llamo de otra manera. Se ha sumado con animo orgulloso al Todo, escapando asi a la imperfeccion terrenal.
Guardo su cuaderno de apuntes debajo de su cinturon y las palabras que pronuncio expresaban alegria y triunfo.
– Ahora tengo lo que necesito. Y en esta obra se vera que el cielo y la tierra, que Dios incluso, han intervenido y me han asistido poniendo a ese hombre en mi camino. Y ahora quiero mostrar a los que vengan detras de mi que yo tambien he vivido sobre esta tierra.
– Y por fin -dijo D'Oggiono-, podreis contentar al duque, a quien servis, y engrandecer la fama de esta ciudad a la que perteneceis.
– Yo no sirvo -dijo Leonardo- a ningun duque, a ningun principe, y no pertenezco a ninguna ciudad, ningun pais, ningun reino. Solo sirvo a mi pasion de ver, de comprender, de ordenar y crear, y pertenezco a mi obra.
14
Ocho anos mas tarde, en otono de 1506, Joachim Behaim se dirigia de nuevo a Milan en viaje de negocios procedente de Levante. En Venecia, donde habia desembarcado, solo habia permanecido algunas horas pues no tenia que guardar generos en los almacenes. En dos bolsas forradas de seda llevaba sus mercaderias. Eran piedras preciosas. Una de las bolsas contenia zafiros, esmeraldas y rubies tallados, una docena en total, todo piezas de excepcional belleza, la otra, piedras de menor valor: amatistas, topacios orientales y jacintos; su intencion era ofrecerlas, tanto unas como otras, a los nobles y oficiales franceses que estaban acantonados en Milan. Pues Milan, se encontraba en manos de los franceses.
Cuando en 1501 el rey de Francia descendio de los puertos alpinos con un ejercito de suizos y franceses para invadir la Lombardia, habian hecho traicion al Moro dos de sus capitanes rindiendose a los franceses. Y por otro lado, ni el emperador romano ni el rey de Napoles habian cumplido sus pactos de alianza, pues no habian acudido en auxilio del Moro. De esa manera este habia perdido su ducado, sus bienes, a sus amigos y finalmente, su libertad. Habia caido en manos de Luis XII, el rey de Francia, y pasaba sus ultimos anos en una prision situada en lo alto de una roca de la ciudad de Loches, en Turena, a orillas del Indre.