– ?Maese Salimbeni! Toda la ciudad sabe que os place vanagloriaros de muchas artes secretas y de no menos artimanas de ese tipo, pero que a la hora de ponerlas en practica siempre acabais encontrando una excusa u otra. Seguramente, eso de lo que ahora me hablais no es mas que otra de vuestras fanfarronadas, ?o acaso habeis aprendido este arte en la corte del mongol o del turco?
– Esto nada tiene que ver con las artes paganas, y es solo a la misericordia de Dios que he de agradecerle el haberme mostrado el camino de la sabiduria.
– Entonces -respondio el maestro- no tengo otro deseo que el de poder apreciar algo de este arte lo antes posible. Pero una cosa os digo: si estais pensando en burlaros, hare que os acordeis de mi durante mucho tiempo.
– Por hoy nada mas tenemos que decirnos, como no sea ponernos de acuerdo sobre el dia y la hora para realizar el experimento. Sin embargo, dejame darte antes un consejo, Giovansimone. Quiero que sepas que te adentras en un mar tempestuoso, y que quiza fuera mejor para ti que te quedaras en el puerto.
– Tienes razon, Salimbeni, hay que obrar con prudencia. Todo el mundo sabe que tengo en vos a un peligroso enemigo. Y aunque con vuestras palabras me trateis con el respeto y el honor que me corresponden, no debo confiarme ante vos.
– Es verdad, Giovansimone, ?para que ocultarlo? Tu y yo tenemos un asunto pendiente. En cierta ocasion tuviste una disputa con mi sobrino Cino Salimbeni, quien te ofendio de tal modo con sus palabras que todos pudieron oir como le decias: «Espera a ver quien rie el ultimo». Y en efecto, al cabo de unos dias aparecio su cuerpo sin vida tirado en el camino que atraviesa los prados en direccion al monasterio de los franciscanos. Yacia con el cuchillo clavado todavia en la garganta.
– Tenia muchos enemigos. Yo solo me limite a predecir su suerte.
– Era un punal espanol, y el armero habia grabado su nombre en la hoja. Este punal le pertenecia a un pobre tipo que acababa de llegar huyendo de Toledo. Lo detuvieron y lo condujeron ante el tribunal. El gritaba y juraba haber perdido el arma la noche antes por la calle, cerca de los tenderetes de los ropavejeros, en el mercado antiguo. No le creyeron, y fue al patibulo.
– Deberias tener mas respeto a las sentencias del tribunal de la ciudad. Y lo que fue ya tuvo su fin.
– ?Has de saber -grito Salimbeni- que lo que una vez ha sucedido jamas tiene su fin, y aquel que ha cometido un crimen y queda impune segun la justicia de los hombres, que se prepare a sufrir el juicio de Dios Nuestro Senor!
– Voy a deciros una cosa. Aquella noche yo estaba en mi casa trabajando en una Santa Ines con el libro y el cordero, tal como me lo habian encargado. Y en esas llega maese Cino para ver si era posible una reconciliacion, de modo que bebimos juntos y nos separamos tan amigos. Al dia siguiente, cuando tuvo lugar el crimen, yo me encontraba guardando cama, estaba enfermo. Tengo quien lo puede atestiguar. Y en verdad os digo que Dios sera justo y benevolente conmigo el dia del Juicio Final, porque fue asi como sucedio todo y no de otro modo.
– ?Giovansimone! No sin motivo la gente os llama «la vibora».
Y cuando el maestro oyo aquel apodo fue presa de un ataque de furia como yo no se lo habia visto antes, pues no habia nada que soportara menos que aquello, y la colera le robo el entendimiento. Cogio la pistola que siempre tenia cargada y a punto de disparar y.comenzo a gritar como un loco, mientras agitaba el arma amenazadoramente:
– ?Fuera de aqui, filibustero, salteador de ca minos! ?Fuera, bastardo de fraile putero! ?Fuera, fuera, y que no te vea mas por aqui!
Maese Salimbeni no espero a que se lo dijeran dos veces y comenzo a bajar la escalera, pero el maestro todavia lo persiguio blandiendo el arma en la mano, y durante un buen rato le oi echar pestes y vocinglear abajo en la calle.
Al cabo de unos dias, en la vigilia de la fiesta de Simon y de Judas, volvio a aparecer maese Salimbeni, hablando y comportandose como si nada hubiera ocurrido entre el y el maestro.
– Ha llegado el dia que esperabas, Giovansimone. Estoy dispuesto.
El maestro alzo la vista de su trabajo. Cuando vio de quien se trataba volvio a estallar en un acceso de furia y grito:
– ?Que demonios quereis ahora? ?Acaso no os eche de mi casa la ultima vez?.
– Hoy te alegraras de que haya venido. Es toy aqui para cumplir lo acordado, y esta es la hora que convenimos.
– ?Fuera, fuera! -replico el maestro ha ciendo gala del peor de los humores. -Me ofen disteis el otro dia con vuestras palabras, y eso no lo olvidare.
– A aquel que tiene la conciencia tranquila en nada le han de afectar mis palabras -respondio maese Salimbeni, y girandose hacia mi: -?Arriba, Pompeo! No es hora de dormir la siesta. Ve y traeme esto y esto.
Y me dio el nombre de las hierbas que necesitaba para su sahumerio, asi como cuanto de cada una. Entre las hierbas habia algunas cuya naturaleza yo no conocia junto con otras que crecian en los zarzales, y dos medidas de aguardiente.
Al volver yo de la botica parecian los dos estar de acuerdo en todo. Maese Salimbeni cogio las hierbas y le indico al maestro que era cada cosa. Seguidamente preparo la droga.
Cuando hubo acabado dejamos todos el taller, y mientras bajabamos las escaleras el maestro hizo de manera que maese Salimbeni se diera cuenta de que iba armado con un punal y una daga, que llevaba escondidos bajo el capote.
– ?Salimbeni! -dijo. -Aunque fuerais el dia blo en persona no creais que llegara jamas a teneros miedo.
Seguimos la Strada Chiara y cruzamos el rio por el puente de Rifredi. Luego pasamos de largo los lavanderos publicos y la pequena capilla con los sarcofagos de marmol. Hacia una noche clara, y la luna brillaba en el cielo. Por fin, despues de que hubieramos caminado una buena hora, llegamos a una colina que caia cortada bruscamente sobre una cantera. Ahora en ese lugar se levanta un caserio, llamado la Casa de los Olivos, pero en aquella epoca solo habia cabras pastando durante el dia.
Maese Salimbeni se detuvo alli, ordenandome que me fuera a recoger cardos y lena menuda para hacer fuego. Luego se volvio al maestro y le dijo:
– Giovansimone, este es el lugar y esta es la hora. Vuelvo a decirtelo: ?Piensatelo bien, aun es tas a tiempo! Pues aquel que emprende este viaje ha de tener un animo firme y fuerte.
– Bien, bien -le interrumpio el maestro-. Dejate de tantas monsergas y comencemos de una vez.
Entonces, y con gran ceremonial, maese Salimbeni dibujo un circulo en torno al fuego e hizo entrar al maestro en su interior. Seguidamente tiro una parte de las hierbas a las llamas y despues abandono el circulo.
Una espesa nube de humo envolvio al maestro, haciendolo desaparecer por unos instantes de nuestra vista. Pero tan pronto se hubo retirado el humo maese Salimbeni volvio a arrojar parte de sus hierbas a las llamas. Y luego pregunto:
– ?Que ves, Giovansimone?
– Veo los campos, el rio, las torres de la ciudad y el cielo de la noche. Nada mas. Ah, ahora veo una liebre que corre por el prado y… ?oh maravilla! Va ensillada y con riendas, como si fuera un caballo.
– Verdaderamente es una extrana vision. Pero creo que hoy vas a ver cosas todavia mas maravillosas.
– ?Oh, pero si no era ninguna liebre, era un macho cabrio! -grito el maestro-. No, no, tampoco es un macho cabrio, es una especie de animal de Oriente cuyo nombre no conozco. Y da los saltos mas alocados que jamas haya visto. ?Oh! Ahora ha desaparecido.
De pronto el maestro comenzo a saludar y a inclinarse.
– ?Mira! Es mi vecino el orfebre, que murio el ano pasado. Ay de vos, maese Costaldo, teneis el rostro cubierto de ulceras y de tumores.
– Giovansimone, ?que ves ahora?
– Veo escarpados abismos y gargantas y grutas que penetran la roca. Y veo tambien una piedra inmensa de color negro que flota en el aire sin caerse, lo que es una maravilla y apenas puede creerse.
– ?Es el valle de Josafat! -exclamo el medico-. Y esa gran piedra negra que flota en el aire es el trono eterno de Dios. Has de saber, Giovansimone, que la aparicion de esta roca me parece el aviso de que esta noche todavia veras cosas mas terribles, tanto como nadie antes que tu las ha podido ver.
– No estamos solos -dijo de pronto el maestro, y su voz convirtiose en el murmullo de alguien embargado por el miedo-. Veo a mucha gente exultante que canta su alegria.
– No, no puede ser mucha la gente que ves. Son muy pocos aquellos a los que ha sido concedido el poder