graduacion con una muchacha de su ciudad, y concretamente con la Monjita, a quien todos conocian desde la infancia. Y si, con anterioridad a esto, habia habido algunos descontentos que, envueltos en sus capas y con los sombreros calados hasta los ojos, nos miraban con desprecio cuando pasabamos y a escondidas nos tildaban de herejes y blasfemos cuyo exterminio de la tierra seria una obra meritoria, ahora en todas partes hallabamos rostros amigables, satisfechos o curiosos. Y el cura, desde el pulpito, les predicaba que las naciones espanola y alemana eran amigas e incluso, para gloria de ambas, aliadas ya desde los tiempos del emperador Carlos I.

Donop y yo recorriamos a caballo todas las tardes la Calle de los Carmelitas de un extremo al otro, y ante la casa del coronel haciamos bracear y caracolear a los caballos. Pero ni una sola vez conseguimos ver a la Monjita. Tras las ventanas enrejadas de la casa todo estaba tranquilo, y solo las monstruosas caras petreas de los sarracenos nos contemplaban mudas desde lo alto del portal.

El domingo siguiente al dia de Navidad, hacia mediodia, Eglofstein vino a recogerme a mi habitacion para ir a comer juntos, ya que cuando estabamos acuartelados ibamos todos los domingos a comer a casa del coronel.

Bajando, llegamos a la plaza del mercado, donde nos sumergimos en la aglomeracion dominical de las vendedoras, que nos ofrecian huevos, queso, pan y aves, y de los mendigos, que nos tendian, para que las besaramos, sucias imagenes de santos. Pasada la iglesia de Nuestra Senora del Pilar, el enjambre se disolvio. Eglofstein estaba despejado y jovial.

– La cosa va bien. De veras que va mucho mejor de lo que yo esperaba -me conto, mientras caminaba golpeandose con la fusta la cana de las botas-. Ese Tonel es un cordero manso y paciente. Sigue acampado, sin moverse, a la espera de las senales. Y continuara esperando todo el tiempo que a mi me plazca.

Se rio quedamente para si.

– La casa de la Calle de los Capuchinos esta estrechamente vigilada -dijo, mas para si mismo que para mi-. Ese Salignac sabe lo que se hace. Esta alli plantado, y a todo aquel que se acerca le echa unas miradas que parecen del mismisimo diablo. Si su excelencia el marques de Bolibar quiere colarse de rondon para pegar fuego a su paja podrida, tendra que ser capaz de transformarse en un ratoncillo o en un gorrion.

– El marques de Bolibar esta muerto, ya se lo dije -le interrumpi.

Eglofstein se detuvo y me miro con los ojos muy abiertos.

– ?Jochberg! -me dijo-. Le tengo por persona inteligente. ?Que pasa, ya esta usted borracho a hora tan temprana?

Me senti irritado.

– El marques de Bolibar esta muerto -dije-. Y fue usted mismo quien lo mando fusilar. ?Pardiez! ?Como no lo reconocimos de inmediato? ?Tan ciegos estabamos todos aquella Nochebuena?

– ?Quiere hacerme creer en serio, Jochberg -grito Eglofstein-, que aquel asqueroso arriero que le robo a Kummel sus taleros era un primo del rey de Espana?

– Lo era, mi capitan. Ahora esta enterrado junto a la puerta de la ciudad, bajo la nieve, y su perro todavia anda a todas horas cerca del puesto de guardia, y se pone en pie sobre las patas traseras en cuanto me acerco por alli.

Eglofstein se quedo parado, frunciendo el entrecejo.

– Jochberg -me dijo-, se que desde siempre ha sido su mayor placer contradecirme para hacerme rabiar. Usted siempre tiene que ser mas listo que los demas. Si alguien dice dulce, usted dice amargo; si yo ahora dijera gorrion, usted diria pinzon.

Callo, malhumorado, y seguimos un rato andando juntos.

– Le he interrumpido, mi capitan -dije al cabo de unos momentos, para aplacarlo-. Estaba usted a punto de exponerme sus planes.

– Si, mis planes -dijo, mientras sus rasgos se suavizaban-. Bueno, ya sabe usted que estamos esperando un cargamento de polvora, cartuchos y bombas, pues nuestras reservas de municiones se han visto reducidas tras los ultimos enfrentamientos. Muy reducidas, Jochberg. Pero el convoy ya ha dejado atras el pueblo de Zaraizago y estara en La Bisbal dentro de tres o cuatro dias.

– Eso si el Tonel no… -tercie yo.

Habiamos llegado al meson de La Sangre de Cristo, ante cuya puerta se alzaba, al sol del invierno, un san Antonio de madera que goteaba nieve fundida. Ese santo es muy venerado en Espana, y se le invoca con mas frecuencia que a los doce apostoles juntos.

Eglofstein se detuvo, tomo con la mano el tirador de la puerta y, volviendose hacia mi, dijo:

– ?El Tonel? No le queda mas remedio que dejar pasar el convoy, pues no puede hacer nada antes de que el marques de Bolibar le de la senal quemando la paja. Pero esa senal se la dare yo, dentro de tres o cuatro dias, tan pronto como el cargamento este en nuestras manos. Entonces, quemando la paja, hare salir de la madriguera al Tonel y sus hombres, como los chiquillos de los pueblos hacen salir a los grillos de sus agujeros, y le aseguro que en esta region la guerrilla se acabara para siempre jamas.

Abrio la puerta y grito hacia el interior de la taberna:

– ?Brockendorf! ?Gunther! ?Habeis terminado? Ya conoceis al coronel, si llegais tarde a la mesa habra arresto.

Brockendorf y Gunther salieron afuera, ambos sonrojados, el uno por el vino y el otro por la emocion del juego. Gunther estaba radiante de alegria, y Brockendorf flematico, como siempre que no estaba borracho.

– ?Quien de los dos le ha ganado las botas al otro? -pregunto Eglofstein-. ?Habeis jugado a letzte lese? ?O a dreissig und eins? ?O a ofenrauschen? ?O a buck' dich, bauer?

– Hemos jugado a karnuffel -respondio Gunther-. Y he ganado yo.

San Antonio tenia en la mano una nota impresa que afirmaba que la concepcion de Maria habia sido en verdad inmaculada. Gunther se la quito de la mano y puso en su lugar la sota de oros. Y el santo, paciente y lleno de indulgencia, igual que en su paso por el mundo, sostuvo el naipe entre los dedos.

– Gunther -dijo Brockendorf con su acostumbrada parsimonia-, en Barcelona, donde todas las mananas pasaban por debajo de mi ventana los penados camino del trabajo, vi entre ellos a un tahur cuyo rostro se parecia sobremanera al tuyo.

– Y yo -exclamo Gunther enardecido-, en Kassel, vi colgar de la horca a un ladron que tenia la misma nariz aplastada que tu.

– La naturaleza -dijo Eglofstein con absoluta seriedad- se complace a veces en extranos caprichos.

Continuamos los cuatro nuestro camino.

– Tiene el rey de picas en la mano -empezo a contar Gunther, aun lleno de entusiasmo-. Lo echa, creyendo que va a ganar, y me dice: subelo. Y asi hemos seguido, baza y contrabaza, la dama de corazones por aqui, la sota de corazones por alla. Y para acabar echo el as de corazones, canto las diez de ultimas y asunto concluido.

Se giro hacia Brockendorf y le chillo, triunfante, al oido:

– ?Las diez de ultimas, Brockendorf! ?Has oido? ?Las diez de ultimas!

– Que si, hombre, que si: se tu el primero -refunfuno Brockendorf para si, mientras seguia andando-. No tardara en darse cuenta de que no eres lo que ella necesita. Tu fuego, chaval, arde en una mecha demasiado corta.

Eglofstein los miro a los dos y silbo levemente.

– ?Que es lo que os habeis jugado?

– Quien ha de ser el primero con la Monjita -respondio Brockendorf.

– Ya me lo imaginaba -dijo Eglofstein con una breve carcajada.

– Brockendorf se la ha encontrado esta manana en la calle -informo Gunther-. Y ella le ha dado una cita para manana, justo despues de la misa. Pero ire yo en su lugar. A el le falta el belair, y nos hubiera cegado el pozo a todos. Yo se como hay que hablarles en espanol a las mujeres de aqui.

Eglofstein, lleno de curiosidad, se dirigio a Brockendorf:

– ?Es verdad eso? ?Has hablado con ella?

– Si. Y un buen rato -dijo Brockendorf, ufanandose.

– ?Que le has dicho?

– Le he confesado sin tapujos que estaba enamorado de ella y que solo ella podia aliviar mis penas.

– ?Y ella? ?Que te ha contestado?

– Me ha dicho que no podia hablar conmigo en la calle, que eso no se acostumbraba en La Bisbal, pero que fuera manana a visitarla despues de la misa, que en su casa tiene agujas y lejia en abundancia.

– ?Que? ?Agujas y lejia?

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