– Si. Es que le he dicho que por ella comeria agujas y beberia lejia.
– Manana, cuando el coronel haya salido, ire a visitarla -explico Gunther.
– ?Ve, ve! -exclamo Brockendorf, riendo estruendosamente-. ?Ve y que te aprovechen las agujas y la lejia!
– Gunther -dijo Eglofstein-. Tu y Brockendorf os creeis que sois los unicos en esta partida. Pero anda con cuidado, yo tambien tengo triunfos en la mano, mejores que tus bazas y contrabazas y ases de corazones.
– Sigo teniendo las diez de ultimas. El que las canta, gana -dijo Gunther despacio y maliciosamente; y ambos, Eglofstein y Gunther, se midieron con miradas llenas de hostilidad, como si estuvieran el uno frente al otro en el foso de la muralla, dispuestos a batirse en duelo.
Entretanto habiamos llegado a la residencia del coronel. Ante la puerta encontramos al capitan Salignac, excitadisimo, ocupado en dispersar una turba de mendigos que, como era domingo, habian acudido para recibir en la casa del marques de Bolibar la acostumbrada racion de sopa y guisantes fritos.
– ?Que buscais aqui, pillos, granujas, odres de vino? -les gritaba Salignac-. ?Fuera de aqui! ?Aqui no entra nadie!
– ?Una limosna, senor, por la misericordia divina! ?Tened compasion de los pobres! ?Alabado sea Dios! ?Dad de comer al hambriento! -gritaban los mendigos en total confusion. Uno de ellos, poniendo ante los ojos de Salignac su brazo mutilado, se quejo:
– Tambien a mi me mando Dios una desgracia.
El capitan retrocedio un paso y llamo a la guardia. Enseguida salieron del zaguan dos dragones, que a empujones pusieron en fuga a los mendigos. Pero uno de los expulsados se giro mientras corria y grito:
– ?Te conozco, hombre sin entranas! Cristo ya te castigo una vez por tu dureza de corazon. ?Tu, como las bestias, jamas alcanzaras la gloria!
El capitan, impasible, le siguio con la mirada. Luego se dirigio a mi.
– Teniente Jochberg, usted es el unico de todos nosotros que ha visto al marques de Bolibar. ?Podria reconocerle en alguno de esos granujas? Me parece muy probable que intente de este modo entrar a hurtadillas en su casa.
Trate de explicarle que aquellos mendigos habian acudido solamente en busca de su limosna dominical, pero, sin dejarme terminar, se lanzo sobre un campesino que, medio escondido detras de una mula cargada de lena, lo miraba fijamente a la cara, entre curioso y atemorizado.
– ?Que buscas aqui, sinverguenza, cabezon?
El campesino se llevo la mano a la frente, los labios y el pecho, haciendo la senal de la cruz, y murmuro tembloroso:
– ?Apartate de mi, judio! ?Humillate ante la cruz!
No pudimos reprimir la risa al oir que el campesino tildaba de judio al capitan. Solo Salignac aparento no haberlo oido. Miro al campesino con gesto amenazador y lleno de desconfianza, y le pregunto:
– ?Quien eres? ?Que buscas aqui? ?Quien te ha llamado?
– Traigo lena del bosque para el senor marques, Su Eternidad -balbucio amedrentado el campesino.
Y mientras daba al capitan tan extrano tratamiento, se santiguo una vez mas.
– ?Pues llevale tu lena al diablo, para que caliente el infierno con ella! -rugio Salignac. El campesino se dio la vuelta y salio corriendo aterrorizado calle abajo y seguido por su mula, que brincaba como loca.
Salignac respiro hondo y se nos acerco.
– Es un trabajo duro. Asi estamos desde esta manana temprano. Usted, Eglofstein, en su despacho…
Se interrumpio, pues acababa de llegar, con un carro cargado de maiz seco, un campesino en el que volvio a sospechar uno de los disfraces del marques de Bolibar, y a quien cubrio de maldiciones e injurias.
Lo dejamos alli y subimos por la escalera.
Arriba, en el comedor, encontramos a Donop departiendo con el cura y el alcalde, que tambien estaban invitados a comer. Donop se habia acicalado a base de bien: llevaba sus mejores pantalones, las botas recien enceradas y una corbata negra atada al cuello con el nudo hecho a la ultima moda.
Salio a nuestro encuentro y nos dijo con gesto misterioso:
– Ella se sentara a la mesa.
– No creo -le contradijo Gunther-. El amargado del coronel la tiene atada como a un chivo.
– Me la he cruzado en las escaleras -conto Donop-. Llevaba puesto un vestido de Francoise-Marie, el de muselina blanca
– Ahora todos los dias lleva vestidos de Francoise-Marie -informo Eglofstein-. El coronel esta empenado en que se parezca en todo a su primera mujer. ?Os creereis que la ha hecho aprender a distinguir todos los
– Yo se otros jueguecitos que no me importaria ensenarle -dijo Gunther, y se puso a reir. Pero en aquel mismo instante se abrio la puerta y entro la Monjita, seguida del coronel.
Nos quedamos mudos e hicimos una reverencia; el cura y el alcalde, en cambio, que estaban frente a la ventana, de espaldas a la puerta, no advirtieron la entrada del coronel y continuaron su charla. En medio del silencio general, se oyo decir al alcalde:
– Es exactamente como me lo describio mi abuelo, que se lo encontro aqui mismo hace cincuenta anos: brusco y colerico, con cara de cadaver y alrededor de la frente la venda que esconde la cruz de fuego.
– En la catedral de Cordoba -dijo el cura- hay un retrato suyo, con estas palabras debajo:
Se interrumpio al advertir la presencia del coronel. Tras el saludo general, ocupamos nuestros lugares; a mi me toco sentarme entre Donop y el cura.
La Monjita reconocio al capitan Brockendorf, con quien habia hablado aquella misma manana, y le sonrio. Y viendola sentada al lado del coronel, con el vestido blanco de muselina cerrado hasta el cuello que todos conociamos tan bien, crei realmente por un momento hallarme en presencia de Francoise-Marie, la mujer a la que nunca habia podido olvidar.
A mi lado, Donop parecia sentir lo mismo, pues no tocaba el plato ni apartaba la vista de la Monjita.
– ?Donop! -le llamo el coronel por encima de la mesa, echando un poco de agua en su Chambertin-. Eglofstein o usted, uno de los dos, nos tocara algo al piano despues de comer. La cancion de los trinos de
– ?Donop! El coronel te ha hablado -le dije al oido a mi vecino, sumido en sus suenos, y el se estremecio, suspiro y dijo en voz baja:
– ?Oh, Boecio! ?Oh, Seneca! ?Grandes filosofos, de que poco me han servido vuestros escritos!
El almuerzo continuo; recuerdo su transcurso como si fuera ayer. A traves de las altas ventanas, yo disfrutaba de una amplia vista de las colinas nevadas, en las que se alzaban, como sombras negras, matas y arbustos aislados; grajos y cuervos sobrevolaban los campos; en la distancia, una campesina se acercaba a la ciudad montada en un burro, con un canasto en la cabeza y una criatura en el regazo. ?Quien podia imaginarse que aquellos apacibles parajes habian de transformarse aquel mismo dia, y que estabamos disfrutando de la ultima hora de paz que nos seria concedida en la ciudad de La Bisbal?
Gunther, sentado junto al alcalde, hablaba, en voz alta y petulante, de sus viajes por Francia y Espana y de sus hazanas belicas. Mi vecino de la derecha, el cura, me dio, mientras comia y bebia a sus anchas, informe detallado sobre una serie de cosas que consideraba ignoradas por mi. Por ejemplo, que alli en verano hacia mucho calor, que en el pais abundaban las higueras y las vinas y que, gracias a la cercania de la costa, tampoco faltaba el pescado.
De repente Brockendorf aspiro varias veces con vehemencia por la nariz, dio un manotazo sobre la mesa y profirio un rugido triunfal:
– ?Esa fuente viene llena de gansos asados, desde aqui lo huelo!
– ?Pardiez! ?Lo ha adivinado usted! ?Que olfato! -dijo el coronel.
– Llegan en buena hora, esos gansos. ?Saludemoslos con un
Debido a la presencia del cura, nos sentimos algo embarazados, y Donop dijo: