carne y un saco de huesos y os hara con todo eso un hombre, cristiano o moro, lo mismo le da.

– ?Seguis pensando, mi capitan -pregunto el marques, que de golpe habia recuperado su rostro habitual-, que los alemanes podran prenderme si estoy decidido a desaparecer? Esta misma noche, a la hora del angelus, paseare por la Puerta del Sol sin que nadie me lo impida.

– Quisiera -dijo el capitan con tono preocupado- que me revelarais el disfraz que habeis elegido, pues temo que mis hombres, al no reconoceros, puedan causaros algun dano durante el asalto a La Bisbal.

– No deseo otra cosa -exclamo el marques- que ser enterrado como un desconocido y perder junto con mi vida tambien mi nombre, que esta cubierto para siempre de verguenza y oprobio.

Entretanto, el fuego habia ido menguando y empezaba a apagarse. El viento soplaba frio y humedo y por detras de los oscuros montes se alzaba un livido amanecer.

– La gloria que os traera esta empresa… -empezo a decir el capitan, en tono inseguro, mientras miraba las brasas que se apagaban.

– ?Gloria? -lo interrumpio, airado, el marques-. Es posible que sepais, mi capitan, que la gloria no se gana en batallas y contiendas. Desprecio la guerra, que nos obliga a hacer el mal una y otra vez. Un pobre mozo de labranza que en su simpleza se limita a arar su campo, tiene mas gloria que los mariscales y los generales, como es posible que sepais, mi capitan. Pues con sus pobres manos, ese hombre sirve a la tierra, a la misma que nosotros hemos arruinado y ultrajado en esta guerra.

Todos los que estaban en pie alrededor del fuego apagado enmudecieron tras estas palabras y miraron llenos de asombro y temor, pero tambien de reverencia, a aquel hombre que, pese a despreciar la guerra, asumia la responsabilidad de mancharse de sangre en ella con tal de expiar la falta cometida por uno de su estirpe.

– Soy un soldado -dijo, tras un largo silencio, el Tonel-. Y una vez que nuestra empresa haya triunfado, discutire con vos sobre la gloria que la guerra puede acarrear a un soldado valiente. Pues os reconocere, marques.

– Si me reconoceis, sed misericordioso y no pronuncieis mi nombre, que estara para siempre cubierto de oprobio. Apartad la mirada y dejadme seguir mi camino sin ser reconocido. Y ahora quedad con Dios.

– ?Id con Dios! -repuso el capitan-. Y que el cielo os proteja en vuestra empresa.

Mientras el marques se alejaba, el Tonel se volvio hacia el capitan y le dijo a media voz:

– Dudo que el marques de Bolibar…

Se interrumpio, pues el marques se habia parado y acababa de darse la vuelta.

– Volveis la cabeza cuando ois pronunciar vuestro nombre, senor marques -exclamo el Tonel, riendo a carcajadas-, y por ello os reconocere.

– Teneis razon, y os lo agradezco. Debo ensenar a mi oido a hacerse sordo al sonido de mi nombre.

Esta claro que fue en aquel momento cuando el marques de Bolibar concibio la idea cuya realizacion presencie al dia siguiente en su jardin, sin comprender el sentido de tan extrana escena. Entretanto, el teniente Rohn se consumia de temor e impaciencia en su escondite. Sabia que era la unica persona capaz de salvar al regimiento Nassau del peligro que sobre el se cernia en La Bisbal. No veia llegar el momento en que su asistente vendria a liberarlo de su escondrijo y lo llevaria a La Bisbal. Y lo atormentaba la idea de que el marques alcanzaria la ciudad antes que el y, sin impedimento alguno, desapareceria entre la multitud para poner en ejecucion sus terribles planes.

Pero ahora el Tonel daba por fin la orden de partida. Los guerrilleros se pusieron de inmediato en pie y empezaron a correr de un lado a otro, a toda prisa y atareadisimos; unos sacaban a los heridos de la ermita, otros cargaban sobre los lomos de las mulas cestos de provisiones, odres de vino y alforjas. Algunos cantaban durante la tarea, otros discutian, las mulas lanzaban relinchos estridentes, los arrieros maldecian y, en medio de aquel alboroto, el capitan ingles se preparaba el te del desayuno con la escudilla que acababa de colocar encima del fuego. El Tonel, despues de colgar del arbol, junto con la estampa de la Virgen, una linterna y un espejo, se afeito a toda prisa, dando un vistazo al espejo y otro a Nuestra Senora, a fin de rezar mientras se rapaba la barba.

Nieve en los tejados

La tarde de aquel mismo dia, a la hora del angelus, el marques de Bolibar paso por la Puerta del Sol sin hallar obstaculo. Nadie lo reconocio, y, entre la multitud de aguadores y pescaderos, de especieros y aceiteros, de cardadores de lana y frailes que al caer la tarde se apinaban frente a la puerta de la iglesia para rezar la salutacion angelica y saludar a caras conocidas, el marques podria haber desaparecido como una anguila en aguas turbias. Su mala estrella, sin embargo, habia dispuesto que escuchara nuestro secreto, aquel secreto que nos tenia amarrados a los cinco con las cadenas del recuerdo, a mi y a los otros cuatro. Secreto nuestro y de la difunta Francoise-Marie, el secreto que habiamos preservado siempre en lo mas hondo de nuestros pechos, pero que aquella noche dejamos jactanciosamente al descubierto, ebrios de vino de Alicante y enfermos de nostalgia porque habia nieve en los tejados.

Aquel arriero harapiento que estaba sentado en un rincon de mi habitacion con un rosario entre las manos lo habia oido y habia de morir.

Lo hicimos fusilar frente a la muralla, en secreto y a toda prisa, sin juicio ni confesion. A ninguno de nosotros se le ocurrio pensar que aquel hombre que se desplomo ensangrentado sobre la nieve bajo el impacto de nuestras balas pudiera ser el marques de Bolibar.

Y ninguno imaginaba tampoco que siniestro legado habia echado sobre nuestros hombros antes de morir.

Aquella tarde estaba yo al mando de la guardia que custodiaba la puerta de la ciudad. Hacia las seis dispuse la salida de las patrullas nocturnas, que en el termino de media hora habian de hacer la ronda a lo largo de la muralla. Mis centinelas, con las carabinas prontas a disparar ocultas bajo los capotes, estaban en pie en sus garitas, silenciosos e inmoviles como santos en sus hornacinas.

Empezo a nevar. Dicen que en estas zonas montanosas de Espana no son raras las nevadas. Pero fue aquella tarde cuando vimos por primera vez copos de nieve en Espana.

Habia mandado llevar a mi habitacion dos perolas de cobre con brasas encendidas, pues en las casas de La Bisbal no habia estufa alguna. Los ojos me escocian por el humo, y el temporal de nieve hacia sonar los vidrios de las ventanas con un tintineo sutil y amenazante. No obstante, me sentia a gusto en mi habitacion caldeada. En un rincon estaba mi cama, hecha de matas frescas de brezo cubiertas por mi capote. La mesa y los asientos se habian improvisado con toneles y tablones, y sobre la mesa habia calabazas llenas de vino, pues yo esperaba la visita de mis camaradas, que tenian previsto pasar la Nochebuena en mis aposentos.

Desde el desvan me llegaban las voces de mis dragones, que estaban echados en el suelo, envueltos en sus capotes y discutiendo. Subi sin hacer ruido los peldanos de madera.

Solia colarme entre mis hombres, aprovechando la oscuridad, para prestar oido a sus conversaciones. Pues vivia en la constante inquietud de que nuestro secreto hubiera corrido y los dragones, por la noche, creyendose solos y sin vigilancia, pasaran el rato murmurando y parloteando sobre la difunta Francoise-Marie y sus facetas ocultas.

El desvan estaba oscuro como boca de lobo. Pero reconoci por la voz al sargento Brendel.

– ?Le has podido echar el guante al fulano que te ha robado la bolsa? -pregunto, y la voz grunona de otro respondio:

– Me he ido detras de el pero no he podido cogerlo. Ese se ha largado y se guardara bien de volver.

– ?Los espanoles son todos asi! -exclamo una voz airada-. Se pasan el dia rezando hasta que se les gastan las rodillas, y tan santurrones y beatos son, que tienen que estar llenando a cada momento las pilas de agua bendita; pero en lo unico que piensan los muy granujas, los muy bergantes, es en como pueden engatusarnos y robarnos mejor.

– Hace cinco dias -oi la voz del cabo Thiele-, cuando estabamos acampados en Corbosa, un ladronzuelo de esos, un arriero, se las piro con un arcon en el que el coronel tenia guardados los camisones y las enaguas de la senora coronela, que en paz descanse, y ahora los debe de tener en su madriguera apestosa.

Nuestro coronel llevaba siempre entre su equipaje las ropas de Francoise-Marie; en todas sus campanas y adonde quiera que viajase no se separaba de ellas. Al oir a los dragones hablar de la esposa de nuestro coronel, empezo a palpitarme el corazon, y crei llegado el momento en que nuestro secreto iba a salir a la luz. Pero no oi ni

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