A traves de su larga jornada, Randall se habia sentido iracundo hacia ella. Habia amado a esa muchacha italiana y habia creido en ella. La semana pasada habia pensado que era una traidora y una mentirosa, pero ella habia demostrado, a entera satisfaccion, que no era ninguna de las dos cosas. Y luego el la habia amado y habia confiado en ella aun mas. Ahora… esta ultima, indefendible mentira.

En sus peores momentos, durante el viaje de Francia a Grecia, en sus furiosos dialogos mentales con ella, la habia embestido salvajemente, diciendole que era una puta traicionera y sin escrupulos. Randall odiaba calificar a una mujer en esos terminos, pero esa era la manifestacion de su ira, su creciente decepcion de la muchacha que el habia creido digna de su recien descubierta fe y su creencia en los demas.

Al final del viaje (ironicamente, en una tierra que no admitia mujeres), esta mujer todavia dominaba sus pensamientos. Si ella nunca habia estado aqui, el la habia traido, y poco a poco, recordandola, su enojo habia disminuido. Trato de inventar excusas para su mentira, porque todavia la amaba, pero no pudo encontrar ni una sola.

Decidio exorcizarla de su mente.

Repaso los eventos de los ultimos tres dias que lo habian traido a esta aislada y extrana peninsula de un solo sexo.

Al finalizar la tarde del viernes anterior, en Paris, despues de la mentira de Angela (?maldita sea, expulsala, exorcizala, liberate, concentrate!), Randall habia decidido impulsivamente someter el anacronismo que Bogardus habia descubierto en el papiro de Santiago al juicio final del principal experto en arameo de todo el mundo.

Luego, estando todavia en Paris, habia dedicado el sabado por la manana a las formalidades de conseguir una invitacion y despues un permiso para visitar el Monte Atos. Sin el prestigio y el poder politico del profesor Aubert, le hubiera llevado semanas. Con Aubert telefoneando de larga distancia, habia tomado solo unas cuantas horas. La Seccion Eclesiastica del Ministerio Griego de Relaciones Exteriores le habia concedido a Randall su diamonitirion, un pasaporte especial a la republica independiente de Atos, prometiendole que recibiria el documento a su llegada a Salonica. Aubert se habia comunicado con un colega de la Universidad de Salonica, quien a su vez se habia puesto en contacto con el abad Petropoulos en Karyai, la capital del Monte Atos, para solicitarle una cita. El abad habia estado de acuerdo en recibir a Randall en el monasterio de Simopetra. Despues de eso, los complejos preparativos para el viaje se habian realizado apresuradamente.

Una vez que su itinerario se hubo definido, Randall habia hecho dos llamadas telefonicas a Amsterdam. Habia telefoneado al «Hotel Victoria» para dejarle un recado a Angela diciendo que estaria fuera durante cinco o seis dias en una mision especial. En seguida, habia tratado de comunicarse con George L. Wheeler, al «Hotel Krasnapolsky», pero se habia enterado de que el editor aun se hallaba ocupado con Hennig en Maguncia, y Randall solo habia dejado un recado informandole que salia de viaje para entrevistarse con el abad Petropoulos acerca del error senalado por Bogardus, y que regresaria dentro de unos cuantos dias para preparar la campana publicitaria para el dia del anuncio.

Ayer, sabado, habia tomado un jet de la Olympic Airways en el Aeropuerto de Orly, en Paris, con rumbo a Salonica, en Grecia. El vuelo habia durado menos de cuatro horas. Viajando en automovil a traves de las anchas avenidas de Salonica, entre casas greco-moriscas e innumerables iglesias bizantinas, habia recogido su pasaporte para Atos en el consulado norteamericano, verificado la reservacion para la ultima etapa de su viaje, y pasado una noche intranquila en el «Hotel Mediterraneo».

Esta manana muy temprano habia abordado un sucio y grasiento buque costero que iba de Salonica a Dafne, el puerto oficial de Monte Atos, a 130 kilometros de distancia. Alli, en la delegacion de Policia, con su techo rojo, un oficial, que vestia un gorro de terciopelo con una doble aguila bizantina, una falda blanca y borlas en los zapatos, habia sellado su pasaporte. Luego, en el cobertizo de la aduana, unos monjes de cabellos largos habian inspeccionado su petaquilla y su portafolio, y un monje obstinado le habia, en efecto, tocado y sentido el pecho, diciendo:

– Para asegurarnos de que usted no es una mujer disfrazada de hombre.

Despues de que en la aduana le habian aprobado la petaquilla y el sexo, Randall fue recibido por su guia, a quien se habia notificado anticipadamente de su llegada. El joven griego, Vlahos, que era guia y arriero, vestia sencillamente salvo por unos zapatos hechos con tiras de neumatico para automovil, que usaba para escalar los montes con mayor facilidad. Vlahos ya habia alquilado un engaze, una lancha privada que los transportaria la corta distancia por mar hasta la orilla de Simopetra. La lancha privada resulto ser un liviano bote de muy dudosa seguridad maritima; sin embargo, con el propietario ligeramente ebrio al timon y Vlahos y el protegidos del sol por una sucia lona, la bamboleante nave de un solo motor, que se movia con repetidos ruidos explosivos, los habia llevado a salvo hasta el cobertizo acunado entre los pedrejones que yacian al pie del monasterio que reposaba en lo alto de la cima sobre el mar.

Ahi, Vlahos habia regateado para alquilar dos mulas, y una vez montados, habian comenzado a ascender por la peligrosa vereda que serpenteaba alrededor del escarpado acantilado hacia la cima que parecia un nido de aguilas. Despues de veinte minutos, descansaron en un templo que contenia un icono que mostraba a la Virgen junto a San Joaquin y Santa Ana. Mientras bebian agua de sus cantimploras, Vlahos habia explicado que Simopetra significaba Roca de Plata y que el monasterio habia sido fundado en 1363 por un ermitano que habia tenido una vision.

Y ahora, la unica vision de Randall era la de huir de aquel sendero peligroso, de la mula que lo traqueteaba y del enervante sol, para encontrar la seguridad que le proporcionaria el paraiso que estaba al final de la vereda. Despues de quince exhaustivos minutos, habian llegado a la cima y, mas alla de los sembradios de col, se erguia el muro vertical del monasterio, con sus balcones de podridos pisos entablados. De una de las puertas del edificio, el monje recepcionista salio apresuradamente a darle la bienvenida.

«?Toda esta pesadilla exotica -penso Randall- solo para averiguar como Jesus, segun Santiago, habia logrado cruzar el lecho supuestamente seco de un lago romano que no seria desaguado sino tres anos despues de haberlo cruzado!»

Esta pesquisa era una locura quijotesca. Se preguntaba por que razon la habia emprendido. Aunque lo sabia. Queria conservar viva su recien nacida y apenas animada fe.

– Senor Randall…

Se volvio sobre el banco para encontrar al padre Spanos parado junto a el.

– …usted gusta, el abad Mitros Petropoulos lo vera ahora. Es costumbre llamarle padre.

De buena gana, Randall le entrego su petaquilla al monje, reteniendo el portafolio y siguiendo al monje a la oficina del abad.

El cuarto al que habia entrado era sorprendentemente espacioso y estaba brillantemente iluminado. Los muros estaban cubiertos con unos vivos frescos religiosos. Abundaban iconos con representaciones del arcangel Gabriel, de Cristo, de la Virgen entronizada. Una impresionada arana de peltre colgaba del techo, y numerosas lamparas latonadas de aceite banaban la oficina con un amarillo vivificante. Junto a una mesa redonda, donde habia unas velas encendidas y varios gruesos tomos medievales esparcidos, estaba parado un patriarca que seguramente tenia mas de setenta anos.

Vestia un gorro negro parecido a un fez, una pesada tunica negra, que tenia cosida una pequena calavera con dos huesos cruzados, y calzaba unos rusticos zapatos de campesino. Era un pequeno y fragil griego, con parches de piel oscura y delgada como pergamino que asomaban entre su largo cabello, y con bigote y barba, canosos y espesos. Unas extranas gafas cuadradas sin arillos descansaban, caidas, sobre su delgada nariz.

El padre Spanos lo presento al patriarca y se retiro.

Este era el abad Mitros Petropoulos.

– Bienvenido a Simopetra, senor Randall. Espero que su viaje no haya sido demasiado cansado.

Su tono de voz era gentil y confortante.

– Es un honor ser recibido aqui, padre.

– ?Prefiere usted que conduzcamos nuestra conversacion en frances o en italiano, o le satisface mi ingles?

Randall sonrio.

– En ingles, definitivamente… aunque ojala supiera yo arameo.

– Ah, arameo; realmente no es tan formidable como usted se lo pueda imaginar. Claro que ya me resulta dificil juzgar. He dedicado toda mi vida a estudiarlo. Por favor, sientese. -El abad se habia sentado en una silla con respaldo de barrotes junto a la mesa redonda, y Randall rapidamente se sento junto a el-. Supongo -continuo diciendo el abad- que preferira pasar la noche aqui antes de regresar a Salonica.

– Si usted me lo permite.

– Nos complace recibir visitas, aunque sea esporadicamente. Como es natural, encontrara algunas

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