ventana. El espectaculo era maravilloso. La pista del aeropuerto se llenaba de aviones. Sus alas blancas y relucientes lanzaban destellos al moverse lentamente para ocupar su lugar uno detras de otro. Cosa mas fascinante no la habia visto en toda mi vida. Era algo mas hermoso que un sueno.

Me pase toda la manana observando con atencion todo lo que sucedio aquel dia en el campo del aeropuerto: el descenso de los aviones, su alineamiento, sus movimientos sobre la pista.

Por la tarde llego Ilir.

– ?Que bien! -dijo-. Nuestra ciudad ya tiene aeroplanos.

– ?Si, que bien! -le dije.

– Ahora somos temibles. Ahora podremos bombardear otras ciudades, como han hecho ellos con nosotros hasta hoy.

– ?Ah, que bien!

– ?Que temibles somos! -dijo Ilir. Hacia dos dias que habia aprendido aquella palabra y le gustaba mucho.

– Extraordinariamente temibles.

– Y tu decias que era preferible que no existiera el cielo. ?Te das cuenta ahora de lo terrible que seria?

– Me doy cuenta.

Hablamos largamente del aeropuerto y de los aviones. Nuestra alegria se veia algo empanada por la indiferencia general. Para nuestra sorpresa, la mayor parte de la gente no solo no se alegro con que el aeropuerto se llenara, sino que parecio desesperarse. Algunos maldecian incluso mas ahora a Italia y a los italianos.

Las noches eran oscuras. Las tardes las pasabamos todos juntos en el salon, junto a las ventanas, con los ojos clavados en la oscuridad.

A veces, desde la cuesta de Zalli, la luz del proyector se alargaba como un gusano, buscando la ciudad en las tinieblas. Nosotros ocultabamos las cabezas tras los alfeizares de las ventanas, esperando en silencio que la luz llegara hasta la fachada frontal de nuestra casa. Pero la mayor parte de las noches eran todo oscuridad y no veiamos nada, ni siquiera a nosotros mismos.

Alguna noche pasaban por la carretera camiones militares desde el norte hacia el sur, al parecer en direccion al frente. Papa contaba los faros de los camiones y a mi me vencia el sueno escuchando aquellas cifras monotonas: ciento veintidos, ciento veintitres, ciento veinticuatro…

Durante los ultimos dias me habia aburrido mucho, pues a causa de los bombardeos no nos dejaban jugar en la calle. Me pasaba la manana junto a los grandes ventanales y observaba con detalle todo lo que sucedia sobre los tejados de las casas. Pero ya se sabe que encima de los tejados raramente suceden cosas. El vuelo de los grajos incrementaba la monotonia del panorama. Un cierto interes podian suscitar las formas de las columnas de humo que salian de las chimeneas, sobre todo en los dias de viento. El incendio de alguna chimenea era casi un sueno irrealizable, mucho mas en aquella epoca en que la gente acababa de encender el fuego en los hogares y ninguna chimenea habia acumulado suficiente hollin para que ardiera.

La carretera de la orilla del rio no tenia apenas movimiento durante el dia. Sin embargo me atraia. El ajetreo que le faltaba, me lo inventaba yo, pues cuando una carretera tiene movimiento, lo tiene todo.

Habia oido decir que mil anos atras habia pasado por aquella carretera la «primera cruzada». Decian que el viejo Xivo Gavo lo habia descrito en su cronica. Los cruzados avanzaban por aquel camino en hileras interminables; agitaban las armas y las cruces y preguntaban constantemente: «?Donde esta el sepulcro de Cristo?». En busca de aquel sepulcro se habian alejado hacia el sur, sin entrar siquiera en nuestra ciudad. Se habian ido precisamente en la misma direccion en la que ahora se movian los camiones militares.

Mucho tiempo despues de ellos habia pasado por la calzada un hombre solitario. Era ingles, como el piloto cuyo brazo cortado fue expuesto durante una semana en el museo de la ciudad. Este hombre hacia versos y cojeaba. Lo llamaban lord Byron. Habia abandonado su pais y no cesaba de caminar. Cojeando siempre, devoraba caminos y calzadas. Tambien el habia vuelto la cabeza hacia la ciudad, la habia visto, pero no se habia detenido. Se alejo en la misma direccion que siguieron los cruzados. Decian que este no buscaba la tumba de Cristo, sino la suya propia. Entre los cruzados y el hombre cojo y solitario yo forjaba muchos episodios y movimientos en la carretera. Hacia dar la vuelta a los cruzados, les confundia las espadas con las cruces, les enviaba de pronto a un hombre que les informaba que habia encontrado el sepulcro de Cristo y ellos se abalanzaban con furia hacia adelante, para abrir aquella tumba. Y mientras ellos desalojaban la calzada, aparecia sobre ella el hombre cojo y solitario. Y se iba, se iba, siempre cojeando, sin detenerse jamas.

Torturando la carretera, a los cruzados y al ingles cojo, me pasaba horas enteras.

Todo aquello habia terminado ya. Ahora yo tenia el aeropuerto. Era vivo, movil, volatil, fatal. Desde el principio lo quise y senti verguenza de haber tenido nostalgia de las vacas.

Amanecio. Alli estaba, refulgente como ninguna otra cosa en el mundo, como si miles de donas Pino lo hubiesen engalanado. Tomaba aliento profundamente, como cientos de leones a un tiempo, y una y otra vez su jadeo se elevaba hasta el cielo. Un giron de niebla permanecia sobre el, desconcertado.

– Italia ensena los dientes -decia la mas joven de mis tias a papa. Miraba el campo y sus bonitos ojos se habian puesto serios.

Yo no era capaz de comprender por que no le gustaba a la gente algo tan precioso como el aeropuerto. Pero en los ultimos tiempos habia llegado a la conclusion de que la gente era, por lo general, insoportable. Eran capaces de hablar con placer durante horas enteras de las estrecheces economicas, del pago de las deudas, del precio de los alimentos y otras cosas igualmente aburridas, y cuando salian a colacion asuntos brillantes y divertidos, todos parecian volverse repentinamente sordos.

Me iba para no escuchar algun nuevo insulto contra el aeropuerto. Aquellos dias los pasaba embelasado con el. Ya sabia todo lo que se hacia alli. Distinguia los bombarderos pesados de los ligeros y a estos ultimos de los cazas. Cada manana contaba los aeroplanos y los seguia con la mirada cuando despegaban y cuando aterrizaban. No fue dificil comprender que los bombarderos no despegaban nunca solos, sino siempre acompanados de los cazas. A algunos de los aeroplanos, que se diferenciaban a mi juicio de los demas, les habia puesto nombre para mis adentros. De entre ellos unos me gustaban mas y otros menos. Cuando algun bombardero despegaba y, escoltado por los cazas, desaparecia en el fondo del valle, en direccion sur, alla donde decian que se hacia la guerra, yo lo retenia en mi memoria y esperaba su regreso. Me inquietaba cuando tardaba alguno que me gustaba y me alegraba al escuchar el sonido de su regreso sobre el valle. A veces, alguno no volvia. Me inquietaba algun tiempo por el y luego lo olvidaba.

Asi pasaban los dias. Absorto en el aeropuerto, olvidaba cualquier otra cosa.

Una manana, al asomarme al ventanal de la sala grande, algo nuevo me llamo de inmediato la atencion. En medio de los aeroplanos que ya conocia bien habia uno nuevo. Nunca habia visto antes un bombardero pesado tan enorme. Grandioso, con sus alas desplegadas de color gris claro, se hallaba entre los demas como un invitado, llegado al parecer durante la noche. Me fascino al instante. Olvide el resto de los aviones, que se me antojaban tan insignificantes ante el, y le di la bienvenida. El cielo y la tierra juntos no podian haberme enviado nada mas bonito que aquel aeroplano gigante. El era mi gran camarada. El era mi propio vuelo, mi estruendo, la muerte dirigida por mi.

Pensaba a menudo en el. Me sentia orgulloso cuando se elevaba con su estruendo conmovedor, que solo el podia producir, y se dirigia despacio hacia el sur, alla donde, segun decian, se hacia la guerra. Por ningun otro avion me habia inquietado tanto cuando tardaba. Siempre me parecia que se retrasaba demasiado alli, en el sur. Y al volver tenia la respiracion mas pesada y parecia cansado, muy cansado. Seria preferible, pensaba en aquellos momentos, que dejara de ir alla, donde se hacia la guerra, y se quedara en el aeropuerto. Que fueran los otros, que eran mas pequenos. El debia descansar un poco.

Pero el enorme aeroplano no sabia descansar. Despegaba casi todos los dias, con su majestad y corpulencia, y partia hacia la guerra. Y me daba pena que no estuvieramos nosotros tambien alla, en el sur, y que volara sobre nuestras cabezas con sus alas enormes.

– Ya despegan los malditos -dijo un dia la abuela mirando desde la ventana tres aviones que se elevaban, entre los que se encontraba mi gran aeroplano.

– ?Por que insultas a los aviones? -le dije.

– Los maldigo porque van a quemar y a matar.

– Pero nunca bombardean nuestra ciudad.

– Bombardean otras, da lo mismo.

– ?Cuales? ?Donde?

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