el.

Cuando murio, Brenda estaba de residente en medicina pediatrica. Media metro ochenta y era espectacular, afroamericana, modelo. Estaba a punto de jugar al baloncesto profesional, la cara y la imagen que lanzaria la nueva liga femenina. Hubo amenazas y el dueno de la liga contrato a Myron para protegerla.

Buen trabajo, estrella del baloncesto.

Miro al suelo con los punos cerrados. Nunca hablaba con ella cuando iba al cementerio. No se sentaba ni intentaba meditar ni nada de eso. No intentaba recordar los buenos momentos, ni su risa, ni su belleza, ni su extraordinaria presencia. Los coches pasaban zumbando. El patio de la escuela estaba silencioso. No habia crios jugando. Myron no se movio.

No iba alli porque todavia llorara su muerte. Iba porque no lo hacia.

Apenas recordaba la cara de Brenda, el beso que se dieron… Lo evocaba mas por imaginacion que como recuerdo. Ese era el problema. Brenda Slaughter se le estaba escabullendo. Llegaria a ser como si no hubiera existido. Asi que Myron no iba alli en busca de consuelo o para presentarle sus respetos, sino porque necesitaba sentir el dolor, que la herida se mantuviera fresca. Todavia queria sentirse indignado, porque progresar -sentirse en paz con lo que le habia sucedido- era demasiado obsceno.

La vida sigue. Eso era bueno, ?no? La indignacion cede y se va diluyendo lentamente. Las heridas se curan. Pero cuando dejas que eso suceda, tu alma muere tambien un poco.

Por eso iba alli y apretaba los punos hasta que le temblaban. Pensaba en el dia soleado que la habian enterrado y la forma horrible como la habia vengado. Rememoraba la indignacion. Volvia a el hecha una furia. Las rodillas le fallaron. Se tambaleo pero se mantuvo en pie.

Todo salio mal con Brenda. Habia querido protegerla. Habia ido demasiado lejos y habia provocado que la mataran.

Myron miro la tumba. El sol seguia calentandole, pero sintio un estremecimiento en la espalda. Se pregunto por que, entre todos los dias, habia decidido ir a visitarla aquel, y despues penso en Aimee, en ir demasiado lejos con el afan de proteger, y con otro escalofrio, penso -no, temio- que quizas hubiera vuelto a suceder.

11

Claire Biel estaba junto al fregadero de la cocina y miraba al desconocido que llamaba esposo. Erik comia un bocadillo cuidadosamente, con la corbata metida en la camisa. Tenia un periodico perfectamente doblado en cuatro. Masticaba lentamente. Llevaba gemelos en los punos. Su camisa estaba almidonada. Le gustaba el almidon. Le gustaba todo planchado. En su armario los trajes estaban colgados a medio palmo de distancia uno de otro. No lo media para hacerlo. Le salia asi. Sus zapatos, siempre lustrosos, estaban alineados como en un desfile militar.

?Quien era ese hombre?

Sus dos hijas pequenas, Jane y Lizzie, devoraban mantequilla de cacahuete con pan blanco. Charlaban con la boca llena. Hacian ruido. Salpicaban la mesa. Erik seguia leyendo. Jane pregunto si podian levantarse. Claire dijo que si. Las dos corrieron a la puerta.

– Alto -dijo Claire.

Se pararon.

– Los platos, al fregadero.

Suspiraron y levantaron los ojos al cielo -aunque solo tenian diez y nueve anos habian aprendido bien de su hermana mayor-. Volvieron dificultosamente como si estuvieran cruzando los Adirondacks nevados, levantaron los platos como si fueran pesadas rocas y escalaron como pudieron la montana hacia el fregadero.

– Gracias -dijo Claire.

Salieron. La habitacion quedo en silencio. Erik masticaba silenciosamente.

– ?Queda cafe? -pregunto.

Ella le sirvio. El cruzo las piernas cuidadosamente para no estropear la raya de los pantalones. Llevaban diecinueve anos casados, pero la pasion se habia ido por la ventana en menos de dos. Ahora pisaban arenas movedizas, pero hacia tanto tiempo que las pisaban que ya no parecia tan dificil. El mayor estereotipo del mundo es lo rapido que pasa el tiempo, pero era cierto. No parecia que hiciera tanto tiempo que hubiera desaparecido la pasion. A veces, como ahora, recordaba la epoca en que solo mirarlo le cortaba la respiracion.

Sin levantar la cabeza, Erik pregunto:

– ?Has sabido algo de Aimee?

– No.

Estiro el brazo para levantarse la manga, miro el reloj y arqueo una ceja.

– Son las dos de la tarde.

– Acabara de despertarse.

– Deberiamos llamarla.

No se movio.

– ?Con «deberiamos» -dijo Claire- te refieres a mi?

– Lo hare yo si quieres.

Claire cogio el telefono y marco el numero de movil de su hija. Habian regalado un telefono a Aimee el ano pasado, y ella se empeno en anadir una tercera linea por diez dolares al mes. Erik se nego. Pero Aimee gimio, todos sus amigos -?todos!- tenian uno, un argumento que siempre siempre hacia que Erik observara: «No somos todos, Aimee.»

Pero Aimee ya estaba preparada para eso. Cambio rapidamente de tactica y tiro de los hilos de la proteccion paterna: «Si tuviera mi propio telefono, siempre estaria en contacto. Podrias encontrarme veinticuatro horas al dia. Y si tuviera una urgencia…»

Eso cerro la venta. Las madres entendian esa logica basica: el sexo y la presion de los iguales puede vender, pero nada vende mas que el miedo.

La llamada fue a parar al contestador. La voz entusiasmada de Aimee -habia grabado su mensaje inmediatamente despues de tener el telefono- dijo a Claire que, «bueno, deja tu mensaje». El sonido de la voz de su hija, por familiar que fuera, le dolio, aunque no sabia por que exactamente.

Cuando sono el tono, Claire dijo:

– Hola, carino, soy mama. Llamame, ?vale?

Colgo.

Erik seguia leyendo su periodico.

– ?No contesta?

– Caramba, ?como lo has adivinado? ?No sera cuando le he dicho que me llamara?

El fruncio el ceno ante el sarcasmo.

– Seguramente no tiene bateria.

– Seguramente.

– Siempre se olvida de cargarlo -dijo, meneando la cabeza-. ?En casa de quien dormia? La de Steffi, ?no?

– Stacy.

– Si, eso. Podriamos llamar a casa de Stacy.

– ?Por que?

– Quiero que vuelva a casa. Tiene que terminar un trabajo para el jueves.

– Es domingo. Acaban de admitirla en la universidad.

– ?Y crees que es el momento de relajarse?

Claire le paso el inalambrico.

– Llama tu.

– Bien.

Le dio el numero. El marco los digitos y se puso el telefono junto a la oreja. Al fondo, Claire oia reir a sus hijas pequenas. Entonces una grito: «?No es verdad!». Cuando descolgaron el telefono, Erik se aclaro la garganta.

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