de que llegara a la hora a la comida.

Uno de los ayudantes recogio los maletines y el abrigo al vuelo cuando se los lanzo. El senor Trudeau subio la escalera, en direccion al dormitorio principal, en busca de su esposa. En realidad no habia nada que le apeteciera menos en esos momentos que verla, pero se suponia que debian mantener sus pequenos rituales. Ella estaba en su vestidor; dos peluqueros, uno a cada lado, trabajaban febrilmente su cabello rubio y lacio.

– Hola, carino -la saludo el con diligencia, principalmente para guardar las formas delante de los peluqueros, dos jovenes que no parecian intimidados en lo mas minimo por el hecho de que ella estuviera practicamente desnuda.

– ?Te gusta el peinado? -pregunto Brianna, con la mirada clavada en el espejo, mientras los jovenes le cepillaban y modelaban el cabello sin dejar las manos quietas ni un solo segundo.

Ni un «?Que tal te ha ido el dia?», ni un «Hola, carino», ni un «?Que ha pasado con el juicio?», sino un simple «?Te gusta el peinado?».

– Precioso -contesto el, alejandose.

Una vez cumplido el ritual era libre de irse y dejarla con sus cuidadores. Se detuvo junto al lecho gigantesco y echo un vistazo al vestido de noche de su mujer, un Valentino, del que ella ya le habia hablado. Era de color rojo intenso con un escote muy profundo que podia cubrir, o no lo suficiente, sus fantasticos pechos nuevos. Era corto, de una tela muy fina, seguramente no pesaba mas de cincuenta gramos y probablemente debia de costar unos veinticinco mil dolares como minimo. Era una talla 36, lo que significaba que cubriria y colgaria de su escualido cuerpo lo justo para que las demas anorexicas de la fiesta babearan con fingida admiracion ante su supuesta «buena forma». Sinceramente, Carl estaba empezando a cansarse de las rutinas obsesivas de su esposa: una hora al dia con el entrenador (trescientos dolares), una hora de yoga tete-a-tete (trescientos dolares), una hora diaria con un nutricionista (doscientos dolares), y todo con el objetivo de quemar hasta la ultima celula de grasa que le quedara en el cuerpo y mantener su peso entre los cuarenta y los cuarenta y cinco kilos. Nunca se negaba a mantener relaciones -formaba parte del trato-, pero a Carl ultimamente le preocupaba que le clavara el hueso de la cadera o que la aplastara si se le echaba encima. Su mujer tenia treinta y un anos, pero el ya habia detectado un par de arruguitas justo sobre la nariz. La cirugia podia solucionar los problemas, pero ?acaso no seria ese el precio por seguir una dieta tan extrema?

Tenia cosas mas importantes de las que preocuparse. Una esposa joven y deslumbrante solo era una parte de su imagen y Brianna Trudeau todavia podia hacer detener el trafico.

Tenian una hija, un vastago al que Carl podria haber renunciado sin esfuerzo. El ya tenia seis por su parte, mas que suficientes, a su entender. Tres eran mayores que Brianna, pero ella habia insistido en tener uno, por razones obvias. Un hijo significaba seguridad, y puesto que se habia casado con un hombre al que le gustaban las mujeres y adoraba la institucion del matrimonio, un hijo representaba la familia, lazos, raices y, de mas esta decirlo, complicaciones legales en el caso de que las cosas se pusieran feas. Un hijo era la proteccion que toda esposa trofeo necesitaba.

Brianna dio a luz a una nina y escogio el espantoso nombre de Sadler MacGregor Trudeau. MacGregor por ser el apellido de soltera de Brianna, y Sadler porque le habia dado por ahi. Al principio aseguraba que Sadler habia sido un pariente escoces algo pendenciero, pero abandono esa historia cuando Carl tropezo con un libro de nombres de bebes. En realidad a el no le importaba. La nina era suya porque compartian el mismo ADN, nada mas. Ya habia probado el papel de padre con parejas anteriores y habia fracasado estrepitosamente.

Sadler tenia ahora cinco anos y sus padres practicamente la habian abandonado. Brianna, en su momento tan heroica en sus esfuerzos por convertirse en madre, habia perdido rapidamente el interes en la maternidad y habia delegado sus obligaciones en una serie de nineras. La actual era una joven y recia chica rusa cuyos papeles eran tan dudosos como los de Toliver. En esos momentos, Carl no recordaba su nombre. Brianna la habia contratado y estaba entusiasmada porque la joven hablaba ruso y tal vez se lo contagiaria a Sadler.

– ?Que lengua esperas que hable? -le habia preguntado Carl.

Brianna no habia sabido que responder.

Carl entro en el cuarto de juegos, se abalanzo sobre la nina como si no pudiera esperar para verla, la abrazo, la beso, le pregunto que talle habia ido el dia y al cabo de pocos minutos emprendio una digna retirada hacia su despacho, donde cogio el telefono y empezo a gritar a Bobby Ratzlaff.

Tras varias llamadas infructuosas, se ducho, se seco su cabello perfectamente tenido, canoso, y se enfundo su nuevo esmoquin de Armani. La cinturilla le iba un poco ajustada, tal vez necesitaba una 44, una talla mas que en los tiempos en los que Brianna lo acechaba por el atico. A medida que se vestia, maldijo la velada que le esperaba, la fiesta y la gente a la que tendria que ver. Todos lo sabrian. En esos momentos, la noticia corria como la polvora en el mundo de los negocios. Los telefonos no dejaban de sonar y sus rivales se reian a mandibula batiente, regodeandose con la desgracia de Krane. Internet estaba colapsado con las ultimas noticias procedentes de Mississippi.

Si se hubiera tratado de cualquier otra fiesta, el, el gran Carl Trudeau, simplemente se habria excusado aduciendo una indisposicion. Siempre hacia lo que le venia en gana y si decidia saltarse una fiesta sin miramientos en el ultimo minuto, pues ?que cono?, lo hacia y punto. Sin embargo, no se trataba de un acto cualquiera.

Brianna se habia abierto camino hasta el consejo de direccion del Museo de Arte Abstracto y esa noche se celebraba la fiesta del ano. Habria vestidos de alta costura, abdominoplastias, pechos retocados y firmes, barbillas nuevas, bronceados perfectos, diamantes, champan, foie gras, caviar, una cena ofrecida por un chef de renombre, una subasta para los jugadores suplentes y otra para los titulares. Sin embargo, lo mas importante de todo era que habria montanas de camaras, suficientes para convencer a los invitados de altura que ellos y solo ellos eran el centro del mundo. Nada que envidiar a la noche de los Oscar.

El plato fuerte de la noche, al menos para algunos, seria la subasta de una obra de arte. Todos los anos, el comite encargaba a un pintor o escultor «emergente» la creacion de una obra para la ocasion y por lo general solian desembolsar mas de un millon de dolares por el resultado. La pintura del ano anterior habia sido una vision desconcertante de un cerebro humano despues de recibir un disparo, y se habia vendido por seis millones. La obra de ese ano era una triste pila de arcilla negra con varillas de bronce que se alzaban para dibujar vagamente la silueta de una joven. Llevaba el sorprendente titulo de Abused I melda y se habria muerto de asco en una galeria de Duluth si no fuera por el escultor, un torturado genio argentino del que se rumoreaba que estaba al borde del suicidio, un triste destino que doblaria al instante el valor de sus creaciones, algo que no se le habia pasado por alto a los espabilados inversores en arte neoyorquinos. Brianna habia dejado folletos por todo el atico y habia ido lanzando indirectas con las que daba a entender que Abused Imelda quedaria sensacional en el vestibulo, justo delante de la entrada del ascensor.

Carl sabia que se esperaba de el que comprara ese maldito cachivache y rezaba para que a nadie mas le diera por pujar. Ademas, si al final acababa siendo su dueno, contaba con que el suicidio no se hiciera esperar.

Valentino y ella salieron del vestidor. Los peluqueros se habian ido y Brianna consiguio meterse en el vestido y ponerse las joyas ella sola.

– Deslumbrante -dijo Carl, y no mentia.

A pesar de que se le marcaban todos los huesos, seguia siendo una mujer muy bella. Su pelo tenia practicamente el mismo aspecto que cuando lo habia visto a las seis de la manana al ir a despedirse con un beso, mientras ella daba sorbos al cafe. Ahora, mil dolares despues, apenas sabia apreciar la diferencia.

En fin, conocia muy bien el precio de los trofeos. El contrato prematrimonial le concedia a Brianna cien mil dolares al mes para sus gastos mientras estuvieran casados y veinte millones cuando rompieran. Tambien se quedaba con Sadler, aunque el padre tenia libre derecho de visita, si asi lo queria.

– Vaya por Dios, se me ha olvidado darle un beso a Sadler -comento Brianna ya en el Bentley, mientras enfilaban la Quinta Avenida despues de salir apresuradamente del aparcamiento subterraneo-. ?Que clase de madre soy?

– Estara bien -contesto Carl, a quien tambien se le habia pasado por alto despedirse de su hija.

– Me siento fatal -insistio Brianna, fingiendo contrariedad.

Llevaba abierto el largo abrigo negro de Prada, de modo que sus fabulosas piernas dominaban el asiento trasero. Todo era piernas, desde el suelo a las axilas. Piernas sin adornos de medias, ropa, ni nada. Piernas para Carl, para que las observara, admirara, tocara y acariciara. A Brianna ni siquiera le importaba si Toliver echaba un vistazo. Estaba en exposicion, como SIempre.

Carllas acaricio porque eran bonitas, pero le habria gustado decir algo como: «Estan empezando a parecer

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