servian aqui, respetaba al Circulo, aunque sus exigencias eran a menudo inesperadas o fastidiosas. Y aunque no podia recordar el nombre de su visitante, el hecho de que fuese un Adepto del septimo grado era suficiente para que cuidase sus modales.
Cerca del final de una hilera, se detuvo frente a un compartimiento donde una yegua alazana de mayor altura que la corriente se movia inquieta y le miraba amenazadora.
— Si quieres un animal veloz y vigoroso, Senor, no encontraras otro mejor que esta yegua. Su unico defecto es que es muy resabiada. Capaz de tirarte de buenas a primeras, y con un genio de mil diablos... —Se encogio de hombros—. Depende de como le de, ya sabes lo que quiero decir.
Tarod contemplo la yegua. Era de buena raza: sangre del sur que le daba altura y rapidez, pero tambien la suficiente del norte para infundir vigor... y genio a la mezcla. Prescindiendo del rapido ademan de advertencia de Fin, entro en el compartimiento y puso una mano sobre el cuello del animal. La yegua mostro los dientes, amenazadora; pero el le hablo rapidamente y en voz baja y, para sorpresa del cuidador, se calmo de inmediato.
—Bueno, Senor, por lo visto te ha tomado simpatia —dijo Fin, aceptando los hechos—. ?Nunca la habia visto asi!
Tarod sonrio ligeramente.
—Me la llevare. Haz que la ensillen y me la traigan al patio en media hora.
No dijo mas, sino que dejo que el hombre cumpliese la orden y volvio rapidamente a sus habitaciones. El sol empezaba a salir, pero no era probable que ningun miembro del Circulo se levantase antes de que partiese el, que era precisamente lo que queria. Si Keridil o The-mila hubiesen sospechado que se disponia a marcharse, habria habido preguntas, discusiones, sugerencias y Tarod habia estudiado ya todas las posibilidades hasta la saciedad. Este era el unico camino.
Mientras recogia las pocas cosas que necesitaria para un viaje de dos o tres dias, evito cuidadosamente ver su propia imagen en el espejo. Los ojos de Fin Tivan Bruall le habian dicho todo lo que necesitaba saber acerca de su condicion mental y corporal despues de los estragos de las cuatro noches ultimas, en las que los suenos habian brotado clamo rosos de la oscuridad para torturarle, dejandole agotado y destrozado al amanecer por fin el dia. Desde el desgraciado episodio en el Salon de Marmol, los suenos, tal como habia sospechado, habian redoblado su intensidad, hasta que, la ultima manana, la solucion habia aparecido, fria y cruelmente clara, en su mente.
No podia luchar contra los suenos. Al menos no podia hacerlo de una manera ortodoxa. La ayuda de sus amigos era consoladora, pero no suficiente; habia que tomar medidas mucho mas drasticas, o la otra unica alternativa se abriria pronto como un abismo delante de el. La otra unica alternativa era el suicidio.
Un dia de investigacion en la biblioteca subterranea le habia dicho todo lo que necesitaba saber para hacer sus planes. Tarod nunca habia estudiado a fondo el arte de las hierbas medicinales, pero sabia lo bastante para orientarse entre los grandes volumenes que habia sobre el tema en la biblioteca y encontrar lo que buscaba: una pequena planta que crecia escasamente en los acantilados de la costa Nor-occidental; uno de los narcoticos mas fuertes que se conocian y que, manejado por un experto, podia combatir todos los horrores de la noche, fuese cual fuese su origen. Tambien podia emplearse para abrir los canales psiquicos de la mente, y Tarod esperaba que pudiese romper las barreras que le habian impedido descubrir los origenes de sus visitas.
Era una droga peligrosa, que podia matar a menos que se siguiesen estrictamente ciertas normas, pero a Tarod ya no le importaba el riesgo. En el Castillo no se guardaba ninguna Raiz de la Rompiente, que era el nombre vulgar que daban a aquella planta, pero, aunque la hubiese habido, no se habria atrevido a consultar a Grevard sobre ella.
Sabia donde hallarla, disponia de un caballo, e iria el mismo en busca de la planta.
Y asi, llevando solamente un poco de comida, agua y un cuchillo, monto Tarod la caprichosa yegua alazana, mientras Fin Tivan Bruall le observaba con ansiedad.
—Ten cuidado con ella, Senor —le advirtio el hombre, al ver que la yegua daba un paso de lado, guiada ligera pero firmemente por Tarod —. O mucho me equivoco, o te derribara a la menor oportunidad.
Tarod tiro de la rienda, sintio que el animal se tranquilizaba bajo su sutil dominio, y sonrio.
—Lo tendre en cuenta. Y te la devolvere sana y salva dentro de tres dias, mas o menos.
Cuando se abrio la puerta de la caballeriza brillaban en el cielo los primeros resplandores del sol naciente. Clavo los talones en los flancos de la yegua y esta emprendio fogosamente la carrera, dejando atras el Castillo.
Dos dias mas tarde, al amanecer, Tarod guiaba por fin a la cansada y sudorosa yegua hacia los imponentes acantilados de la provincia de la Tierra Alta del Oeste. Un instinto de precaucion le habia inducido a tomar el camino mas corto pero mas dificil que pasaba directamente por las montanas, evitando ciudades y pueblos y, sobre todo, la gran Residencia de la Hermandad de la que era superiora Kael Amion y que se hallaba junto a la carretera principal. El camino de montana era famoso por albergar toda clase de enemigos de los viajeros, desde los grandes felinos del norte hasta pandillas de insaciables bandoleros; pero nada habia amenazado a Tarod. Este se habia detenido a descansar solamente durante las breves noches de verano, impulsado por el miedo de dormirse y por la desesperada necesidad de alcanzar su meta. Y ahora, con los primeros rayos rojizos del sol brillan do en el este, salio a una vertiginosa pendiente cubierta de cesped que llevaba a los acantilados de la Tierra Alta del Oeste.
La yegua resoplo satisfecha cuando Tarod aflojo al fin las riendas y salto de la silla para contemplar la magnifica vista que le ofrecian el mar y el cielo. La cabalgadura y el jinete se habian hecho amigos durante la larga y ardua carrera, y antes de bajar la cabeza para pacer la hierba, la yegua acaricio la mano de Tarod mientras este le frotaba el suave belfo.
Tarod se dejo caer sobre el cesped, contento de dar descanso a sus doloridos musculos. El viento del oeste aparto los enmaranados cabellos negros de su cara y, durante un rato, Tarod no hizo mas que contemplar el cielo que se iluminaba mientras la aurora daba paso al dia. El mar, lejos, debajo de el, resplandecia como cristal licuado, y las negras gibas de miles de diminutos islotes emergian al empezar a levantarse la temprana niebla. El aire olia a sal, limpio y estimulante; a lo lejos, las velas de una pequena barca de pesca que volvia a tierra brillaron al pasar los rayos del sol por encima del acantilado. Por primera vez en muchos dias, tuvo Tarod una impresion de paz y, con gratitud, se aferro a este sentimiento. La urgencia de su mision seguia acuciandole, pero por un rato, un momento solo, podia librarse de las negras influencias que le habian atosigado durante tanto tiempo.
Hizo un cojin con su capa y se tendio de espaldas, recibiendo de buen grado el calor del sol en la cara. Con el zumbido de los insectos mananeros, el murmullo del mar y el tranquilizador ruido de su caballo pastando a pocos pasos de el, se quedo dormido.
La yegua le desperto con un fuerte relincho y el se incorporo, momentaneamente desorientado. Despues recobro la memoria y volvio la cabeza.
El sol estaba casi en el cenit, aunque en este lejano norte era poca la altura que alcanzaba en el cielo. La luz inundaba las cimas de los acantilados y, a traves de su resplandor, vio la silueta de un jinete que se acercaba por el camino que conducia tierra adentro. La yegua relincho de nuevo y el le ordeno mentalmente que se callase. Pero el otro caballo le estaba ya respondiendo con otro largo relincho que termino en resoplido, y Tarod suspiro. La soledad de este paraje era un balsamo para su mente; no queria que le molestasen, pero, por lo visto, nada podia hacer para impedirlo.
El recien llegado le vio en aquel momento y detuvo su montura con una orden en voz ronca. Tarod se dio cuenta, de pronto, por la voz y por la ligereza del personaje que desmo ntaba, de que su primera suposicion habia sido erronea: el intruso era una mujer.
Esta vino en su direccion vacilando un poco y, al moverse contra el sol, pudo verla claramente. Fuesen cuales fueren sus otras virtudes, no era hermosa. Joven, tal vez tres o cuatro anos menos que el, pero no hermosa. Los cabellos, tan rubios que eran casi blancos, le caian sobre los hombros, y los extranos ojos ambarinos, que le miraban por entre unas pestanas sorprendentemente oscuras, eran demasiado grandes para su cara pequena y su boca excesivamente gran de aunque solemne. Su cuerpo era menudo, casi infantil, y habia algo mas en ella, algo que solamente un Adepto podia ver; algo que el archivo en un rincon de su mente...
Ella no sonrio, sino que se dirigio a el con la misma solemnidad que toda su expresion reflejaba.
— Lo siento..., no pensaba encontrar a nadie aqui. Espero no haberle molestado.
Su cortesia innata hizo que Tarod se levantase y se inclinase ligeramente ante ella.
— En absoluto.
Dificilmente habria podido decir otra cosa... Los acantilados no eran propiedad de nadie.
La muchacha asintio con la cabeza; despues se sento sobre la hierba a pocos pasos de el.