Miro de nuevo a la muchacha y se obligo a sonreir.

—Si sois tan amable de dejar una vela encendida en las escaleras, no tendre problemas para llegar.

—Si, saia. —La muchacha desaparecio; se escucharon unos pasos apresurados e Indigo miro a Grimya.

—?Estas lista?

Grimya ensancho los ollares y dijo en voz alta:

—Lisssta. —La palabra sono como un desafio al mundo exterior.

La loba desaparecio por la puerta, y alzo una sombra enorme y distorsionada por el rellano y el hueco de la escalera. Indigo se entretuvo un momento, meditando. Luego tomo el cuchillo que llevaba guardado en la funda y que habia dejado a un lado mientras dormia. Lo sujeto a su cinturon y lo cubrio con un pliegue de su tunica. Hecho esto, siguio a Grimya escaleras abajo.

Al salir del hostal escucharon musica en la plaza. Cushmagar, el anciano bardo de las Islas Meridionales, se hubiera tapado los oidos horrorizado ante aquel discordante barullo: cimbalos repiqueteando, flautas chirriantes, una docena de diferentes aparatos de percusion sin, al parecer, la menor idea del tiempo o del ritmo. En los oidos de la muchacha, todo ello sonaba como el estrepito producido por los mozos de las granjas a los que se enviaba a espantar cuervos y palomas de los campos de labranza de sus amos; a medida que sus ojos se acostumbraban al juego de sombras y luces, intento localizar el origen del ruido, pero en el espacio de algunos minutos la plaza se habia llenado de gente de tal manera que no podia ver nada a causa del apinamiento de los cuerpos.

—Mantente junto a la pared —le dijo a Grimya, inclinandose para que la loba pudiera oirla por encima de aquel mare magnum de ruido—. Intentaremos encontrar un lugar desde donde se vea mejor.

Empezaron a deslizarse a lo largo del estrecho corredor que quedaba entre los edificios y la muchedumbre que se abria paso a empellones, pero el avance era lento, ya que cada vez convergia mas gente en la plaza, procedente de todas las direcciones. En algun lugar, hacia el centro de aquel cruce, danzaban unas luces brillantes; de vez en cuando Indigo vislumbraba la parpadeante llama de una antorcha alzada sobre las cabezas de la gente. Algunas personas tambien reaccionaban ante la discordante musica, y empezaban a arrastrar los pies en una curiosa danza lateral que los llevaba despacio alrededor de la plaza, en el sentido contrario al de las manecillas de un reloj. Indigo comprobo que muchos de los danzantes llevaban los amuletos relucientes que parecian ser el distintivo del culto de Charchad, y no podia sacarse de la cabeza la molesta sensacion de que aquellos simbolos habian unido a sus portadores de una forma indefinible, como una entidad masificada, para un unico e insensato proposito.

De repente la musica ceso. La corriente de danzantes se rompio en un centenar de pequenos remolinos mientras se detenian torpemente, y por un momento el silencio fue total. Entonces brillo de nuevo la luz de las antorchas, la muchedumbre se echo hacia atras y un apagado pero intenso murmullo recorrio la plaza. Indigo se aguantaba de puntillas, pero no podia ver nada; frustrada, miro a su alrededor en busca de algun lugar desde donde pudiera ver bien y descubrio una adornada balaustrada de hierro, a pocos pasos de donde estaba. La senalo con el dedo para indicar a Grimya lo que pensaba hacer, se abrio paso a codazos entre la gente, se subio un poco la tunica y se encaramo a la pared. La silleria empezaba a desmoronarse, pero la balaustrada parecia bastante solida; se sujeto con fuerza y se encaramo hasta ella, hasta que por fin pudo contemplar la plaza en su totalidad.

El estrafalario reloj relucia, como si estuviera al rojo vivo, a la luz de una docena de enormes antorchas que lo rodeaban. Cada antorcha se sostenia por una figura, encapuchada y vestida con una tunica, que se mantenia en posicion de firme; y cada figura lucia un amuleto que proclamaba su lealtad a Charchad. Detras del grupo de centinelas. Indigo vio por primera vez los montones de lena que Grimya habia descrito; a menos que los celebrantes planearan concluir su festival con hogueras, no podia imaginarles otro proposito.

Estaba a punto de descender y describirle la escena a la loba cuando un sector de la multitud se dividio en dos para dejar llegar al centro de la plaza a un recien llegado. Por su estatura y ropas. Indigo lo identifico al instante: Quinas. Avanzo con largas zancadas hacia los portadores de las antorchas, quienes retrocedieron respetuosamente, y contemplo a la muchedumbre con aire de autoritaria satisfaccion. Luego empezo a hablar.

En un principio sus palabras eran las que podian esperarse de cualquier dignatario en una celebracion asi: ensalzo la prosperidad de la ciudad, las virtudes del trabajo honrado y las recompensas de la diligencia; pero tras algunos minutos el tono de su oratoria empezo a cambiar. La palabra Charchad gano predominio. Habia que dar las gracias a Charchad. Se le debia alabar, honrar... y obedecer. Aquellos que no obedecian iban desencaminados y, hasta que sus errados espiritus no comprendieran y admitieran su error, aquellos que habian alcanzado la luz debian conducirlos por el camino de la verdad. Indigo sintio como la comida que habia tomado se le agriaba en el estomago; aquello no era mas que una repeticion de la fanatica homilia con que los seguidores del culto la habian abordado en la taberna. Pero mientras escuchaba se dio cuenta, de repente, que algo mucho mas peligroso se ocultaba en las palabras de Quinas: un escalofrio recorrio sus venas cuando le oyo pronunciar la palabra herejia.

Herejia. Recordo el temor en los ojos de los otros comensales de la taberna cuando Quinas penetro en la Casa del Cobre y el Hierro, como si fuera un angel vengador que, sin advertencia previa, pudiera volverse y senalarlos con el dedo del destino. Se dio cuenta, tambien, con un sobresalto, de que su estimacion estaba peligrosamente cerca de la verdad. Un hereje, segun las palabras de Quinas y tal y como el mismo subrayaba con energia, era aquel que rehusaba reconocer y aceptar la autoridad de Charchad. Y los herejes que no se retractaban y arrepentian de su pecado debian ser castigados.

—Hermanos y hermanas: nosotros, los seguidores de Charchad, hemos sido pacientes. —Quinas, penso Indigo con un escalofrio, hubiera podido ser un bardo muy persuasivo; su voz poseia un delicado y convincente timbre, y habia tenido buen cuidado de evaluar el estado de animo de su audiencia y utilizarlo—. Pero nuestra paciencia no es infinita, y Charchad pide lo que es suyo por derecho. —Inspecciono a la muchedumbre, con ojos relucientes—. Ha llegado el momento, hermanos y hermanas, de demostrar vuestra lealtad y fidelidad. Ha llegado el momento de renovar nuestra fe. Y para aquellos que no han visto la luz de Charchad —ahora levanto un brazo con el puno cerrado, y sus palabras resonaron por toda la plaza—, ?ha llegado el momento de arrepentirse!

De una forma tan repentina que Indigo sufrio tal sobresalto que estuvo a punto de caer de su precaria posicion, la cacofonica musica estallo de nuevo, y a su senal los portadores de antorchas que rodeaban a Quinas se dispersaron y empezaron a moverse por parejas hacia la multitud. Del otro extremo de la plaza Indigo escucho un alarido y, al momento, una figura harapienta surgio de entre la multitud y corrio hacia la parte central. El hombre — le parecio que se trataba de un hombre, pero la criatura era tal infame espantajo que era imposible estar seguro— agitaba las manos alocadamente, y su rostro, bajo una masa revuelta de pelo canoso, aparecia distorsionado por una estatica paranoia. Sobre su flaco pecho se balanceaba un refulgente amuleto del extremo de una larga cadena.

—?Charchad! —aullo la criatura—. ?Charchad, salvame! ?Charchad bendiceme! —Y se arrojo sobre las losas, donde permanecio retorciendose a los pies de Quinas.

El capataz elevo ambos brazos hacia el cielo, con su propio rostro casi tan retorcido como el del farfullador celebrante del suelo.

—?Ved como se eleva nuestro hermano! —rugio—. ?Contemplad la gloria de su inquebrantable fe y mirad al interior de vuestros corazones! ?Os falta fe? ?Quien de vosotros se atrevera a fallarle al Charchad?

Otra figura, una mujer esta vez, se abrio paso tambaleante por entre la gente para arrojarse al suelo, tirandose de los cabellos. Luego otra, otra..., cada vez mas y mas gente se abria paso por entre la muchedumbre, chillando, empujandose y peleando en sus esfuerzos por superarse los unos a los otros en la demostracion de su fe. Quinas observaba el creciente caos con una sonrisa en el rostro, que resultaba ligeramente desdenosa. De vez en cuando inclinaba la cabeza como senal de reconocimiento a un adorador; ocasionalmente se dignaba hacer un gesto como de bendicion hacia otro, mientras sus acolitos se movian majestuosos entre la muchedumbre exhortando a la gente a nuevos extremos de adulacion. Y todo el tiempo, incitada por las freneticas discordancias de la musica, iluminada por las llameantes antorchas, la escena se convertia cada vez mas en algo que parecia sacado de un monstruoso infierno. En el cielo, sobre sus cabezas, la fantasmagorica luz proveniente del norte relucia, anadiendo su propia y terrible dimension a las sombras, a los rostros desencajados y a la figura de Quinas, que, iluminada por las antorchas, dirigia toda aquella anarquia como un demonio presidiendo su corte.

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