Antes de que se jubilara, Guillaume era maestro de la escuela local. Ahora hay dos maestros para ocuparse de un numero menor de alumnos, aunque muchas de las personas mayores siguen refiriendose a Guillaume con el nombre de le maitre d’ecole. Lo observo rascar suavemente a Charly detras de las orejas y percibo en el aquella tristeza que ya le descubri el dia de carnaval, una mirada furtiva como de remordimiento.

– Un hombre, cualquiera que sea su edad, puede escoger a sus amigos donde le apetezca -lo interrumpo no sin cierta efusion-. A lo mejor Monsieur le Cure podria aprender algunas cosas de Charly.

Otra vez la misma sonrisa dulce y triste de antes.

– Monsieur le Cure hace lo que puede -me responde el hombre con suavidad-. No se puede esperar otra cosa.

No respondo nada. En mi profesion no se tarda en aprender que el proceso de dar no tiene limites. Guillaume sale de La Praline con una bolsita de florentinas en el bolsillo y, antes de doblar la esquina de la Avenue des Francs Bourgeois, veo que se agacha para dar una al perro. Una palmadita, un ladrido, un movimiento del rabo corto y cachigordo. Como he dicho antes, hay personas que para dar algo no tienen que pensarselo dos veces.

Ahora el pueblo me es menos extrano. Lo mismo que sus habitantes. Empiezo a conocer caras, nombres, las primeras hebras secretas de historias que se iran entrelazando hasta formar el cordon umbilical que acabara por unirnos. Es un pueblo mas complicado que lo que apunta a primera vista su geografia: la Rue Principale que se ramifica como los dedos de una mano en una serie de callejas secundarias -Avenue des Poetes, Rue des Francs Bourgeois, Ruelle des Freres de la Revolution…-, es evidente que alguno de los urbanistas que lo planificaron podia presumir de veta republicana. La plaza donde vivo, Place Saint-Jerome, es la culminacion de estos dedos que se abren, y en ella destaca la blancura de su iglesia, que se yergue en medio de una pequena extension de tilos y el cuadrado de guijarros rojos donde los viejos juegan a la petanque en las tardes de buen tiempo. Mas atras, la colina se derrumba bruscamente sobre una zona que se conoce con el nombre colectivo de Les Marauds. Es el barrio misero de Lansquenet, donde las chozas de madera se apelotonan de manera inestable apoyandose unas en otras sobre las piedras irregulares que bajan hasta el Tannes. Todavia falta un trecho para que las barracas cedan el paso a los marjales. Algunas se levantan en el mismo rio, sustentadas por plataformas de madera podrida, y docenas de ellas flanquean el embarcadero de piedra, mientras la humedad va extendiendose por sus paredes como dedos que, emergiendo del agua remansada, quisieran alcanzar las pequenisimas ventanas que se abren en lo alto. En una ciudad como Agen, lo insolito y la rusticidad de esa podredumbre que reina en Les Marauds atraeria a los turistas. Los habitantes de Les Marauds son basureros que viven de lo que sacan del rio. Muchas casas estan abandonadas, en las paredes medio desmoronadas han crecido arboles.

A la hora de comer he cerrado dos horas La Praline y, en compania de Anouk, me he acercado andando hasta el rio. Un par de ninos flacuchos chapotean en el limo verde que bordea la orilla y, pese a que estamos en febrero, el aire esta impregnado de un hedor dulzon de cloaca y podredumbre. Hace frio pero luce el sol; Anouk, con su abriguito rojo de lana y su gorro, corretea entre las piedras y lanza gritos a Pantoufle, que retoza detras de ella. Estoy tan acostumbrada a Pantoufle y a todo el parque zoologico que sigue a Anouk como una rutilante estela que a veces tengo la impresion de que veo realmente a los animales. Veo a Pantoufle con sus bigotes grises y sus ojos sabios y me parece que el mundo se ilumina de pronto, como si en virtud de una extrana transferencia yo me hubiera convertido en Anouk, viera por sus ojos y me moviera por donde ella se mueve. En momentos asi me doy cuenta de que la quiero tanto que moriria por ella, mi pequena desconocida. Noto que el corazon se me expande de tal modo que la unica salida que tengo es echarme tambien yo a correr, dejar que el abrigo rojo me golpee las espaldas como si tuviera alas y que el cabello se convierta en la cola de una cometa desplegado en el cielo manchado de azul.

Un gato negro se ha atravesado en mi camino y me he parado para bailar en torno a el en direccion contraria mientras canto la cancioncilla:

Ou vas-tu, mistigri?

Passe sans faire de mal ici.

Anouk se ha unido a mi y el gato ha comenzado a ronronear y a revolcarse en el polvo para que lo acaricie. Al agacharme he descubierto a una viejecita pequena que me observaba llena de curiosidad, apostada en la esquina de una casa. Llevaba una falda negra, abrigo negro y tenia el cabello gris y crespo, trenzado y recogido en un mono pulcro y complicado. Sus ojos eran negros y penetrantes como los de los pajaros. Le he hecho un ademan con la cabeza.

– Usted es la de la chocolaterie -me dice.

Pese a su edad -le he echado unos ochenta anos o mas- tiene una voz viva y un acento muy marcado, con la cadencia aspera del sur.

– Si -le digo al tiempo que le doy mi nombre.

– Armande Voizin -dice ella a su vez-, y aquella es mi casa -me indica con un gesto de la cabeza una de las casas del rio en mejor estado de conservacion que las demas, recien encalada y con geranios rojos reventones en los maceteros de las ventanas. Seguidamente, con una sonrisa que llena su cara de muneca con un millon de arrugas, me dice-: He visto su tienda. Muy bonita, no le digo que no, pero no es para gente como nosotros. Demasiados ringorrangos -no lo dice en tono de desaprobacion, pero si con fatalismo burlon-. Parece que M’sieur le Cure ya le ha hecho una visita -ha anadido en tono malicioso-. Supongo que no encuentra bien que en su plaza se haya abierto una tienda donde venden chocolate -me dirige otra de sus miradas burlonas y enigmaticas-. ?Sabe que es usted bruja? -me ha preguntado.

Bruja, bruja… no es la palabra apropiada pero se a que se refiere.

– ?Por que lo dice?

– ?Salta a la vista! Basta con serlo para reconocerlas, yo diria -se echa a reir y su risa suena a violines enloquecidos-. M’sieur le Cure no cree en la magia -dice-. Si quiere que le diga la verdad, ni siquiera estoy segura de que crea en Dios -en su voz hay como un desden cargado de indulgencia-. Por mucha teologia que haya estudiado, a ese hombre le queda mucho por aprender. Le pasa lo que a la tonta de mi hija. A los entendidos en las cosas de la vida no les dan titulos universitarios, ?verdad?

Le doy la razon y le pregunto si yo conozco a su hija.

– Supongo que si. Es Caro Clairmont. La mujer con la cabeza mas hueca de todo Lansquenet. Mucho hablar pero ni pizca de sentido comun.

Al ver mi sonrisa ha movido alegremente la cabeza.

– No se preocupe, carino, a mi edad ya no hay nada que me ofenda. Y otra cosa le digo, ha salido a su padre. Me queda ese consuelo -me mira de forma extrana-. No hay muchas diversiones por aqui -observa-, y menos si una es vieja -tras una pausa vuelve a escrutarme-. Pero ahora que la tenemos a usted, quiza nos divertiremos un poco mas -me ha rozado la mano con la suya y ha sido como si me tocara un viento helado.

Intento penetrar sus pensamientos para ver si se burlaba de mi, pero no veo otra cosa que buen talante y simpatia.

– No es mas que una confiteria -digo con una sonrisa.

Armande Voizin sofoco una carcajada.

– ?Se figura que naci ayer? -observa.

– Dice usted unas cosas, madame Voizin…

– Llameme Armande -en sus ojos ha brillado una chispa de alegria-. Asi me siento joven.

– De acuerdo, pero de veras que no entiendo por que…

– Se que viento ha traido usted -dijo Armande con voz penetrante-. Lo note incluso. El dia de carnaval, Mardi Gras. Les Marauds se llenaron de gente de carnaval: gitanos, espanoles, hojalateros, pieds-noirs y gente de mal vivir. La reconoci al momento, a usted y a su hija. ?Y como se llaman ahora?

– Vianne Rocher -le respondo con una sonrisa-. Y esta es Anouk.

– Anouk -repitio Armande en voz baja-. Y el amiguito gris… ahora ya no tengo la vista de antes… ?que es? ?Un gato? ?Una ardilla?

Anouk movio negativamente su cabeza cubierta de ricitos.

– Es un conejo -aclara con alegre desden-. Se llama Pantoufle.

– ?Ah, claro, un conejo! ?Claro! -Armande me hace un guino de connivencia-. Mire, se muy bien que viento ha traido. Lo he notado una o dos veces. Puedo ser vieja, pero no tengo telaranas en los ojos. No hay quien me las

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