ponga.

Asiento.

– Quiza tenga razon -le digo-. Acerquese un dia a La Praline. Conozco los gustos de todo el mundo. Le dare una caja grande de lo que le gusta a usted.

Armande se echa a reir.

– Me tienen prohibido el chocolate. Ni Caro ni el idiota del medico me lo autorizan. Ni chocolate ni nada de lo que me gusta -anadio con ironia-. Primero fue el tabaco, despues el alcohol y ahora esto… ?Quien sabe, a lo mejor si dejo de respirar no me muero nunca! -tiene un acceso de risa, aunque fatigosa, y se lleva la mano al pecho en un gesto contenido que, curiosamente, me recuerda a Josephine Muscat-. No les echo la culpa, eso ni hablar -dice-. No saben hacer otra cosa. Hay que protegerse… contra todo. Contra la vida y contra la muerte -se rie con ironia, de pronto muy gamine pese a las arrugas-. De todos modos, quiza vaya a verla -ha dicho-. Aunque solo sea para fastidiar al cure.

Me quedo un buen rato sopesando esta ultima observacion una vez ha desaparecido detras de la esquina de la casa encalada. A poca distancia Anouk arrojaba piedras a los bajios de barro, junto a la orilla del rio.

El cure. Era como si aquella palabra estuviera siempre en los labios de todos. Me he quedado un momento pensando en Francis Reynaud.

En un sitio como Lansquenet ocurre a veces que una persona, ya sea el maestro de escuela, el dueno de un bar o el cura de la parroquia, se convierte en el eje alrededor del cual gira toda la comunidad. Ese individuo se transforma entonces en el nucleo esencial de toda la maquinaria en torno a la cual se mueven las vidas de todos, la aguja central del mecanismo de un reloj, la que hace que unas ruedecillas pongan en marcha otras ruedecillas, las cuales impulsan unos martillos, los cuales mueven unas agujas que senalan la hora. Si la aguja se desplaza o se averia, el reloj se para. Lansquenet es como ese reloj, con las agujas clavadas a perpetuidad en las doce de la noche menos un minuto, con las ruedecillas y sus dientes girando incansablemente detras de la imperturbable y desnuda esfera. Para enganar al demonio hay que poner el reloj a deshora, solia decirme mi madre. Sospecho, sin embargo, que en este caso no se ha enganado al demonio.

Ni por un momento.

7

Domingo, 16 de febrero

Mi madre era bruja. Eso afirmaba por lo menos ella, tras haber caido tantas veces en el juego de tragarse lo que decia que al final ya no sabia distinguir la verdad de la mentira. Armande Voizin me la recuerda en algunos aspectos: esos ojos malevolos y chispeantes, esos cabellos largos que en su juventud debieron de ser negros y brillantes, esa mezcla de ingenio y de cinismo. De ella aprendi lo que ha hecho de mi lo que soy. El arte de transformar la mala suerte en buena, de abrir los dedos para desviar los caminos de la desgracia, de hacer una bolsita y coserla, de preparar un brebaje, de creer que una arana trae buena suerte antes de medianoche y mala despues… Y lo que ella me infundio por encima de todo fue el amor a sitios nuevos, esa aficion al vagabundeo que nos llevo a recorrer toda Europa y seguir incluso mas alla, un ano en Budapest, otro en Praga, seis meses en Roma, cuatro en Atenas, despues el otro lado de los Alpes hasta Monaco y seguir costa adelante, Cannes, Marsella, Barcelona… Cuando cumpli dieciocho anos ya habia perdido la cuenta de las ciudades en que habiamos estado, las lenguas que habiamos chapurreado. Y no hablemos de los trabajos que habiamos hecho, que si camarera, que si interprete, que si mecanica de coches. A veces, para no pagar la cuenta, teniamos que escaparnos por la ventana de hoteles baratos en los que habiamos pasado la noche. Viajabamos sin billete en trenes, falsificabamos permisos de trabajo, atravesabamos fronteras de manera ilicita. En multiples ocasiones fuimos deportadas. A mi madre la detuvieron dos veces, aunque tuvieron que dejarla en libertad por falta de pruebas. Cambiabamos de nombre a lo largo del viaje, adoptando las variantes locales a tenor de las circunstancias: Yanne, Jeanne, Johanne, Giovanna, Anne, Anouchka… Como ladronas, nos dabamos constantemente a la fuga y convertiamos el pesado lastre de la vida en francos, libras, coronas, dolares, segun el viento nos llevase a un sitio o a otro. No es que yo sufriera en lo mas minimo: la vida en aquellos anos era una maravillosa aventura. Nos teniamos la una a la otra, mi madre y yo. Jamas senti la necesidad de padre. Tenia amigos a espuertas. Pese a todo, estoy segura de que a ella la situacion debio de afectarla, aquella falta de permanencia, aquella necesidad de tener que ingeniarnoslas. Y a medida que transcurrian los anos, mas aprisa habia que ir, un mes aqui, dos alla a lo sumo y despues una huida a la carrera como fugitivas que persiguieran el sol. Tarde anos en entender que de lo que huiamos era de la muerte.

Tenia cuarenta anos. Era cancer. Lo sabia desde hacia un tiempo, segun me dijo, pero ultimamente… No, de hospital nada. No queria saber nada de hospitales, ?lo habia entendido? Le quedaban meses, anos quiza y queria ir a America, ver Nueva York, los Everglades de Florida… Ahora cambiabamos de sitio cada dia, mi madre echaba las cartas por la noche cuando se figuraba que yo estaba dormida. En Lisboa nos enrolamos en un barco, trabajabamos las dos en las cocinas. Terminabamos de trabajar a las dos o a las tres de la madrugada y nos levantabamos con el alba. Y cada noche las cartas, resbaladizas al tacto debido al paso de los anos y al manejo respetuoso, desplegadas a su lado junto a la litera. Murmuraba sus nombres por lo bajo y cada dia iba sumiendose mas en la laberintica confusion que acabaria engullendola: diez de espadas, muerte; tres de espadas, muerte; dos de espadas, muerte, el Carro, muerte.

Resulto que el Carro fue un taxi de Nueva York que dio cuenta de ella una noche de verano cuando estabamos comprando comida en una ajetreada calle de Chinatown. En cualquier caso, siempre fue mejor que el cancer.

Cuando nueve meses mas tarde nacio mi hija, le puse el nombre teniendo en cuenta el de las dos. Era lo adecuado. Su padre no llego a conocerla… aunque no estoy demasiado segura de cual de los hombres de la larga guirnalda de encuentros esporadicos podria ser su padre. Pero esto importa poco. Habria bastado con mondar una manzana a las doce en punto de la noche y arrojar la piel por encima del hombro para saber la inicial de su nombre, pero era un asunto que no me interesaba tanto como para caer en ese tipo de cosas. Bastante nos traba los pies el lastre que arrastramos.

Pese a todo… ?no dejaron de soplar con menos fuerza y con menos frecuencia los vientos desde que deje Nueva York? ?No se produjo cada vez que me iba de un sitio algo asi como un desgarro, una especie de pesar? Si, eso creo. Veinticinco anos y finalmente la primavera me cansa, igual que mi madre se sintio cansada en los ultimos anos. Miro el sol y me pregunto que va a pasar cuando lo vea levantarse en el horizonte dentro de cinco, quiza de diez o de veinte anos. Es una reflexion que me da una especie de extrano mareo, una sensacion de miedo y de ansiedad. ?Y Anouk, esa desconocida? Ahora que yo soy la madre, veo bajo una luz diferente la osada aventura que vivimos durante tanto tiempo. Me veo como era entonces, aquella nina morena de cabellos largos y desgrenados, vestida con ropa desechada que nos daban en las casas de beneficencia, aprendiendo aritmetica de la manera dificil, aprendiendo geografia de la manera dificil -«?Cuanto pan dan por dos francos? ?Hasta donde se puede llegar con un billete de tren que cuesta cincuenta marcos?»- y no quiero que a mi hija le ocurra lo mismo que a mi. Tal vez por eso nos hemos quedado los ultimos cinco anos en Francia. Por primera vez en mi vida tengo una cuenta corriente en el banco. Tengo un negocio.

Mi madre habria despreciado esas cosas. Pero quiza tambien me habria tenido envidia. Me habria dicho: «Olvidate de ti si puedes. Olvidate de quien eres si lo puedes soportar. Pero un dia, hija mia, un dia te atrapara, lo se».

Hoy he abierto la tienda como de costumbre. Pero solo abrire por la manana, porque esta tarde me concedo medio dia de fiesta que pasare en compania de Anouk. Lo que ocurre es que esta manana hay misa y en la plaza habra mucha gente. Febrero reafirma sus tintes opacos y ahora ha empezado a caer una lluvia helada y resuelta que abrillanta el pavimento y tine el cielo del color del peltre antiguo. Anouk esta leyendo un libro de poemas infantiles detras del mostrador y asi echa una mirada a la entrada mientras yo preparo una hornada de mendiants en la cocina. Son mis dulces favoritos, se llaman asi porque hace muchos anos que los mercadeaban los mendigos y los gitanos. Tienen el tamano de las galletas y pueden hacerse con chocolate negro, de leche o blanco, sobre el que se espolvorea corteza de limon, almendras y uvas pasas de Malaga. A Anouk le gustan los mendiants blancos, pero yo prefiero los de chocolate negro, hechos con un setenta por ciento de la couverture mas selecta… Tienen un

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