—A su mujer la vi un dia —dijo Krystal—. Una tia rubia, vino a una carrera.

—Ya —dijo Tessa.

Krystal se mordisqueaba las yemas de los dedos.

—El queria que me entrevistaran para el diario —anadio bruscamente.

—?Como dices? —se sorprendio Tessa.

—El senor Fairbrother. Queria que me entrevistaran. A mi sola.

Tiempo atras, el periodico local habia publicado un articulo sobre la embarcacion de ocho de Winterdown, que se habia clasificado en el primer puesto en las finales regionales. Krystal, que leia con dificultad, se habia llevado un ejemplar del periodico al instituto para ensenarselo a Tessa, y esta habia leido el articulo en voz alta, intercalando exclamaciones de admiracion y alegria. Aquella habia sido la sesion de orientacion mas feliz que Tessa recordaba.

—?Iban a entrevistarte con relacion al equipo? —pregunto Tessa—. ?Querian publicar otro articulo sobre el remo?

—No. Era otra cosa. —Hizo una pausa y dijo—: ?Cuando es el entierro?

—Todavia no lo sabemos.

Krystal siguio mordisqueandose las unas y Tessa no fue capaz de encontrar la energia necesaria para interrumpir el silencio que se solidificaba alrededor de ellas.

X

El anuncio de la muerte de Barry en la web del concejo parroquial cayo como un guijarro en el ingente oceano, sin apenas dejar ondulaciones en el agua. Aun asi, ese lunes las lineas telefonicas de Pagford estaban mas ocupadas de lo normal y grupitos de peatones se congregaban en las estrechas aceras para comprobar, con gestos de consternacion, la exactitud de sus informaciones.

A medida que la noticia se propagaba, fue produciendose una extrana transmutacion. Le paso a la firma que aparecia en los documentos archivados en el despacho de Barry, y a los correos electronicos que se acumulaban en las bandejas de entrada de sus numerosos conocidos: empezaron a adquirir el patetismo del rastro de migas de pan de un nino perdido en el bosque. Aquellos garabatos trazados deprisa, y los pixeles ordenados por unos dedos que nunca volverian a moverse, adquirieron el aspecto macabro de cascaras vacias. A Gavin ya le repelia un poco ver los SMS de su difunto amigo en el telefono, y una de las chicas del equipo de remo que salieron llorando de la reunion encontro en su mochila un formulario que Barry habia firmado y se puso casi histerica.

La reportera de veintitres anos del Yarvil and District Gazette no tenia ni idea de que el cerebro de Barry, tan incansable hasta hacia muy poco, ahora solo era una masa de pesado tejido esponjoso sobre una bandeja de metal en el South West General. Leyo lo que le habia enviado por correo electronico una hora antes de su muerte y lo llamo al movil, pero nadie contesto. El telefono de Barry, que el habia apagado a peticion de Mary antes de salir hacia el club de golf, reposaba silencioso junto al microondas en la cocina, con el resto de los efectos personales que le habian entregado a su mujer en el hospital. Nadie los habia tocado. Esos objetos tan familiares —el llavero con cadena, el movil, la cartera vieja y gastada— parecian partes del propio difunto; podrian haber sido sus dedos, sus pulmones.

La noticia se extendia en todas direcciones; salia en forma radiada, formando un halo, de quienes habian estado en el hospital. En todas direcciones hasta llegar a Yarvil, alcanzando a quienes solo conocian a Barry de vista, de nombre o por su reputacion. Poco a poco los hechos se fueron deformando y desenfocando; en algunos casos se distorsionaron. A veces el propio Barry desaparecia tras los detalles de su deceso y quedaba reducido a una erupcion de vomito y orina, una catastrofe con forma de bulto espasmodico; y parecia incongruente, incluso grotescamente comico, que un hombre hubiera muerto de manera tan impresentable en aquel club de golf tan elegante.

Simon Price, por ejemplo, uno de los primeros en enterarse de la muerte de Barry, en su casa en lo alto de la colina con vistas a Pagford, oyo otra version en la imprenta Harcourt-Walsh de Yarvil, donde trabajaba desde que habia terminado los estudios. Se la dio un joven empleado, conductor de carretilla elevadora, al que Simon encontro mascando chicle junto a la puerta de su despacho cuando volvia del lavabo a ultima hora de la tarde. El chico no habia ido a verlo para hablar de Barry, ni mucho menos.

—Eso que comentaste que quiza podria interesarte… —mascullo despues de entrar detras de Simon y cerrar la puerta—, podria hacerlo el miercoles, si todavia te interesa.

—?Ah, si? —respondio Simon, y se sento a su mesa—. ?No me dijiste que ya estaba a punto?

—Si, pero no puedo organizar la recogida hasta el miercoles.

—?Y cuanto dijiste que me costaria?

—Ochenta billetes, si es en cash.

El chico mascaba energicamente; Simon oia el borboteo de su saliva. Ver a alguien mascar chicle era una de las cosas que mas detestaba.

—Pero sera autentico, ?no? —pregunto—. No iras a colocarme una imitacion barata, ?eh?

—Esta recien salido del almacen —replico el chico irguiendose un poco—. Es autentico, todavia esta embalado y todo.

—De acuerdo. Traelo el miercoles.

—?Como? ?Aqui? —El muchacho nego con la cabeza—. No, tio, al trabajo no… ?Donde vives?

—En Pagford.

—?Donde de Pagford?

La aversion de Simon a mencionar su direccion rayaba en la supersticion. No solo le desagradaban los visitantes, invasores de su intimidad y potenciales saqueadores de su propiedad, sino que consideraba Hilltop House como algo inviolado, inmaculado, un mundo aparte de Yarvil y de la retumbante y chirriante imprenta.

—Ya ire a recogerlo yo despues del trabajo —dijo, sin contestar la pregunta—. ?Donde lo tienes?

El otro no parecia satisfecho. Simon lo fulmino con la mirada.

—Bueno, necesitaria la pasta por adelantado —repuso el joven.

—Tendras el dinero cuando yo tenga el material.

—Mira, tio, esto no funciona asi.

A Simon le parecio que empezaba a dolerle la cabeza. No conseguia librarse de la espantosa idea, implantada por su imprudente esposa esa manana, de que uno podia ir por ahi durante anos con una diminuta bomba no detectada en el cerebro. El constante estruendo de la prensa del otro lado de la puerta no le hacia ningun bien, eso seguro; quiza aquel incesante fragor llevara anos adelgazando las paredes de sus arterias.

—Esta bien —gruno, y se retorcio en la silla para sacarse la cartera del bolsillo de atras.

El chico se acerco a la mesa con una mano extendida.

—?Por casualidad vives cerca del club de golf de Pagford? —pregunto, mientras Simon iba poniendole billetes de diez en la palma—. Un colega mio estuvo alli anoche y vio morirse a un tio. Vomito, se cayo seco y se fue al otro barrio en el puto aparcamiento.

—Si, eso me han contado —repuso Simon, frotando el ultimo billete entre los dedos antes de darselo, para asegurarse de que no habia dos pegados.

—Era un concejal corrupto, ese tio que la palmo. Aceptaba sobornos. Grays le pagaba para llevarse las contratas.

—?Ah, si? —dijo Simon afectando indiferencia, pero sumamente interesado.

«Barry Fairbrother. ?Quien lo habria imaginado?»

—Pues ya te avisare —continuo el chico guardandose las ochenta libras en el bolsillo de atras—. Iremos a recogerlo juntos. El miercoles.

La puerta del despacho se cerro. Simon se olvido del dolor de cabeza, que en realidad solo habia sido una punzada, ante la fascinacion que le produjo la revelacion de la deshonestidad de Barry Fairbrother. Barry Fairbrother, tan atareado y sociable, tan alegre y popular: y, entretanto, embolsandose los sobornos de Grays.

Esa noticia no conmociono a Simon como habria hecho con practicamente cualquiera que conociera a

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