—Muerto del todo —corroboro Howard, como si la muerte tuviera grados y la escogida por Barry Fairbrother fuera particularmente sordida.
Maureen se santiguo sin cerrar la boca, los labios pintados de un rojo intenso. Su catolicismo siempre anadia un toque pintoresco a momentos como aquel.
—?Miles estaba alli? —pregunto con voz ronca.
Howard adivino en la voz de ex fumadora de Maureen su anhelo de conocer todos los detalles.
—?Quieres poner agua a calentar, Mo?
Al menos podria prolongar la agonia de su socia unos minutos mas. Con las prisas por retomar la conversacion, Maureen derramo el te hirviendo y se quemo una mano. Se sentaron detras del mostrador, en los altos taburetes de madera que Howard habia colocado alli para los ratos de poca actividad, y Maureen se alivio la mano con un punado de hielo que recogio de alrededor de las aceitunas. Juntos recorrieron el itinerario convencional de la tragedia: la viuda («debe de estar destrozada, vivia para Barry»), los hijos («cuatro adolescentes; menuda carga para una mujer sola»), la relativa juventud del difunto («no era mucho mayor que Miles, ?verdad?»), hasta que por ultimo llegaron al verdadero meollo del asunto, comparado con el cual todo lo demas eran divagaciones irrelevantes.
—Y ahora, ?que pasara? —pregunto Maureen con avidez.
—?Ah! —exclamo Howard—. Bueno, esa es la cuestion, ?no? Tenemos una plaza vacante, Mo, y eso podria cambiarlo todo.
Howard era el presidente del concejo parroquial e hijo predilecto de Pagford. Con el cargo venia un collar dorado con incrustaciones de esmalte que ahora reposaba en la pequena caja fuerte que Shirley y el habian hecho instalar en el fondo de su armario empotrado. Si a la parroquia de Pagford le hubieran concedido la categoria de municipio, Howard podria haberse hecho llamar alcalde; pero aun asi, a todos los efectos, eso es lo que era. Shirley lo habia dejado absolutamente claro en la pagina de inicio de la web del concejo, donde, bajo una fotografia de Howard, radiante y lozano, luciendo el collar de hijo predilecto, su marido manifestaba que aceptaria cualquier invitacion para asistir a funciones civiles o empresariales de la localidad. Solo unas semanas atras, habia entregado los certificados de aptitud ciclista en la escuela de primaria del pueblo.
Howard bebio el te a sorbitos y, sonriendo para rebajar el tono hiriente de sus palabras, dijo:
—Fairbrother era un cabronazo, Mo. No te olvides de que podia ser un autentico tocapelotas.
—Si, lo se.
—Si no hubiese muerto, me las habria tenido que ver con el muy seriamente. Preguntaselo a Shirley. Podia ser un tocapelotas y un hipocrita.
—Lo se, lo se.
—Bueno, ya veremos. Ya veremos. Esto podria zanjar definitivamente la cuestion. Entiendeme, yo habria preferido no ganar asi —anadio con un hondo suspiro—, pero pensando en el bien de Pagford… de la comunidad… no nos viene nada mal…
Miro la hora.
—Son casi y media, Mo.
Nunca abrian tarde ni cerraban antes de hora; llevaban el negocio con el orden y la regularidad de un templo.
Bamboleandose, Maureen fue a abrir la puerta y levantar las persianas.
La plaza fue revelandose a trocitos a medida que las subia: pintoresca y bien cuidada, en gran medida gracias a los esfuerzos coordinados de los vecinos cuyas propiedades daban a ella, lucia jardineras, cestillos colgantes y macetas por todas partes, con flores de diferentes colores, acordados de antemano cada ano. Frente a Mollison y Lowe, en el lado opuesto de la plaza, estaba el Black Canon, uno de los pubs mas antiguos de Inglaterra.
Howard iba y venia de la trastienda, de donde traia largas bandejas rectangulares de pates, adornados con relucientes bayas y rodajas de citricos, que iba colocando ordenadamente en el mostrador expositor. Resoplando un poco por el esfuerzo fisico, que se sumaba al exceso de conversacion tan de buena manana, Howard coloco la ultima bandeja y se quedo parado un momento, contemplando el monumento en memoria de los caidos erigido en el centro de la plaza.
Pagford estaba mas bonito que nunca esa manana, y Howard experimento un sublime momento de jubilo por su propia existencia y la de aquel pueblo del que no solo formaba parte, sino que, a su modo de ver, era su palpitante corazon. El estaba alli, empapandose de tanta belleza —los relucientes bancos negros, las flores rojas y moradas, el sol dorando el extremo de la cruz de piedra—, y Barry Fairbrother, en cambio, ya no estaba. Resultaba dificil no intuir los designios de un ser superior en la subita reorganizacion de lo que Howard concebia como el campo de batalla donde Barry y el se habian enfrentado durante tanto tiempo.
—Howard —dijo Maureen con brusquedad—. Howard.
Una mujer con gabardina cruzaba la plaza a grandes zancadas; una mujer delgada, de pelo negro y tez oscura que, con el cejo fruncido, se miraba las botas al andar.
—?Tu crees que…? ?Se habra enterado ya? —susurro Maureen.
—Quien sabe —respondio Howard.
Maureen, que todavia no habia tenido tiempo de quitarse los zapatos y ponerse las Dr. Scholl, estuvo a punto de torcerse un tobillo al apartarse precipitadamente del escaparate para colocarse tras el mostrador. Howard, con paso lento y majestuoso, se situo detras de la caja registradora cual soldado de artilleria que ocupa su puesto.
Sono la campanilla, y la doctora Parminder Jawanda abrio la puerta de la tienda sin dejar de fruncir el entrecejo. Sin saludar a Howard ni a Maureen, se dirigio directamente al estante de los aceites. La mirada de Maureen la siguio sin pestanear, atentamente, con el embeleso de un halcon que vigila a un raton de campo.
—Buenos dias —la saludo Howard cuando la doctora se acerco al mostrador con una botella en la mano.
—Buenos dias.
Parminder casi nunca lo miraba a los ojos, ni en las reuniones del concejo ni cuando se encontraban fuera del centro parroquial. A Howard le divertia tanto la incapacidad de aquella mujer para disimular la antipatia que le profesaba que invariablemente adoptaba con ella un tono jovial, exageradamente galante y cortes.
—?Hoy no trabaja?
—No —contesto mientras rebuscaba en su bolso.
Maureen no pudo contenerse.
—Que mala noticia —dijo con su voz ronca y cascada—. Lo de Barry Fairbrother.
—Hum —respondio la doctora, pero entonces anadio—: ?Como?
—Lo de Barry Fairbrother —repitio Maureen.
—?Que pasa con Barry Fairbrother?
Parminder, que llevaba dieciseis anos viviendo en Pagford, conservaba un marcado acento de Birmingham. La profunda arruga vertical que tenia entre las cejas le daba un aire de intensidad perpetua, que segun como denotaba enojo o concentracion.
—Ha muerto —anuncio Maureen, mirando con fijeza y avidez el rostro fruncido de su interlocutora—. Murio anoche. Howard acaba de contarmelo.
Parminder se quedo inmovil, con la mano dentro del bolso. Entonces desvio la mirada hacia Howard.
—Cayo fulminado en el aparcamiento del club de golf —confirmo el—. Miles estaba alli, lo vio todo.
Transcurrieron unos segundos.
—?Es una broma? —pregunto por fin con voz seca y aguda.
—Por supuesto que no —dijo Maureen, saboreando su propia indignacion—. ?A quien se le ocurriria hacer una broma semejante?
Parminder dejo bruscamente la botella de aceite sobre el mostrador de tablero de vidrio y salio de la tienda.
—?Pues vaya! —suspiro Maureen dando rienda suelta a su desaprobacion—. «?Es una broma?» ?Que encanto!
—Ha sido la impresion —dijo Howard sabiamente, mientras miraba a Parminder Jawanda atravesar la plaza a toda prisa, la gabardina ondeando tras ella—. Debe de estar tan disgustada como la viuda. En fin — anadio, rascandose distraidamente el pliegue de la barriga, que le picaba a menudo—, sera interesante ver lo que