Barry, ni empeoro la opinion que tenia de el, sino todo lo contrario: le hizo sentir mayor respeto por el difunto. Cualquiera con dos dedos de frente intentaba, constante y encubiertamente, afanar cuanto pudiera; eso Simon ya lo sabia. Se quedo ensimismado, mirando sin ver la hoja de calculo de la pantalla del ordenador y sin oir los chirridos de la prensa del otro lado del polvoriento cristal.
Si se tenia familia, no habia mas remedio que trabajar de nueve a cinco, pero Simon siempre habia sabido que habia caminos mejores, que una vida de lujo y facilidades colgaba por encima de su cabeza como una abultada pinata que el podria romper si tuviera un baston lo bastante largo y supiese cuando golpearla. Simon tenia la infantil creencia de que el resto del mundo existia como escenario para su propia obra teatral, de que el destino estaba suspendido sobre el, lanzandole pistas y senales. Asi que no pudo evitar pensar que acababa de recibir una de esas senales, un guino celestial.
Los chivatazos sobrenaturales explicaban varias decisiones aparentemente quijotescas que Simon habia tomado en el pasado. Anos atras, cuando solo era un modesto aprendiz en la imprenta, con una hipoteca que a duras penas podia pagar y una joven esposa embarazada, habia apostado cien libras a un caballo muy bonito llamado
Con todo, contrapuestos a esas calamidades tambien habia habido golpes de suerte, trucos que funcionaban, corazonadas confirmadas, y Simon les daba mucho valor cuando hacia balance; eran la razon por la que conservaba la fe en su buena estrella, y eso lo reafirmaba en su conviccion de que el universo le tenia preparado algo mas que esa idiotez de trabajar a cambio de un sueldo modesto hasta que te jubilas o te mueres. Chanchullos y formulas magicas, cables y favores; todo el mundo lo hacia, incluso el pequeno Barry Fairbrother, quien lo hubiese dicho.
En su cuchitril, Simon Price dirigio su codiciosa mirada hacia una vacante entre las filas de privilegiados con acceso a un lugar donde, de momento, el dinero goteaba sobre un asiento vacio, sin ningun regazo aguardando para recogerlo.
(LOS VIEJOS TIEMPOS)
Ocupacion ilegal
12.43 Frente a los intrusos (quienes, en principio, deben tomar las propiedades ajenas y a sus ocupantes tal como los encontraran)…
I
El Concejo Parroquial de Pagford tenia un peso nada desdenable, considerando su tamano. Se reunia una vez al mes en un precioso edificio de estilo victoriano y llevaba decadas resistiendose energicamente, y con exito, a todo intento de reducir su presupuesto, limitar sus atribuciones o incorporarlo a algun organismo unitario de nueva creacion. De todos los concejos dependientes de la Junta Comarcal de Yarvil, el de Pagford presumia de ser el mas vociferante, discrepante e independiente.
Hasta la noche del domingo lo integraban dieciseis hombres y mujeres del pueblo. Como el electorado solia presuponer que el deseo de formar parte del concejo implicaba la capacidad para hacerlo, los dieciseis concejales habian obtenido sus plazas sin oposicion alguna.
No obstante, y pese al clima amistoso en que se habia constituido, en ese momento el organismo se hallaba en una situacion de guerra civil. Una cuestion que llevaba mas de sesenta anos causando ira y resentimiento en Pagford habia alcanzado una fase definitiva, y se habian formado dos bandos en apoyo de sendos lideres carismaticos.
Para comprender plenamente la causa de la disputa era necesario ahondar en la aversion y desconfianza que inspiraba en Pagford la ciudad de Yarvil, situada al norte del pueblo. Las tiendas, oficinas y fabricas de Yarvil, junto con el hospital South West General, proporcionaban la mayor parte del empleo de Pagford. Los jovenes del pueblo solian pasar las noches de los sabados en los cines y salas de fiestas de Yarvil. La ciudad contaba con una catedral, varios parques y dos enormes centros comerciales, sitios todos ellos que siempre era agradable visitar cuando uno estaba un poco harto de los sublimes encantos de Pagford. Aun asi, para los autenticos pagfordianos, Yarvil era poco mas que un mal necesario. Esa actitud quedaba simbolizada por la alta colina, coronada por la abadia de Pargetter, que impedia ver Yarvil desde Pagford y proporcionaba a los del pueblo la feliz ilusion de que la ciudad se hallaba muchos kilometros mas alla de su verdadero emplazamiento.
II
Sin embargo, habia algo mas que la colina de Pargetter escamoteaba a la vista del pueblo, un sitio que Pagford siempre habia considerado especialmente propio: la mansion Sweetlove, una casa solariega de estilo Reina Ana, color miel, rodeada de muchas hectareas de jardines y tierras de cultivo. Quedaba dentro del termino territorial de Pagford, a medio camino entre el pueblo y la ciudad de Yarvil.
Durante casi doscientos anos, la finca habia pasado sin contratiempos de una generacion de aristocratas Sweetlove a otra, hasta que, finalmente, a principios del siglo XX la familia se habia extinguido. Los unicos vestigios del prolongado vinculo de los Sweetlove con Pagford eran ahora la tumba mas imponente del cementerio de St. Michael and All Saints y una serie de blasones e iniciales en documentos y edificios del pueblo, como huellas y coprolitos de animales extintos.
Tras la muerte del ultimo Sweetlove, la mansion habia cambiado de manos con una rapidez alarmante. En Pagford se vivia con el temor de que algun promotor adquiriera y mutilara tan apreciado monumento historico, hasta que en la decada de 1950 un tal Aubrey Fawley compro la finca. No tardo en saberse que Fawley poseia una cuantiosa fortuna que incrementaba mediante misteriosas actividades en la City de Londres. Tenia cuatro hijos y la intencion de instalarse en Sweetlove de forma permanente. La aprobacion de Pagford alcanzo las cotas mas altas cuando corrio como la polvora la noticia de que Fawley descendia, a traves de una rama colateral, de los Sweetlove. Eso lo convertia, casi, en un pagfordiano autentico, y garantizaba que estableceria un vinculo natural con Pagford y no con Yarvil. La vieja guardia de Pagford penso que el advenimiento de Aubrey Fawley significaba el retorno de una epoca dorada. Como sus antepasados antes que el, seria para el pueblo una figura que, cual hada madrina, colmaria sus calles adoquinadas de elegancia y glamour.
Howard Mollison aun recordaba el dia en que su madre, emocionada, irrumpio en la minuscula cocina de Hope Street con la noticia de que le habian propuesto a Aubrey que fuera jurado de la exposicion floral. Sus judias verdes llevaban tres anos seguidos consiguiendo el premio a la mejor hortaliza, y anhelaba recibir el florero banado en plata de manos de un hombre que, para ella, era ya una figura romantica de las de antano.