El primer estallido de indignacion de Pagford se habia transformado en una sensacion de agravio mas templada, pero no por ello menos intensa. Los Prados contaminaban y corrompian un lugar lleno de paz y belleza, y los furiosos lugarenos seguian resueltos a cortar amarras con la barriada y abandonarla a su suerte. Sin embargo, las sucesivas revisiones del perimetro territorial y las reformas llevadas a cabo en el gobierno local no se tradujeron en cambios reales: los Prados seguian formando parte de Pagford. Los recien llegados al pueblo aprendian con rapidez que aborrecer la barriada constituia un salvoconducto necesario para contar con la buena disposicion de la vieja guardia de Pagford, que lo controlaba todo.
Pero ahora, mas de sesenta anos despues de que el viejo Aubrey Fawley entregara aquel fatidico pedazo de tierra a Yarvil, tras decadas de paciente trabajo, de estrategias y peticiones, de recopilar informacion y arengar a subcomites, los vecinos de Pagford que se oponian a los Prados se encontraban, por fin, en el tembloroso umbral de la victoria.
La recesion estaba obligando a las autoridades locales a racionalizar, recortar y reorganizar. Entre las altas instancias de la Junta Comarcal de Yarvil habia quienes preveian cierta ventaja en los resultados electorales si el municipio absorbia la barriada —que, con sus casas ruinosas, tenia pocas probabilidades de salir bien parada de las medidas de austeridad impuestas por el gobierno central— y sumaba su descontenta poblacion al grueso de sus votantes.
Pagford tenia su propio representante en Yarvil: el consejero de la junta comarcal Aubrey Fawley. No se trataba del mismo hombre que habia permitido la construccion de los Prados, sino de su hijo, el «joven Aubrey», que habia heredado la finca Sweetlove y trabajaba de lunes a viernes como directivo en un banco mercantil de Londres. La implicacion de Aubrey en los asuntos locales despedia cierto tufillo a penitencia, cierta sensacion de que debia enmendar el dano que su padre habia infligido tan despreocupadamente al pueblecito. El y su esposa Julia donaban y entregaban los premios de la feria agricola, participaban en una serie de comites locales y en Navidad celebraban una fiesta cuyas invitaciones eran muy codiciadas.
Howard sentia orgullo y placer ante la idea de que Aubrey y el fueran aliados tan estrechos en la incesante cruzada por adscribir los Prados a Yarvil, porque Aubrey se movia en altas esferas mercantiles que le inspiraban un fascinado respeto. Cada tarde, despues de cerrar la tienda, Howard extraia el cajon de su anticuada caja registradora y contaba monedas y billetes sucios antes de guardarlos en la caja fuerte. Aubrey, por su parte, nunca tocaba dinero durante su jornada de trabajo, y sin embargo lo movia en cantidades inimaginables de un continente a otro. Lo administraba y lo multiplicaba y, cuando los pronosticos eran menos propicios, lo observaba desvanecerse desde su pedestal. Para Howard, Aubrey estaba rodeado de una mistica en la que ni una crisis financiera global podria hacer mella; el dueno de la tienda de delicatessen mostraba impaciencia ante cualquiera que culpara a los iguales de Aubrey de la desastrosa situacion en la que se encontraba el pais. Su opinion, que no se cansaba de repetir, era que nadie se habia quejado cuando las cosas marchaban bien, y le mostraba a Aubrey el mismo respeto que a un general herido en una guerra impopular.
Entretanto, como consejero de la junta comarcal, Aubrey tenia acceso a toda clase de estadisticas interesantes y estaba en buena posicion para compartir con Howard gran parte de la informacion sobre el problematico satelite de Pagford. Ambos sabian que cantidades exactas de recursos municipales se destinaban, sin contrapartidas ni mejoras aparentes, a las maltrechas calles de los Prados; que en la barriada nadie era dueno de su casa (mientras que por entonces casi todas las casas de ladrillo de Cantermill tenian propietarios que las habian embellecido tanto que costaba reconocerlas, con jardineras en las ventanas, porches y cesped en los jardincitos delanteros); que casi dos tercios de los ocupantes de los Prados vivian de las ayudas estatales; y que una proporcion considerable de su poblacion frecuentaba la Clinica Bellchapel para Drogodependientes.
VI
Howard siempre llevaba consigo una imagen mental de los Prados, como el recuerdo de una pesadilla: pintadas obscenas en los tablones que tapiaban las ventanas; adolescentes que merodeaban por paradas de autobus siempre pintarrajeadas; antenas parabolicas por todas partes, vueltas hacia los cielos como ovulos desnudos de sombrias flores metalicas. A menudo se hacia preguntas retoricas: ?Por que no habian organizado y arreglado un poco aquel sitio? ?Que impedia a los residentes crear un fondo comun con sus escasos recursos y comprar un cortacesped entre todos? Pero esas cosas nunca pasaban: los Prados esperaban a que las administraciones locales de la ciudad y el pueblo se ocuparan de limpiar, reparar y mantener; a que dieran y dieran y volvieran a dar.
Howard se acordaba entonces de la Hope Street de su infancia, con sus diminutos jardines traseros, cuadrados de tierra apenas mayores que un mantel, pero casi todos, incluido el de su madre, rebosantes de judias verdes y patatas. Que el supiera, nada impedia a los habitantes de los Prados cultivar hortalizas, nada les impedia imponer disciplina a sus siniestros hijos encapuchados y grafiteros, nada les impedia aunar esfuerzos en una comunidad y enfrentarse a la mugre y la miseria; nada les impedia adecentarse y aceptar empleos; nada en absoluto. Y asi, Howard se veia obligado a sacar la conclusion de que habian elegido libremente vivir como vivian, y que el ambiente de degradacion ligeramente amenazador de la barriada no era mas que una manifestacion palmaria de ignorancia e indolencia.
En cambio, Pagford despedia, al menos en opinion de Howard, una especie de resplandor moral, como si el alma colectiva de la comunidad se hiciera patente en sus calles adoquinadas, en sus colinas, en sus casas pintorescas. Para Howard, el pueblo donde habia nacido era mucho mas que una serie de edificios y un rio que fluia raudo entre sus arboladas riberas, con la majestuosa silueta de la abadia sobre los cestillos colgantes de la plaza. Para el, el pueblo era un ideal, una forma de ser; una microcivilizacion que se alzaba firmemente contra el declive nacional.
—Soy un hombre de Pagford —les decia a los veraneantes—, nacido y criado aqui.
Con esas palabras se hacia a si mismo un gran cumplido disfrazado de lugar comun. Habia nacido en Pagford y alli moriria, y jamas habia sonado con marcharse, ni ansiaba otro cambio de escenario que no fuera contemplar como las estaciones transformaban los bosques circundantes y el rio, como la plaza florecia en primavera y brillaba en Navidad.
Barry Fairbrother sabia todo eso; de hecho, lo habia comentado. Se habia reido desde el otro extremo de la mesa en el centro parroquial, se habia reido en la mismisima cara de Howard.
—?Sabes, Howard? Para mi, Pagford eres tu.
Y Howard, sin alterarse ni un apice (pues siempre habia hecho frente a las bromas de Barry con sus propias bromas), habia contestado:
—Voy a tomarmelo como un gran cumplido, Barry, sea cual sea tu intencion.
Podia permitirse reir. La ultima ambicion que le quedaba en la vida estaba casi a su alcance: la devolucion de los Prados a Yarvil parecia segura e inminente.
Entonces, dos dias antes de que Barry Fairbrother cayera fulminado en un aparcamiento, Howard habia sabido a traves de una fuente fidedigna que su oponente habia quebrantado todas las reglas conocidas de su cargo y acudido al periodico local con una historia sobre la bendicion que habia supuesto para Krystal Weedon estudiar en el St. Thomas.
La idea de exhibir a Krystal Weedon ante el publico lector como ejemplo de la exitosa integracion de los Prados y Pagford podria haber tenido gracia (eso dijo Howard), de no haber sido tan grave. Sin duda, Fairbrother habria aleccionado a la muchacha, y la verdad sobre sus groserias, sus molestas interrupciones en clase, las lagrimas de los demas ninos, las asiduas expulsiones y readmisiones, se habria perdido entre mentiras.
Howard confiaba en la sensatez de los habitantes del pueblo, pero temia los sesgos interpretativos de los periodistas y la interferencia de los buenos samaritanos ignorantes. Su oposicion, aunque basada en fuertes principios, tambien era personal: aun no habia olvidado a su nieta llorando en sus brazos, con dos agujeros sanguinolentos donde tenia los dientes, mientras el trataba de calmarla con la promesa de un regalo triple del ratoncito Perez.