vertiginosa carretera de la colina y se lanzo cuesta abajo sin tocar los frenos, en direccion a Pagford.
Los setos y el cielo se convirtieron en borrones; se imagino en un velodromo mientras el viento le sacudia el pelo recien lavado y le azotaba la cara, que acababa de restregarse con jabon y le escocia. A la altura del jardin en forma de cuna de los Fairbrother freno un poco, porque unos meses antes habia tomado esa curva cerrada a demasiada velocidad y acabado en el suelo; habia tenido que volver enseguida a casa con los vaqueros destrozados y un lado de la cara cubierto de aranazos.
Llego sin pedalear hasta Church Row, con una sola mano en el manillar, y disfruto de un segundo aceleron cuesta abajo, aunque menor que el primero. Freno un poco al ver que en la puerta de la iglesia cargaban un feretro en un coche funebre y una multitud vestida de oscuro salia por las macizas puertas de madera. Pedaleo con furia hasta la esquina para desaparecer. No queria ver a Fats saliendo de la iglesia con un afligido Cuby, vestido con el traje barato y la corbata que le habia descrito con comica repugnancia en la clase de lengua el dia anterior. Habria sido como interrumpir a su amigo cuando cagaba.
Al llegar a la plaza, pedaleo despacio y se aparto el pelo de la cara con una mano, preguntandose que efecto habria tenido el aire frio en sus granos purpura y si el jabon bactericida habria atenuado su aspecto furibundo. Y se repitio la coartada: venia de casa de Fats (podria haber sido asi, por que no), y Hope Street constituia una ruta tan valida para llegar al rio como atajar por la primera calle lateral. Por tanto, no era necesario que Gaia Bawden (si daba la casualidad de que estaba asomada a la ventana de su casa y lo reconocia) pensara que habia seguido ese camino por ella. Andrew no esperaba tener que explicarle sus razones para circular por su calle, pero siguio dandole vueltas a ese pretexto porque le parecio que le daba un aire de indiferencia muy guay.
Solo queria saber en que casa vivia. Ya habia pasado con la bicicleta en otras dos ocasiones, siempre en fin de semana, por la corta calle de casas adosadas, pero todavia no habia conseguido descubrir cual de ellas albergaba el santo grial. Lo unico que sabia, gracias a sus miradas furtivas a traves de las sucias ventanillas del autobus escolar, era que Gaia vivia en la acera derecha, la de los numeros pares.
Al doblar la esquina, trato de serenarse y representar el papel de un hombre que pedalea lentamente hacia el rio por la ruta mas directa, absorto en trascendentales pensamientos, pero dispuesto a saludar a una companera de clase en caso de que aparezca.
Estaba alli. En la acera. Las piernas de Andrew siguieron moviendose, aunque ya no sentia los pedales, y de pronto cobro conciencia de lo finos que eran los neumaticos sobre los que mantenia el equilibrio. Gaia hurgaba en un bolso de piel, con el cabello cobrizo cayendole sobre la cara. Un numero 10 sobre la puerta entreabierta a sus espaldas; una camiseta negra que no le llegaba a la cintura, una franja de piel desnuda, un cinturon ancho y unos vaqueros ajustados. Cuando Andrew casi habia pasado de largo, ella cerro la puerta y se volvio; se aparto el pelo revelando su precioso rostro y, con su acento de Londres, dijo con claridad:
—Eh, hola.
—Hola —contesto el.
Sus piernas siguieron pedaleando. Se alejo cinco metros, diez; ?por que no se habia parado? La impresion lo mantenia en movimiento, no se atrevia a mirar atras. Ya estaba al final de la calle, «joder, ahora no te caigas», doblo la esquina, demasiado aturdido para discernir si sentia mas alivio o decepcion por haber seguido.
«?Joooder!»
Pedaleo hasta el bosquecillo que habia al pie de la colina de Pargetter, donde el rio resplandecia de forma intermitente entre los arboles, pero solo veia a Gaia, grabada en su retina como luces de neon. La estrecha carretera se convirtio en un camino de tierra y la suave brisa del rio le acaricio la cara; no le parecio que se hubiera sonrojado, porque todo habia sucedido demasiado deprisa.
—?Joooder, la hostia! —grito al aire fresco y el sendero desierto.
Hurgo con excitacion en aquel tesoro magnifico e inesperado que acababa de encontrar: el cuerpo perfecto de Gaia con los vaqueros y la camiseta cenida; el numero 10 a sus espaldas, en una puerta con la pintura azul desconchada; aquel «Eh, hola» tan relajado y natural, que indicaba que las facciones de el estaban registradas en algun lugar de la mente que habitaba tras aquella cara tan increible.
La bicicleta traqueteo sobre el terreno irregular. Exultante, Andrew solo desmonto cuando noto que perdia el equilibrio. La empujo entre los arboles hasta la estrecha ribera y la dejo tirada entre las anemonas de tierra, que desde su ultima visita se habian abierto como minusculas estrellas blancas.
Cuando empezo a coger prestada la bici, su padre le habia dicho: «Encadenala a algo cuando entres en una tienda. Te lo advierto, como te la manguen…»
Pero la cadena no era lo bastante larga para atarla a un arbol y, de todas formas, cuanto mas se alejaba Andrew de su padre, menos miedo le tenia. Sin dejar de pensar en aquellos centimetros de vientre plano y desnudo y en el exquisito rostro de Gaia, se dirigio al punto en que la ribera se encontraba con la erosionada ladera de la colina, que alli se alzaba de forma abrupta, formando una pared rocosa sobre las aguas verdes y raudas del rio.
Al pie de la ladera, la orilla quedaba reducida a una estrecha franja resbaladiza y pedregosa. La unica manera de recorrerla, si los pies le habian crecido a uno hasta el doble del tamano que tenian la primera vez que lo hizo, era apretarse contra la pared para avanzar de lado, poco a poco, y asirse a raices y rocas salientes.
El olor a mantillo del rio y el de la tierra mojada le resultaban profundamente familiares, al igual que las sensaciones que le producian la estrecha cornisa de tierra y hierba bajo los pies y las grietas y rocas que buscaba como asideros en la pared. Fats y el habian encontrado aquel lugar secreto cuando tenian once anos. Eran conscientes de estar haciendo algo prohibido y peligroso; les habian advertido del riesgo que entranaba el rio. Aterrados pero resueltos a no reconocer que lo estaban, habian recorrido poco a poco la traicionera cornisa asiendose a cualquier cosa que sobresaliera de la ladera rocosa y, en el punto mas estrecho, agarrandose mutuamente de la camiseta.
Aunque tenia la cabeza en otro sitio, los anos de practica le permitian moverse como un cangrejo por la pared de tierra y roca con el agua fluyendo un metro por debajo de sus zapatillas; luego, encogiendose y girando a la vez con un diestro movimiento, se interno en la fisura que habian descubierto tanto tiempo atras. En aquel entonces, les habia parecido una recompensa divina por su valentia. Ya no podia permanecer erguido en el interior; pero, algo mayor que una tienda de campana, la grieta proporcionaba espacio suficiente para dos adolescentes tendidos uno junto al otro con el rio fluyendo debajo y los arboles moteando la vista del cielo, enmarcada por la boca triangular.
Aquella primera vez habian hurgado con palos en la pared del fondo, pero no consiguieron encontrar un pasadizo secreto que ascendiera hasta la abadia; asi pues, se habian jactado de que solo ellos dos conocian la existencia de aquel escondite y juraron guardar el secreto para siempre. Andrew tenia un vago recuerdo de un juramento solemne, sellado con saliva y palabrotas varias. Inicialmente lo habian bautizado como la Cueva, pero llevaban ya algun tiempo llamandolo «el Cubiculo».
La pequena cavidad desprendia olor a tierra, aunque el techo inclinado fuera de roca. Una linea de pleamar verde oscuro indicaba que antano habia estado llena de agua, aunque no hasta el techo. El suelo estaba alfombrado de colillas de cigarrillo y filtros de porro. Andrew se sento con las piernas colgando sobre el agua fangosa y saco de la chaqueta el tabaco y el mechero, comprados con el poco dinero que le quedaba del cumpleanos, ahora que le habian quitado la paga. Encendio un pitillo, le dio una profunda calada y revivio el glorioso encuentro con Gaia Bawden con el mayor detalle posible: la estrecha cintura y las caderas bien torneadas; la piel dorada entre el cinturon y la camiseta; la boca grande y carnosa; su «Eh, hola». Era la primera vez que la veia sin el uniforme escolar. ?Adonde iba, sola con su bolso de piel? ?Que podia hacer ella en Pagford un sabado por la manana? ?Se disponia acaso a coger el autobus que iba a Yarvil? ?En que andaba metida cuando el no la veia, que misterios femeninos la absorbian?
Y se pregunto entonces, por enesima vez, si era concebible que un exterior de carne y hueso como aquel contuviera una personalidad poco interesante. Gaia era la unica que lo habia hecho plantearse algo asi: la idea de que cuerpo y alma pudieran ser entidades distintas no se le habia pasado por la cabeza hasta que la vio por primera vez. Incluso cuando imaginaba como serian y que tacto tendrian sus pechos, basandose en las pruebas visuales que habia reunido gracias a una blusa escolar levemente translucida que revelaba un sujetador blanco, se resistia a creer que lo atrajera algo exclusivamente fisico. Gaia tenia una forma de moverse que lo emocionaba tanto como la musica, que era lo que mas lo conmovia. Sin duda, el espiritu que animaba aquel cuerpo sin igual seria tambien extraordinario, ?no? ?Por que iba a crear la naturaleza un envase como aquel si no era para que contuviese algo mas valioso incluso?