momento… ?Como estan los hombres?
– Preocupados, pero mantienen la disciplina -Arango baja la voz-. Imagino que al verlo a usted aqui estaran mas confortados. Algunos vinieron a decirme que, si hay que batirse, cuente con ellos.
Daoiz sonrie, tranquilizador.
– No llegaremos a eso. Las ordenes que traigo son todo lo contrario: calma absoluta y ni un solo artillero fuera del parque.
– ?Y lo de dar armas al pueblo?
– Menos todavia. Seria un disparate, tal como estan los animos… ?Que hay de los franceses?
Arango senala el centro del patio, donde el capitan imperial y sus subalternos forman un grupo que observa, preocupado, a los oficiales espanoles. El resto de la tropa, excepto los pocos que hay vigilando la puerta, permanece formado a discrecion veinte pasos mas alla. Algunos hombres estan sentados en el suelo.
– El capitan andaba muy arrogante hace un rato. Pero a medida que la gente se reunia afuera, se ha ido arrugando… Ahora esta nervioso, y creo que tiene miedo.
– Voy a hablar con el. Un hombre nervioso y asustado resulta mas peligroso que sereno.
En ese momento se acerca el cabo Alonso, que viene de la puerta. Tres oficiales de artilleria solicitan entrar. Daoiz, que no parece sorprendido, dice que los dejen pasar; y al poco aparecen en el patio con aire casual, vestidos de uniforme y sable al cinto, el capitan Juan Consul y los tenientes Gabriel de Torres y Felipe Carpegna. Los tres saludan a Daoiz de modo tan serio y circunspecto que hace pensar a Arango que no es la primera vez que se encuentran esta manana. Juan Consul es amigo intimo de Daoiz; y su nombre, junto al del capitan Velarde y el de otros, circula estos dias entre rumores de conspiracion. Tambien es uno de los que ayer lo acompanaban en el frustrado desafio de la fonda de Genieys.
«Aqui -reflexiona el joven teniente- se esta cociendo algo».
A las diez y media, en las oficinas de la Junta de Artilleria, numero 68 de la calle de San Bernardo, frente al Noviciado, el coronel Navarro Falcon discute con el capitan Pedro Velarde, que esta sentado tras su mesa de despacho, junto a la de su superior y jefe inmediato. Navarro Falcon ha visto llegar al capitan muy descompuesto, encendido y excitado, pidiendo ir al parque de Monteleon. El coronel, que aprecia sinceramente a Velarde, le niega el permiso con tacto y afectuosa firmeza. Daoiz se las arreglara solo, dice, y a usted lo necesito aqui.
– ?Hay que batirse, mi coronel!… ?No queda otra!… ?Daoiz tendra que hacerlo, y nosotros tambien!
– Le ruego que no diga disparates y que se tranquilice.
– ?Tranquilizarme, dice?… ?No ha oido los tiros? ?Estan ametrallando al pueblo!
– Tengo mis instrucciones, y usted tiene las suyas -Navarro Falcon empieza a exasperarse-. Haga el favor de no complicar mas las cosas. Limitese a cumplir con su deber.
– ?Mi deber esta ahi afuera, en la calle!
– ?Su deber es obedecer mis ordenes! ?Y punto!
El coronel, que acaba de dar un punetazo en la mesa, lamenta haber perdido los nervios. Es soldado viejo, que se batio en Santa Catalina de Brasil, contra los ingleses en el Rio de la Plata, en la colonia de Sacramento, en el asedio de Gibraltar y durante toda la guerra con la Republica francesa. Ahora mira incomodo al escribiente Manuel Almira y a los que estan en el cuarto contiguo, escuchando, y luego observa de nuevo a Velarde, que, enfurrunado, moja la pluma en el tintero y hace garabatos sin sentido sobre los papeles que tiene delante. Al fin el coronel se levanta y deja en la mesa de Velarde la orden transmitida por el general Vera y Pantoja, gobernador de la plaza, disponiendo que las tropas se mantengan en los cuarteles y al margen de cuanto ocurra.
– Somos soldados, Pedro.
No suele llamarlo a el ni a ningun oficial por el nombre de pila, y Velarde lo sabe; pero, ajeno a la muestra de afecto, niega con la cabeza mientras aparta a un lado, con desden, la orden del gobernador.
– Lo que somos es espanoles, mi coronel.
– Escuche. Si la guarnicion se pusiera de parte de la gente revuelta, Murat haria marchar hacia Madrid al cuerpo del general Dupont, que esta a solo un dia de camino… ?Quiere usted que caigan sobre esta ciudad cincuenta mil franceses?
– Como si vienen cien mil. Seriamos un ejemplo para toda Espana, y para el mundo.
Harto de la discusion, Navarro Falcon vuelve a su mesa.
– ?No quiero oir una palabra mas!… ?Esta claro?
El coronel toma asiento y aparenta enfrascarse en el papeleo. Y asi, fingiendo que no oye a Velarde murmurar por lo bajo, como alienado: «Batirse, batirse… Morir por Espana» mientras sigue haciendo garabatos sin sentido, piensa que ojala Luis Daoiz, alla en Monteleon, pueda conservar la cabeza fria, y el mismo, aqui, sea capaz de mantener a Velarde sujeto a su mesa. Dejar que el exaltado capitan se acerque hoy al parque de Monteleon seria arrimar una mecha encendida a un barril de polvora.
Pese a sus excesos y apasionado patriotismo, el cerrajero Molina no tiene nada de tonto. Sabe que si conduce a la gente hacia el parque por calles anchas llamara mucho la atencion, y tarde o temprano los franceses les cortaran el paso. Asi que recomienda silencio a la veintena de voluntarios que lo siguen -numero que aumenta sobre la marcha con nuevas incorporaciones-, y tras separarse de quienes buscan el camino mas corto, conduce a su partida por el postigo de San Martin y la calle de Hita a la de Tudescos, en direccion a la corredera de San Pablo.
– Sin armar bulla, ?eh?… Ya habra tiempo para eso. Lo que importa es conseguir fusiles.
A esa misma hora, otros grupos de los incitados por Blas Molina, o encaminados a Monteleon por iniciativa espontanea, suben por los Canos y Santo Domingo hacia la calle ancha de San Bernardo, y desde la puerta del Sol por la red de San Luis hasta la calle Fuencarral. Algunos conseguiran llegar durante la hora siguiente; pero otros, confirmando los temores de Molina, quedaran aniquilados o dispersos al encontrar destacamentos franceses. Tal es el caso de la cuadrilla formada por el chocolatero Jose Lueco, que con los mozos de mulas y caballos Juan Velazquez, Silvestre Alvarez y Toribio Rodriguez, decide ir por su cuenta, acortando camino por San Bernardo. Pero en la calle de la Bola, cuando ya suma una treintena de individuos por habersele unido los mozos de una hosteria y un meson cercanos, un dorador, dos aprendices de carpintero, un cajista de imprenta y varios sirvientes de casas particulares, la partida, que dispone de algunas carabinas, trabucos y escopetas, se topa con un peloton de fusileros de la Guardia Imperial. El choque es brutal, a bocajarro, y tras los primeros navajazos y escopetazos los madrilenos se parapetan en las esquinas con Puebla y Santo Domingo. Durante buen rato, y con no poco atrevimiento, libran alli un porfiado combate que causa bajas a los franceses, viendose ayudados en la refriega por gente del vecindario que arroja tiestos y objetos desde los balcones. Al cabo, a punto de verse envueltos por tropas de refresco que llegan de las calles adyacentes, la partida se disuelve dejando varios muertos sobre el terreno. Jose Lueco, herido de un sablazo en la cara y un balazo en el hombro, consigue refugiarse en una casa proxima -al tercer intento, pues las dos primeras puertas a las que llama no se le abren-, donde permanecera escondido el resto de la jornada.
Como la del chocolatero Lueco, otras partidas apenas llegan a formarse, o duran el poco tiempo que tardan las tropas francesas en dar con ellas y dispersarlas. Eso ocurre al pequeno grupo armado de palos y navajas que los franceses desbandan a canonazos en la esquina de la calle del Pozo con San Bernardo, hiriendo a Jose Ugarte, cirujano de la Real Casa, y a la santanderina Maria Onate Fernandez, de cuarenta y tres anos. Lo mismo pasa en la calle del Sacramento con una partida encabezada por el presbitero don Cayetano Miguel Manchon, quien armado con una carabina y al mando de algunos jovenes resueltos intenta llegar al parque de artilleria. Una patrulla de jinetes polacos cae sobre ellos de improviso, el presbitero resulta herido de un sablazo que le deja los sesos al aire, y su gente, aterrada, se desperdiga en un instante.
Tampoco llegara a su destino el grupo acaudillado por don Jose Albarran, medico de la familia real, quien tras presenciar la matanza de Palacio recluta una cuadrilla de paisanos armados con palos, cuchillos y algunas escopetas, a los que intenta guiar por San Bernardo. Detenidos por la metralla que los franceses disparan con dos canones puestos en bateria frente a la casa del duque de Montemar, deben refugiarse en la calle de San Benito; y alli se ven cogidos entre dos fuegos cuando otra fuerza francesa, que viene de Santo Domingo, dispara contra ellos desde la plaza del Gato. El primero en morir, de un balazo en el vientre, es el yesero de cincuenta y cuatro anos Nicolas del Olmo Garcia. El grupo queda deshecho y disperso, y el doctor Albarran, malamente herido y