Cuando el capitan Marbot regresa al palacio Grimaldi, encuentra al duque de Berg saliendo a caballo con toda su plana mayor, escoltado por medio escuadron de jinetes polacos y una compania de fusileros de la Guardia Imperial. Como la situacion se complica, y teme quedar aislado alli, Murat ha decidido trasladar su cuartel general cerca de las caballerizas del Palacio Real, en la cuesta de San Vicente, por donde tiene prevista su llegada la infanteria acampada en El Pardo, mientras otra columna lo hara desde la Casa de Campo por el puente de Segovia. Una ventaja tactica del sitio, aunque eso nadie lo comenta en voz alta, es que desde alli podria Murat, con su cuartel general en pleno, rodear por el norte y replegarse sobre Chamartin si la ciudad quedase bloqueada y las cosas se salieran de madre.

– ?La caballeria ya deberia estar en la puerta del Sol, acuchillando a esa chusma! ?Y Godinot y Aubree avanzando detras con su infanteria!… ?Que pasa en el Buen Retiro?

El duque de Berg da furiosos tirones a las riendas del caballo. Su humor ha empeorado, y no le faltan motivos. Acaba de saber que mas de la mitad de los correos enviados a las tropas han sido interceptados. Al menos esa es la palabra que utiliza el general Belliard. El capitan Marbot, que se acerca sobre su montura mientras el rutilante grupo de estado mayor toma la calle Nueva hacia el Campo de Guardias, tuerce la boca al escuchar el eufemismo. Es una forma como otra cualquiera, piensa, de describir a jinetes apedreados desde las casas y las esquinas, acorralados por la gente, derribados de sus caballos y apunalados en calles y plazas.

– Ahi tiene un pliego de ordenes, Marbot. Haga el favor de llevarlo al Buen Retiro. A rienda suelta.

– ?A quien se lo entrego, Alteza?

– Al general Grouchy. Y si no lo encuentra, a cualquiera que este al mando… ?Muevase!

El joven capitan recibe el sobre sellado, se lleva la mano al colbac y pica espuelas en direccion a Santa Maria y la calle Mayor, dejando atras al escoltadisimo duque de Berg. Debido a la importancia de su mision, el general Belliard ha tenido la precaucion de asignarle cuatro dragones de escolta. Mientras cabalga precediendolos por la calle de la Encarnacion, Marbot inclina la cabeza sobre la crin del caballo y aprieta los dientes, esperando el golpe de una teja, la maceta o el escopetazo que lo derriben de la silla. Es un militar profesional y con experiencia, pero eso no le impide lamentar su mala suerte. No hay tarea mas peligrosa que llevar un mensaje a traves de una ciudad en estado de insurreccion; y su mision consiste en llegar al Buen Retiro, donde se encuentran acampadas la caballeria de la Guardia Imperial y una division de dragones, sumando tres mil jinetes. La distancia no es grande, pero el itinerario incluye la calle Mayor, la puerta del Sol y las calles de Alcala o San Jeronimo, que en este momento son, para un frances, los peores lugares de Madrid. A Marbot no se le escapa que Murat, consciente de lo peligroso del encargo, se lo ha encomendado a el, joven oficial agregado a su estado mayor, en vez de a los edecanes titulares, a quienes prefiere mantener cerca y a salvo.

Aun no han perdido de vista Marbot y sus cuatro dragones el palacio Grimaldi, cuando desde un balcon les tiran un escopetazo, que eluden sin consecuencias. A su paso suenan varios tiros mas -por fortuna no son militares quienes disparan, sino civiles con escopetas de caza y pistolas- y algunos objetos caen desde balcones y ventanas. Acompanados del sonido de los cascos de sus monturas, los cinco jinetes avanzan al galope por las calles, en grupo compacto que obliga a la gente a dejar paso libre. De ese modo toman la calle Mayor y llegan a la puerta del Sol, donde la multitud es tanta y tan amenazadora que Marbot siente flaquearle el animo. Si vacilamos, concluye, aqui se acaba todo.

– ?No os detengais! -grita a sus hombres-. ?O estamos muertos!

Y asi, temiendo a cada zancada del caballo verse desmontado y hecho pedazos, el capitan clava espuelas, ordena a los dragones juntarse bien unos con otros, y los cinco cabalgan hacia la embocadura de San Jeronimo sin que los que se apartan a su paso, intentando algunos atrevidos oponerse o agarrarlos por las riendas -el propio Marbot atropella con su caballo a un par de exaltados-, puedan hacer otra cosa que insultarlos, arrojarles piedras y palos, y verlos pasar, impotentes. Sin embargo, entre la calle del Lobo y el hospital de los Italianos, la carrera se trunca: un hombre envuelto en una capa dispara a bocajarro una pistola contra el caballo de uno de los dragones, que hinca el belfo y derriba al jinete. En el acto sale de las casas vecinas un grupo numeroso que intenta degollar al dragon caido; pero Marbot y los otros tiran de las riendas, vuelven grupas y acuden en socorro del camarada, imponiendose a sablazos sobre las navajas y punales que manejan los atacantes, casi todos jovenes y desharrapados, de los que tres quedan en el suelo y huye el resto; no sin que dos dragones sufran heridas ligeras y Marbot reciba una recia punalada que, pese a no dar en carne, rasga una manga de su dolmen. Al fin, dando una mano al dragon desmontado para que se agarre a las sillas y corra entre dos caballos, los cinco hombres prosiguen la marcha a toda prisa, carrera de San Jeronimo abajo, hasta las caballerizas del Buen Retiro.

Mientras eso ocurre, el cerrajero Blas Molina Soriano tambien corre junto a los muros del convento de Santa Clara, huyendo de las descargas francesas. Tiene intencion de bajar hacia la calle Mayor y la puerta del Sol para unirse a los que alli estan; pero suena tiroteo y gritos de gente desbandada hacia la Plateria, asi que se detiene en la plazuela de Herradores con varios fugitivos que, como el, vienen corriendo desde Palacio. Entre ellos se encuentran el grupo del chocolatero Jose Lueco y otra pequena cuadrilla formada por un hombre mayor de barba blanca, que trae una antigua espada llena de herrumbre en la mano, y tres jovenes armados con oxidadas moharras de lanzas; armas todas viejas de mas de un siglo, y que, cuentan, han cogido en la tienda de un chamarilero. Dos mujeres y un vecino salen a darles agua y a preguntar como estan las cosas, aunque hay mas gente arriba, en las ventanas, mirando sin comprometerse. Molina, que tiene una sed atroz, bebe un trago y pasa la jarra.

– ?Quien tuviera fusiles! -se lamenta el viejo de la barba blanca.

– Y que lo diga usted, vecino -apostilla uno de los jovenes-. Hoy veriamos cosas gordas.

En ese momento el cerrajero tiene una inspiracion. El recuerdo de su visita al parque de Monteleon, escoltando al joven Fernando VII, lo ilumina de pronto. Su memoria registro fielmente los canones puestos en el patio, los fusiles alineados en sus armeros. Y ahora se da una sonora palmada en la frente.

– ?Estupido de mi! -exclama.

Los otros lo miran, sorprendidos. Entonces se explica. En el parque de artilleria hay armas, polvora y municion. Con todo eso en su poder, los madrilenos podrian tratar a los franceses de hombre a hombre, como debe ser, en vez de hacerse ametrallar por las calles, indefensos.

– Ojo por ojo -puntualiza, feroz.

A medida que explica su plan, Molina ve animarse los rostros de cuantos lo rodean: miradas de esperanza y ansia de revancha sustituyen a la fatiga. Al fin, levanta en alto el baston de nudos con el que apaleo al soldado frances y echa a andar, decidido, hacia la calle de las Hileras.

– ?Quien quiera luchar, que me siga! Y ustedes, vecinas, corran la voz… ?Hay fusiles en el parque de Monteleon!

3

En el parque de Monteleon, el teniente Rafael de Arango ha visto, con grandisimo alivio, abrirse un poco las puertas y entrar tranquilamente al capitan Luis Daoiz.

– ?Que tenemos por aqui? -pregunta el recien llegado, con mucha sangre fria.

Arango, que debe contenerse para no perder las formas y abrazar a su superior, lo pone al corriente, incluido lo de colocar piedras en los fusiles y disponer alguna cartucheria, precauciones que Daoiz aprueba.

– Es hacer un poco de contrabando -dice con una breve sonrisa-. Pero eso llevamos adelantado, por si acaso.

La situacion, le informa el teniente, es dificil, con el capitan frances y su gente muy nerviosos, y el gentio de afuera cada vez mas espeso. Mientras se escuchan tiros hacia el centro de la ciudad, nuevos grupos de alborotadores confluyen desde las calles proximas a las de San Jose y San Pedro, delante del parque. Los vecinos, entre ellos muchas mujeres exaltadas, salen a unirseles y golpean las puertas pidiendo armas. Segun el cabo Alonso, que sigue en la entrada, y el maestre mayor Juan Pardo, que vive enfrente y va y viene con noticias de la calle, todo se complica por momentos. El propio Daoiz pudo comprobarlo cuando se dirigia hacia aqui, enviado por el coronel Navarro Falcon.

– Asi es -dice el capitan en el mismo tono de calma-. Pero creo que podemos controlar las cosas, de

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