muerto hace tres anos al mando del navio Montanes en el combate naval de Trafalgar. Bajando por la calle del Pez, el joven ve a tres franceses que, cogidos del brazo, van por el centro del arroyo evitando las aceras «con paso firme y regular continente, si no sereno, digno, amenazandolos una muerte cruel y teniendo que sufrir ser el blanco de atroces insultos». Los tres se dirigen sin duda a su cuartel, seguidos por una veintena de madrilenos que los hostigan, aunque todavia no se deciden a tocarlos. Y en ultimo extremo, cuando la turba esta a punto de llegar a las manos, termina salvando a los franceses un hombre bien vestido, que se interpone y convence a la gente para que los deje ir sanos y salvos, con el argumento de que «no debe emplearse la furia espanola en hombres asi desarmados y sueltos».

Tambien hay lugar para la compasion militar. Cerca de la puerta de Fuencarral, los capitanes Labloissiere y Legriel, que llevan ordenes del general Moncey al cuartel del Conde-Duque, se salvan de unos vecinos que pretenden descuartizarlos, gracias a la intervencion de dos oficiales espanoles de Voluntarios del Estado, que los meten en su cuartel. Y en la puerta del Sol, el alferez de fragata Esquivel, que ha puesto a sus granaderos de Marina sobre las armas aunque siguen sin cartuchos, ve a ocho o diez soldados imperiales que, en la esquina de la calle del Correo, quieren pasar entre la gente que los rodea e insulta. Antes de que ocurra una desgracia, baja a toda prisa con algunos de sus hombres, logra desarmar a los franceses y los mete en los calabozos del edificio.

El comandante Vantil de Carrere, agregado al Cuerpo de Observacion del general Dupont, es uno de los dos mil noventa y ocho enfermos franceses -la mayoria por venereas y por sarna, que estraga al ejercito imperial- ingresados en el Hospital General, situado en la confluencia de la calle de Atocha con el paseo del Prado. Al escuchar gritos y golpes, Carrere se levanta de su catre en el pabellon de oficiales, se viste como puede y acude a ver que ocurre. En la puerta, cuya verja acaba de cerrarse ante una multitud de paisanos enfurecidos que arroja piedras mientras pretende entrar en el edificio y masacrar a los franceses, un capitan de Guardias Espanolas intenta contener al populacho con unos pocos soldados, a riesgo de su vida. Rogandole que aguante un poco mas, el comandante frances organiza con toda urgencia la defensa, movilizando a treinta y seis oficiales ingresados en el hospital y a cuantos soldados pueden tenerse en pie. Tras bloquear la puerta con una barricada hecha de camas metalicas, abierto el deposito de armas dispuesto en una sala del hospital, Carrere reune un batallon de novecientos hombres, vestidos con sus camisas gastadas y negras de enfermos, a los que distribuye por el edificio para guarnecer las entradas de Atocha y el Prado. Aun asi, el capitan de Guardias Espanolas todavia debe emplearse a fondo para reducir un intento de los mozos de cocinas por hacerse con armas dentro del hospital y degollar a los enfermos. En el tumulto de los pasillos, donde llegan a dispararse algunos tiros, un zapador espanol de robusta constitucion, dos cocineros y dos enfermeros son encerrados en las cocinas, pero ningun frances resulta herido. La situacion la despeja, al fin, una compania de infanteria imperial que acude a paso ligero, dispersa a la gente de la calle y acordona el edificio. Cuando el comandante Carrere busca al capitan espanol para darle las gracias y averiguar su nombre, este se ha marchado con sus hombres a su cuartel.

Otros no tienen la suerte de los enfermos del Hospital General. Un ordenanza frances de diecinueve anos que lleva un mensaje al reten de la plaza Mayor es asesinado por los vecinos en la calle de Cofreros; y un peloton que, ajeno al tumulto, pasa por el callejon de la Zarza cargando lena, es acometido con piedras y palos hasta que todos los imperiales quedan heridos o muertos, y los atacantes se apoderan de sus armas. Mas o menos a la misma hora, el presbitero don Ignacio Perez Hernandez, que permanece en la puerta del Sol con su grupo de feligreses de Fuencarral, ve desembocar por la calle de Alcala, junto a la iglesia y el hospital del Buen Suceso, a dos mamelucos de la Guardia, que galopan a rienda suelta con pliegos que -pronto averiguara su contenido, pues caeran en las manos mismas del sacerdote- son del general Grouchy para el duque de Berg.

– ?Moros!… ?Son moros! -grita la gente al ver sus turbantes, fieros bigotes y coloridas ropas-. ?Que no se escapen!

Los dos jinetes egipcios tiran los pliegos para salvar la vida e intentan abrirse paso entre la turba que les agarra las riendas de los caballos. A la altura de la calle Montera espolean sus monturas y las lanzan a traves del gentio, disparando sus pistolas de arzon a diestro y siniestro. Enfurecida, la multitud corre tras ellos, alcanza a uno en la red de San Luis, derribandolo de un balazo, y al otro en la calle de la Luna, de donde lo trae a rastras, ensanandose con el hasta que muere.

En el edificio de Correos, desde cuyo balcon lo ha presenciado todo, el alferez de fragata Esquivel envia un mensaje urgente al Gobierno Militar, comunicando al gobernador don Fernando de la Vera y Pantoja que la situacion empeora, que la puerta del Sol esta llena de gente exaltada, que hay varias muertes y que el no puede hacer nada, pues sus hombres siguen sin cartuchos por ordenes superiores. Al poco rato llega la respuesta del gobernador: que se las arregle como pueda, y si no tiene cartuchos, que los pida a su cuartel. Con pocas esperanzas, Esquivel manda a otro mensajero con esa solicitud, pero los cartuchos no llegaran nunca. Desalentado, termina por decir a sus hombres que atranquen la entrada; y en caso de que la multitud termine forzandola e invada el edificio, abran el calabozo donde estan los prisioneros franceses y los dejen escapar por la puerta de atras. Luego vuelve al balcon para observar el tumulto, y comprueba que mucha gente de la que llenaba la plaza, que habia abandonado esta por las calles Mayor y Arenal para dirigirse a Palacio, regresa en desbandada a la carrera. Los gabachos, gritan, estan ametrallando a cuantos se acercan, sin piedad.

Preocupado por las descargas que oye resonar hacia la zona de Palacio, el capitan Marcellin Marbot termina de vestirse a toda prisa, coge su sable, se lanza escaleras abajo y pide al mayordomo espanol del lugar en que se aloja -un pequeno palacete cercano a la plaza de Santo Domingo- que le ensillen el caballo que esta en la cuadra y lo saquen al patio interior. Ya se dispone a montarlo y salir al galope hacia su puesto junto al duque de Berg, en el cercano palacio Grimaldi, cuando aparece don Antonio Hernandez, consejero del tribunal de Indias y propietario de la casa. Viste el espanol a la antigua, con chupa de mandil y casaca de tontillo, aunque lleva el pelo gris sin empolvar. Al ver al joven oficial alterado y a punto de echarse de cualquier modo a la calle, lo retiene de un brazo con amistosa solicitud.

– Si sale, lo van a matar… Los suyos han disparado sobre la gente. Hay revoltosos afuera, atacando a todo frances que encuentran.

Desazonado, Marbot piensa en los soldados imperiales enfermos e indefensos, en los oficiales alojados en casas particulares por todo Madrid.

– ?Atacan a hombges desagmados?

– Me temo que si.

– ?Cobagdes!

– No diga eso. Cada cual tiene sus motivos, o cree tenerlos, para hacer lo que hace.

Marbot no esta de animos para apreciar motivos de nadie. Y no se deja convencer en cuanto a quedarse. Su puesto esta junto a Murat; y su honor de oficial, en juego, le dice resuelto a don Antonio. No puede permanecer escondido como una rata, asi que intentara abrirse paso a sablazos. El consejero mueve la cabeza y lo invita a seguirlo hasta la cancela, desde donde se ve la calle.

– Mire. Hay al menos treinta revoltosos con trabucos, palos y cuchillos… No tiene usted ninguna posibilidad.

El capitan se retuerce las manos, desesperado. Sabe que don Antonio tiene razon. Aun asi, su juventud y su coraje lo empujan adelante. Con ojos extraviados se despide de su anfitrion, agradeciendole su hospitalidad y sus finezas. Despues reclama de nuevo el caballo y empuna el sable.

– Deje aqui el caballo, envaine eso y venga conmigo -dice don Antonio, tras reflexionar un poco-. A pie tiene mas oportunidades que montado.

Y, con sigilo, rogandole que se ponga el capote para disimular lo llamativo del uniforme, el digno consejero conduce a Marbot hasta el jardin, lo hace pasar por una puertecita del muro, bajo la rosaleda, y dando un rodeo por las calles estrechas lo guia el mismo, caminando unos pasos por delante para comprobar que todo esta despejado, hasta la esquina de la calle del Reloj, junto al palacio Grimaldi, donde lo deja a salvo en un puesto de guardia frances.

– Espana es un lugar peligroso -le dice al despedirse con un apreton de manos-. Y hoy, mucho mas.

Cinco minutos despues, el capitan Marbot entra en el palacio Grimaldi. Hierve el cuartel general de Su Alteza Imperial el gran duque de Berg: hay un jaleo de mil diablos, los salones estan llenos de jefes y oficiales, y por

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