Navarro Falcon de que envie con urgencia un oficial de rango superior que maneje la situacion. Luego respira hondo, se llena los pulmones de aire como si fuera a zambullirse, y va en busca del capitan frances, para convencerlo de que todo esta en orden.
– ?Armas! ?Armas!… ?Necesitamos armas!
Corre la gente furiosa y desaforada por las calles proximas a Palacio, mostrando las manos desnudas, las ropas manchadas de sangre, metiendo heridos en los portales de las casas. En los balcones, las mujeres gritan, lloran. Unos vecinos corren a esconderse, otros salen enardecidos y exigen venganza y muerte, mientras una enajenacion colectiva inflama las calles. «A matar gabachos» es grito general. Y frente a quienes argumentan la falta de armas, circula la consigna «tenemos palos y cuchillos». En la plaza de la Cruz Verde, un sargento de caballeria polaca, que alli se aloja, es acometido por un grupo de mozalbetes cuando sale para dirigirse a su puesto, muerto a pedradas y navajazos, y colgado de los pies, desnudo, en un farol de la esquina de la calle del Rollo. Y a medida que se difunde la noticia de la matanza en Palacio, de barrio en barrio empieza la caza general del frances.
– ?Estan buscando a los gabachos por todo Madrid!… ?A las armas!… ?A las armas!
La multitud corre de un lado a otro, exaltada, buscando en quien vengarse. El centro de la ciudad es un hervidero de odio. Desde el balcon de Correos, el alferez de fragata Esquivel ve como el gentio de la puerta del Sol apedrea a un dragon que pasa al galope, inclinado sobre la crin de su caballo, en direccion a la carrera de San Jeronimo. Por todas partes suenan gritos llamando a las armas y a la monteria de franceses, y el populacho comienza a lanzarse sobre estos cuando los encuentra aislados, sorprendidos en la puerta de sus alojamientos o camino de los cuarteles. Muchos oficiales, suboficiales y soldados pierden asi la vida, acuchillados al poner el pie en la calle. En los primeros momentos, ademas del sargento de caballeria polaca, dos militares imperiales son asesinados frente al teatro de los Canos del Peral, tres mueren degollados en la plaza del Conde de Barajas, y dos apunalados con tijeras de sastre junto a la taberna del arco de Botoneras. Y a otro polaco, de los que montan guardia en la plazuela del Angel frente al palacio de Ariza -residencia del general Grouchy-, le descargan un trabuco en la espalda. Mucha gente hecha a la rapina y la navaja sale a pescar en rio revuelto, con el resultado de que a los cadaveres franceses se les despoja de bolsas, anillos, prendas de ropa y cuantos objetos de valor llevan encima.
No son pocas las mujeres que intervienen en el desorden. Tras echarse a la calle a ecos del tumulto, Ramona Esquilino Onate, de veinte anos, soltera, que vive en el numero 5 de la calle de la Flor, camina con su madre hasta la esquina de San Bernardo, animando al vecindario a enfrentarse a los franceses.
– ?Herejes sin Dios y sin verguenza! -los define la madre.
Y dando alli con un oficial imperial que sale de una casa donde se aloja, lo acometen ambas arrebatandole la espada, le causan varias heridas con esta, y lo habrian matado de no acudir en su socorro varios soldados franceses, que a culatazos y golpes de bayoneta dejan a las dos mujeres malparadas y exanimes.
De los barrios mas broncos, a los que van llegando noticias de balcon en balcon y de boca en boca, convergen hacia las calles centricas grupos de chisperos, manolos y gentuza encolerizada, con el aliento de numerosas mujeres que los acompanan y jalean, para atacar a todo frances con que se topan. No hay soldado imperial a pie o montado que no reciba palos, navajazos, pedradas, golpes de tejas, ladrillos o macetas. Una de estas, arrojada desde un balcon de la calle del Barquillo, mata al hijo del general Legrand -que ha sido paje personal del Emperador-, derribandolo del caballo ante la consternacion de sus companeros. Cerca de alli, Jose Muniz Cueto, asturiano de veintiocho anos, que trabaja de mozo en la hosteria de la plazuela de Matute y viene de Palacio espantado por lo que acaba de vivir, se une a otros jovenes en la persecucion de un frances al que descubren huyendo, hasta que este se mete en el colegio de Loreto, donde unas monjas salen a defenderlo y lo acogen dentro. De vuelta a la hosteria, el asturiano encuentra a su hermano Miguel y a otros tres sirvientes -se llaman Salvador Martinez, Antonio Arango y Luis Lopez- armandose con el dueno del negocio, Jose Fernandez Villamil, para salir a buscar franceses. En la cocina se oye el llanto de la hostelera y las criadas.
– ?Vienes? -pregunta el amo.
– La duda ofende. Y mas yendo mi hermano.
Se echan los seis afuera en chaleco y remangadas las camisas, serios, determinados. Todos llevan sus navajas, a las que han anadido grandes cuchillos de cocina, el hacha de partir lena, un chuzo oxidado, un espeton de asar y una escopeta de caza que el hostelero descuelga de la pared. En la calle de las Huertas, donde se les unen el aprendiz de sastre de un taller cercano y un platero de la calle de la Gorguera, hay un enorme charco de sangre en el suelo, pero no ven a nadie muerto o herido, ni espanol ni frances. Alguien dice desde una ventana que un mosiu se ha defendido: la del suelo es sangre madrilena. Algunas mujeres gritan o se lamentan en los balcones; otras, al ver al hostelero y sus mozos, aplauden y piden venganza. De camino, mientras la partida engrosa con nuevas incorporaciones -un mancebo de botica, un yesero, un mozo de cuerda y un mendigo que suele pedir en Anton Martin-, algunos comerciantes cierran las puertas y ponen tablones en los escaparates. Unos pocos animan al grupo armado, y los chicuelos de la calle dejan trompos y tabas para correr detras.
– ?A Palacio!… ?A Palacio! -grita el mendigo-… ?Que no quede franchute vivo!
De ese modo empiezan a formarse por toda la ciudad partidas espontaneas, que tendran papel relevante al poco rato, cuando los disturbios se conviertan en insurreccion masiva y la sangre corra a rios por las calles. La Historia registrara la existencia de al menos quince de estas partidas organizadas, solo cinco de ellas dirigidas por individuos con preparacion militar. Como la capitaneada desde la plazuela de Matute por el hostelero Fernandez Villamil, donde figuran los mozos Jose Muniz y su hermano Miguel, casi todas las cuadrillas se forman con gente del pueblo bajo, obreros, artesanos, humildes funcionarios y pequenos comerciantes, con poca presencia de clases acomodadas y solo en un caso conducidas por alguien que pertenece a la nobleza. Uno de esos grupos se levanta en una botilleria de la carrera de San Jeronimo; otro se forma en la calle de la Bola, entre los lacayos del conde de Altamira y los del embajador de Portugal; otro sale de la corredera de San Pablo, dirigido por el almacenista de carbon Cosme de Mora; otro lo organiza en la calle de Atocha el platero Julian Tejedor de la Torre con su amigo el guarnicionero Lorenzo Dominguez, sus oficiales y aprendices; y otro, el mas ilustrado de los que hoy combatiran en las calles de Madrid, es levantado por el arquitecto y academico de San Fernando don Alfonso Sanchez en su casa de la parroquia de San Gines, donde arma a sus criados, a algunos vecinos y a sus colegas Bartolome Tejada, profesor de Arquitectura, y Jose Alarcon, profesor de Ciencias en la academia de cadetes de Guardias Espanolas: unos caballeros que, segun todos los testigos, pelearan durante la jornada, pese a su posicion, edad e intereses, con mucho coraje y mucha decencia.
No todo el mundo persigue a los franceses. Es cierto que en los barrios mas bajos o populares y en las cercanias de Palacio, calientes tras la matanza hecha por la Guardia Imperial, los vecinos se ensanan con cuantos caen en sus manos; pero muchas familias protegen a los que se alojan en domicilios particulares y los ponen a salvo del furor de quienes pretenden asesinarlos. No siempre se trata de caridad cristiana: para muchos madrilenos, sobre todo gente establecida, empleados del Estado, altos funcionarios y nobles, las cosas no parecen claras. La familia real esta en Bayona, el pueblo revuelto no es fiable en sus fervores y odios, y los franceses - unico poder incontestable a dia de hoy, sin verdadero Gobierno y con el ejercito espanol paralizado- suponen cierta garantia frente al desorden callejero que puede volverse, en manos de cabecillas revoltosos, desbocado y temible. En cualquier caso, por una u otra razon, lo cierto es que no falta en las calles quien se interponga entre pueblo y franceses solos o desarmados, como el vecino que en la plazuela de la Lena salva a un caporal gritandole a la gente: «Los espanoles no matamos a gente indefensa». O las mujeres que frente a San Justo se oponen a quienes pretenden rematar a un soldado herido, y lo meten en la iglesia.
No son estos los unicos ejemplos de piedad. Durante toda la manana, incluso en las horas terribles que estan por llegar, menudearan los casos en que se respete la vida de los que arrojen las armas y pidan clemencia, encerrandolos en sotanos y buhardillas o guiandolos a lugares seguros; aunque el rigor es inmisericorde con quienes intentan llegar en grupos a sus cuarteles o abren fuego. Pese a las muchas muertes callejeras, el historiador frances Thiers reconocera mas tarde que no pocos soldados franceses deben hoy la vida