llevan al infante!», ha voceado, confirmando los temores de la gente que se congrega alrededor del coche vacio, y que ahora pasa de las sesenta o setenta personas. Es menos de lo que necesita Molina para dar el paso siguiente. Fuera de si, seguido por algunos de los mas exaltados y por la mujer alta y bien parecida, que agita un panuelo blanco para que los centinelas no disparen, el cerrajero se precipita hacia la puerta mas proxima, la del Principe, donde los soldados de Guardias Espanolas, perplejos, no le impiden el paso. Sorprendido del exito de su iniciativa, Molina anima a los que lo siguen a continuar adelante, da un par de vivas a la familia real, vuelve a gritar «traicion, traicion» con voz atronadora, y envalentonado al comprobar que muchos corean sus consignas, sube por las primeras escaleras que encuentra, sin otra oposicion que la de un uniformado, el exento de Guardias de Corps Pedro de Toisos, que le sale al paso.

– ?Por Dios!… ?Estense ustedes quietos, que ya tenemos quien nos guarde las espaldas!

– ?Un carajo! -vocea Molina, apartandolo-. ?Las espaldas las guardamos nosotros!… ?Mueran los franceses!

Inesperadamente, mientras el cerrajero avanza seguido por sus incondicionales, en el rellano de la escalera aparece un nino de doce anos, vestido de corte y acompanado de un gentilhombre y cuatro Guardias de Corps. La mujer alta, que sigue tras Molina, da un grito: «?El infante don Francisco!», y el cerrajero se detiene en seco, desconcertado, al verse ante el chiquillo. Luego, rehaciendose con su habitual desparpajo, hinca una rodilla en los peldanos de la escalera y grita: «?Viva el infante! ?Viva la familia real!», coreado por sus acompanantes. El nino, que habia palidecido al ver el tumulto, recobra el color y sonrie un poco, lo que aviva el entusiasmo de Molina y su gente.

– ?Arriba, arriba! -gritan-. ?A ver al infante don Antonio!… ?De aqui no sale nadie!

Y asi, en tropel salpicado de vitores y mueras, Molina y los suyos se precipitan a besarle las manos al nino y lo llevan casi en volandas, con su escolta, hasta la puerta del gabinete de su tio don Antonio. Una vez alli, respondiendo a unas palabras que el gentilhombre que lo acompana desliza en su oido, el chico, con una serenidad admirable para sus pocos anos, agradece a Molina y a los otros sus desvelos, asegura que no viaja a Bayona ni a ninguna parte, les ruega que bajen a la plaza a tranquilizar a la gente, y promete que en un momento se asomara a un balcon para contentarlos a todos. El cerrajero duda un instante, pero comprende que es aventurado ir mas alla, sobre todo porque en la escalera resuenan las pisadas de un piquete de Guardias Espanolas que sube a toda prisa para despejar la situacion. Asi que, satisfecho y decidido a no tentar mas la suerte, convence a quienes lo siguen de que eso es lo razonable, se despide del infante con muchos vivas y reverencias, baja las escaleras con su sequito saltando los peldanos de cuatro en cuatro, y regresa a la plaza, triunfante y feliz como si llevara la faja de capitan general, justo cuando don Francisco de Paula, que cumple como un joven caballero, sale entre grandes aplausos al balcon que hace escuadra en la rinconada de Palacio, saludando con la cabeza en senal de gratitud y haciendo muchos besamanos al pueblo alli congregado, que pasa ya de las trescientas personas, entre ellas algunos soldados sueltos del regimiento de Voluntarios de Aragon, con mas gente acercandose de las casas vecinas y otra asomada a los balcones.

En ese momento vuelve a complicarse todo. Muy cerca del cerrajero Molina, Jose Lueco, vecino de Madrid y fabricante de chocolate, esta junto al carruaje que sigue detenido en la puerta del Principe, ocupado solo por el cochero y el postillon. En el tumulto, y mientras el infante se asomaba al balcon, Lueco acaba de cortar con su navaja, ayudado por Juan Velazquez, Silvestre Alvarez y Toribio Rodriguez -el primero mozo de mulas y los otros mozos de caballos del conde de Altamira y del embajador de Portugal-, las riendas del tiro del carruaje.

– ?En este no se lo llevan! -gallea Lueco.

– Antes muertos -apunta Velazquez.

– Que esclavos -remacha Rodriguez.

La gente los aplaude como a heroes. Alguno intenta, incluso, desjarretar a las mulas. En ese mismo instante, y cuando aun no han cerrado las navajas, entre la multitud aparecen dos uniformes franceses, uno de soldado de infanteria ligera y otro blanco y carmesi con muchos cordones y entorchados, que viste el jefe de escuadron Armand La Grange, ayudante del duque de Berg; quien al ver el revuelo desde la terraza de su cercana residencia del palacio Grimaldi, lo envia con un interprete a ver que sucede. Y se da la circunstancia de que La Grange, veterano pese a su juventud y hombre de puntillo aristocratico, que por temperamento detesta a la chusma, se abre paso a empujones camino de la puerta del Principe, con mucho valor o mucho desprecio. Con muy malas maneras, en suma, y con la soberbia de quien se mueve por terreno propio. Hasta que, para su infortunio, se topa con Jose Lueco y los companeros.

– Vas a empujar -le dice este- a la cochina gabacha que te pario.

El edecan de Murat no conoce una palabra de espanol, pero el interprete se lo traduce. Ademas, las navajas abiertas y las caras de quienes las empunan hablan solas. Asi que da un paso atras y mete mano al sable de caballeria que lleva al cinto. El soldado lo imita, la gente abre corro venteando refriega, y en esas aparece el cerrajero Molina, que a la vista de los uniformes renueva sus gritos:

– ?Matadlos! ?Matadlos!… ?Que no pase ningun frances!

En menos de lo que tarda en decirlo, todos se precipitan sobre La Grange y el interprete, los zarandean, desgarran su ropa, y habrian sido descuartizados alli mismo de no interponerse el exento de Guardias de Corps Pedro de Toisos. Con mucha presencia de animo, Toisos llega a la carrera y logra poner aparte al ayudante de Murat y al soldado, haciendoles envainar los sables mientras ordena a Lueco y a los otros que guarden las navajas.

– ?No derramemos sangre!… ?Piensen en el infante don Francisco, por el amor de Dios!… ?No deshonremos este sitio!

Su uniforme y su autoridad contienen un poco los animos, dando tiempo a que un piquete de veinte franceses, que viene a toda prisa por la calle Nueva, ponga a recaudo a sus compatriotas, retirandose con ellos entre un circulo de bayonetas. Esto enfurece a Blas Molina, que ve escaparsele la presa y da voces incitando a la gente a no dejarlos ir. En ese momento aparece en la puerta de Palacio el ministro de la Guerra, O’Farril, que sale a echar un vistazo. Y como el cerrajero le grita sin ningun respeto en las narices, el ministro, descompuesto, le da un empujon, queriendo apartarlo de alli.

– ?Marchense estos insurrectos a sus casas, que nadie necesita de ellos!

– ?Usia y otros picaros venden a Espana y nos pierden a todos! -se revuelve el cerrajero, sin amilanarse.

– ?Fuera de aqui, o mando abrir fuego!

– ?Fuego?… ?Contra el pueblo?

La gente se agolpa, amenazadora, secundando a Molina. Un soldado joven de Voluntarios de Aragon pone la mano en la empunadura de su sable, increpando a O’Farril hasta que este, prudente, se mete dentro. En ese instante se oyen nuevos gritos. «?Un frances! ?Un frances!», vociferan varios, corriendo hacia la esquina del Tesoro. Molina, que busca ciegamente donde descargar su colera, se abre paso a codazos, a tiempo de ver como un asustado marino de la Guardia Imperial -un mensajero que intentaba escapar hacia San Gil- es desarmado frente al cuerpo de guardia por el capitan de Guardias Walonas Alejandro Coupigny, hijo del general Coupigny, que le quita el sable y lo mete dentro para salvarlo de la turba furiosa. Molina, descompuesto por la perdida de esta segunda presa, arrebata de manos de un vecino un grueso baston de nudos y lo enarbola en alto.

– ?Vamos todos a buscar franceses! -grita hasta desencajarse las quijadas-. ?A matarlos!… ?A matarlos!

Y, dando ejemplo, seguido por el soldado de Voluntarios de Aragon, el chocolatero Lueco, los mozos de caballerias y algunos mas, entre los que no faltan varias mujeres, echa a correr hacia las calles proximas a Palacio, buscando en quien saciar la sed de sangre; objeto que consigue a los pocos pasos, pues apenas doblada la esquina descubren a un militar imperial, sin duda otro mensajero que se dirige al acuartelamiento de San Nicolas. Con aullidos de jubilo, el cerrajero y el soldado se lanzan en persecucion del frances, que corre desesperado hasta que Molina lo alcanza a garrotazos en la rinconada de la escuela que hay frente a San Juan. Alli mismo le golpea una y otra vez la cabeza, sin piedad, hasta que el infeliz cae al suelo, donde el soldado lo atraviesa con su sable.

Joaquin Fernandez de Cordoba, marques de Malpica y grande de Espana, esta asomado al balcon de su casa, cerca del Palacio Real y frente a la iglesia de Santa Maria, observando el ir y venir de la gente. Con el ultimo griterio y conmociones, inquieto y espoleado por la curiosidad, el marques decide echar un vistazo de cerca. Para no comprometerse -es capitan del regimiento de infanteria de Malaga, aunque se encuentra dispensado del servicio-, descarta el uniforme y se viste con sombrero de ala corta, frac pardo, pantalon de ante y botas polacas. Despues coge un baston estoque, se mete un cachorrillo cebado y cargado con bala en un bolsillo, y sale

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