de Murat. De los diez mil franceses que ocupan la ciudad y los veinte mil apostados en las afueras, una cuarta parte son tropas fogueadas y con excelentes oficiales, y cada division tiene al menos un batallon experimentado - los de Westfalia, Irlanda y Prusia- que la encuadra y da consistencia. Sin contar los granaderos, marinos y jinetes de la Guardia Imperial y los dos mil dragones y coraceros acampados en el Buen Retiro, la Casa de Campo y los Carabancheles.

– Cochinos gabachos -dice una voz junto a Velarde.

El capitan se vuelve hacia el hombre que esta a su lado. Es un zapatero de viejo, con el mandil puesto, que acaba de retirar las tablas de la puerta de su covacha, en el zaguan del edificio que hace esquina.

– Mirelos -anade el zapatero-. Como si estuvieran en su casa.

Velarde lo observa. Debe de rondar los cincuenta anos, calvo, el pelo ralo y los ojos claros y acuosos, que destilan desprecio. Mira a los franceses como si deseara que el edificio se desplomara sobre sus cabezas.

– ?Que tiene contra ellos? -le pregunta Velarde.

La expresion del otro se transforma. Sin duda se ha acercado al oficial, desvelandole su pensamiento, porque el uniforme espanol le daba confianza. Ahora parece a punto de retroceder un paso mientras lo observa, suspicaz.

– Tengo lo que tengo que tener -dice al fin entre dientes, hosco.

Velarde, pese al malhumor que lo atenaza desde hace dias, no puede evitar una sonrisa.

– ?Y por que no va y se lo dice?

El zapatero lo estudia con recelo, de arriba abajo, deteniendose en las charreteras de capitan y las bombas de artilleria en el cuello de la casaca de estado mayor. De parte de quien estara este militar hijo de mala madre, parece preguntarse.

– Quiza lo haga -murmura.

Velarde asiente, distraido, y no dice mas. Aun permanece unos instantes junto al zapatero, contemplando a los de la fonda. Luego, sin despedirse, camina calle arriba.

– Cobardes -oye decir a su espalda, e intuye que eso no va por los franceses. Entonces gira sobre sus talones. El zapatero sigue en la esquina, los brazos en jarras, mirandolo.

– ?Que ha dicho? -pregunta Velarde, que siente agolparsele la sangre en la cara.

El otro desvia la mirada y se mueve hacia la proteccion del zaguan, sin responder, asustado de sus propias palabras. El capitan abre la boca para insultarlo. Maquinalmente ha puesto una mano en la empunadura del sable, y lucha con la tentacion de castigar la insolencia. Al fin se impone el buen sentido, aprieta los dientes y permanece inmovil, sin decir nada, hecho un laberinto de furia, hasta que el zapatero agacha la cabeza y desaparece en su covacha. Velarde vuelve la espalda y se aleja descompuesto, a largas zancadas.

Vestido con sombrero a la inglesa, frac solapado y chaleco ombliguero, el literato e ingeniero retirado de la Armada Jose Mor de Fuentes pasea por la calle Mayor, paraguas bajo el brazo. Se encuentra en Madrid con cartas de recomendacion del duque de Frias, pretendiendo la direccion del canal de Aragon, su tierra. Como muchos ociosos, acaba de pasar por la administracion de Correos en busca de noticias de los reyes retenidos en Bayona; pero nadie sabe nada. Asi que tras tomar un refrigerio en un cafe de la carrera de San Jeronimo, decide echar un vistazo por la parte de Palacio. La gente con la que se cruza parece agitada, dirigiendose en grupos hacia la puerta del Sol. Un platero, al que encuentra abriendo la tienda, le pregunta si es cierto que se preven disturbios.

– No sera gran cosa -responde Mor de Fuentes muy tranquilo-. Ya sabe: pueblo ladrador, poco mordedor.

Los joyeros de la puerta de Guadalajara no parecen compartir esa tranquilidad: muchas platerias permanecen cerradas, y otras tienen a los duenos fuera, mirando inquietos el ir y venir. Por la plaza Mayor y San Miguel hay grupos de verduleras y mujeres cesta al brazo que parlotean en agitados corros, mientras de los barrios bajos de Lavapies y la Paloma suben rachas de gente brava, achulada, montando bulla y pidiendo higados de gabacho para desayunar. Eso no incomoda a Mor de Fuentes -el mismo tiene sus gotas de fantasioso y un punto de fanfarron-, sino que lo divierte. En una corta memoria o bosquejillo de su vida que publicara anos mas tarde, al referirse a la jornada que hoy comienza, mencionara un plan de defensa de Espana que el mismo habria propuesto a la Junta, patrioticas conversaciones con el capitan de artilleria Pedro Velarde, e incluso un par de intentos por tomar hoy las armas contra los franceses: armas de las que durante todo el dia -y no por falta de ocasiones en Madrid- se mantendra bien lejos.

– ?Adonde va usted, Mor de Fuentes, si hay un alboroto tan grande?

El aragones se quita el sombrero. En la esquina de los Consejos acaba de encontrarse con la condesa de Giraldeli, dama de Palacio a la que conoce.

– Lo del alboroto ya lo veo. Pero dudo que vaya a mas.

– ?Si?… Pues en Palacio se quieren llevar los franceses al infante don Francisco.

– Que me dice usted.

– Como lo oye, Mor.

La de Giraldeli se marcha, azorada y llena de congoja, y el literato aprieta el paso hacia el arco de Palacio. Hoy se encuentra alli de servicio uno de sus conocidos, el capitan de Guardias Espanolas Manuel Jauregui, del que pretende obtener informacion. La jornada se presenta interesante, piensa. Y quiza vindicativa. Los gritos que se profieren contra Francia, los afrancesados y amigos de Godoy, suscitan en Mor de Fuentes un placer secreto y anadido. Su ambicion artistica -acaba de publicar la tercera edicion de su mediocre Serafina- y los circulos de amistades literarias en que se mueve, con Cienfuegos y los otros, lo llevan a detestar con toda su alma a Leandro Fernandez de Moratin, protegido del depuesto Principe de la Paz. A Mor de Fuentes lo mortifica, y mucho, que el publico de los teatros rinda, a modo de recua o piara, servil acatamiento a los apartes, palabrillas sueltas, soseria mojigata y gustos del Ingenio de Ingenios y otras extranjerias, junto al que a todos los demas -Mor de Fuentes incluido- se les toma por enanillos ajenos al talento, a la prosa y al verso castellanos. Por eso el aragones se complace con los gritos que, mezclados con los que alientan contra los franceses, aluden a Godoy y a la gente de polaina, Moratin incluido. Aprovechando el barullo, a Mor de Fuentes no le disgustaria que al nuevo Moliere, mimado de las musas, le dieran hoy un buen escarmiento.

Cuando Blas Molina Soriano, cerrajero de profesion, llega a la plaza de Palacio, solo queda un carruaje de los tres que aguardaban ante la puerta del Principe. Los otros se alejan por la calle del Tesoro. Al lado del que sigue inmovil y vacio se ve poca gente, a excepcion del cochero y el postillon: tres mujeres con toquillas sobre los hombros y capazos de la compra, y cinco vecinos. Hay algunos curiosos mas en la amplia explanada, observando a distancia. Para averiguar quien ocupa los carruajes, Molina se recoge la capa de pardomonte y corre detras, aunque no logra alcanzarlos.

– ?Quien va en aquellos coches? -pregunta cuando vuelve.

– La reina de Etruria -responde una de las mujeres, alta y bien parecida.

Todavia sin aliento, el cerrajero se queda con la boca abierta.

– ?Esta usted segura?

– Claro que si. La he visto salir con sus ninos, acompanada por un ministro, o un general… Alguien con sombrero de muchas plumas, que le daba el brazo. Subio deprisa y se fue en un suspiro… ?Verdad, comadre?

Otra mujer asiente, confirmandolo:

– Se tapaba con una mantilla. Pero que se me pegue el puchero si no era Maria Luisa en persona.

– ?Ha salido alguien mas?

– No, que yo sepa. Dicen que se va tambien el infantito don Francisco de Paula, la criatura. Pero solo hemos visto a la hermana.

Sombrio, lleno de funestos presentimientos, Molina se dirige al cochero.

– ?Para quien es el carruaje?

El otro, sentado en su pescante, encoge los hombros sin responder. Escamadisimo, Molina mira alrededor. Aparte los centinelas de la puerta -hoy toca Guardias Espanolas en la del Principe y Walonas en el Tesoro-, no se ve escolta ninguna. Es inimaginable un traslado de esa importancia sin tomar precauciones, se dice. Aunque tal vez lo que pretenden es no llamar la atencion.

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