– Hagan el favor de no complicarme la vida -fue el comentario con que el general O’Farril, fiel a su estilo, enterro el asunto.
Pese a todo, a las dificultades y al desinteres de la junta de Gobierno, una tercera conspiracion, la de los artilleros, ha seguido adelante hasta hace pocos dias. El plan, fraguado con reuniones secretas en la chocolateria del arco de San Gines, en la Fontana de Oro y en la casa que el escribiente Almira tiene en el 31 de la calle Preciados, nunca pretendio una victoria militar, imposible contra los franceses, sino ser chispa que prendiese una vasta insurreccion nacional. Desde hace tiempo, gracias a que el coronel Navarro Falcon favorecia a los conspiradores no dandose por enterado, en el parque de Monteleon se trabajaba secretamente en la fabricacion de cartuchos de fusil, balas y metralla para canones, rehabilitando piezas de artilleria y escondiendo la ultima remesa de fusiles enviada desde Plasencia para evitar que fuese a manos francesas, como las anteriores; aunque en los ultimos dias, alertado el cuartel general de Murat y con ordenes del Ministerio de la Guerra espanol para suspender esas actividades, los artilleros trasladaron en secreto el taller de cartucheria a una casa particular. Tambien siguieron manteniendo contactos en casi todos los departamentos militares de Espana, y convinieron, determinados por Pedro Velarde, puntos de concentracion para tropas y futuras milicias, los mandos respectivos, los depositos de pertrechos y lugares donde serian interceptados los correos franceses y cortadas sus comunicaciones. Pero llevar todo eso a la practica exigia recursos superiores a los del Cuerpo; por lo que Velarde, siempre impetuoso, decidio por su cuenta y riesgo pedir ayuda a la Junta de Gobierno. Asi que, sin consultar con nadie, fue a ver al general O’Farril y le conto el plan.
Mientras cruza la plaza de Santo Domingo en direccion a la calle de San Bernardo, Luis Daoiz revive la angustia con que escucho a su companero contar los pormenores de la conversacion con el ministro de la Guerra. Velarde venia excitado, ingenuo y exultante, convencido de que habia logrado poner al ministro de su parte. Pero mientras referia la entrevista, Daoiz, perspicaz sobre la naturaleza humana, comprendio que la conspiracion quedaba sentenciada. Asi que, ahorrando reproches que de nada servian, se limito a escuchar en silencio, tristemente, y a negar con la cabeza cuando el otro hubo terminado.
– Se acabo -dijo.
Velarde se habia puesto palido.
– ?Como que se acabo?
– Que se acabo. Olvidalo… Hemos perdido.
– ?Estas loco? -su amigo, impulsivo como siempre, lo agarraba por la manga de la casaca-. ?O’Farril ha prometido ayudarnos!
– ?Ese?… Tendremos suerte si no nos mete a todos en un castillo.
Daoiz acerto de pleno, y las consecuencias de la indiscrecion se hicieron sentir de inmediato: cambios de destino para los artilleros, movimientos tacticos de las tropas imperiales y un reten de franceses dentro del parque de artilleria. El recuerdo de la visita del rey Fernando a Monteleon a principios de abril, presentandose cuatro dias antes de salir hacia Bayona sin otra escolta que un caballerizo, y las aclamaciones que le dedicaron los artilleros mientras visitaba el recinto, acrecientan ahora la tristeza del capitan. «Sois mios. De vosotros puedo fiarme, porque defendereis mi corona», llego a decir el joven rey en voz alta, elogiandolos a el y a sus companeros. Pero en este primer lunes de mayo, atenazados por las ordenes, la desconfianza o la cautela de sus superiores, los artilleros no son del rey ni de nadie. Ni siquiera pueden confiar unos en otros. El conjurado de mayor graduacion es Francisco Novella, que solo es teniente coronel, y ademas se encuentra mal de salud; el resto son unos pocos capitanes y tenientes. Tampoco los intentos personales de Daoiz para implicar al cuerpo de Alabarderos, a los Voluntarios del Estado del cuartel de Mejorada y a los Carabineros Reales de la plaza de la Cebada han dado fruto: excepto los Guardias de Corps y algun oficial de rango inferior, nadie fuera del pequeno grupo de amigos osa rebelarse contra la autoridad. Asi que, por prudencia, y pese a las reticencias de Pedro Velarde, de Juan Consul y de algun otro, los conspiradores han dejado el intento para mejor ocasion. Muy pocos los seguirian, y menos despues de las ultimas disposiciones que confinan a los militares en sus cuarteles y los privan de municion. No sirve de nada -asi se manifesto Daoiz en la ultima reunion, antes de que Velarde se fuera dando un portazo- hacerse ametrallar como pardillos, con todo el Ejercito mirando cruzado de brazos, sin esperanza y sin gloria, o acabar en el calabozo de una prision militar.
Tales son, en resumen, los recuerdos mas recientes y los amargos pensamientos que esta manana, camino de su destino rutinario en la Junta Superior de Artilleria, acompanan al capitan Luis Daoiz; ignorante de que, antes de acabar el dia, un cumulo de azares y coincidencias -de los que ni siquiera el mismo sera consciente- van a inscribir su nombre, para siempre, en la historia de su siglo y de su patria. Y mientras el todavia oscuro oficial camina por la acera izquierda de la calle de San Bernardo, observando con preocupacion los grupos de gente que se forman a trechos y se dirigen hacia la puerta del Sol, se pregunta, inquieto, que estara haciendo a esas horas Pedro Velarde.
Como cada manana antes de acudir a su destino en la junta de Artilleria, el capitan Pedro Velarde y Santillan, santanderino de nacimiento, veintiocho anos de edad -la mitad de ellos vistiendo uniforme, pues ingreso como cadete a los catorce-, da un rodeo, y en vez de ir directamente de su casa en la calle Jacometrezo a la de San Bernardo, toma la corredera de San Pablo y pasa por la calle del Escorial. Hoy lleva en el bolsillo una carta para su novia -Concha, con la que tiene promesa de matrimonio-, que enviara mas tarde a Correos. Sin embargo, al pasar bajo cierto balcon de un cuarto piso de la calle del Escorial, donde una mujer enlutada y aun hermosa riega las macetas, Velarde, tambien como cada manana, se quita el sombrero y saluda mientras ella permanece inmovil, observandolo desde arriba hasta que dobla la esquina y se aleja. Esa mujer, cuyo nombre quedara registrado en la letra menuda de la jornada que hoy comienza, es y sera para siempre un misterio en la biografia de Velarde. Se llama Maria Beano, es madre de cuatro hijos aun menores, varon y tres hembras, y viuda de un capitan de artilleria. Vive, segun declararan mas tarde los vecinos,
Pedro Velarde viste la casaca verde de estado mayor de Artilleria en vez de la azul comun. Mide cinco pies y dos pulgadas, es delgado y de facciones atractivas. Se trata de un oficial inquieto, ambicioso, inteligente, con seria formacion cientifica y prestigio entre sus companeros, que ha desempenado trabajos tecnicos de relevancia, estudios sobre artilleria y comisiones diplomaticas importantes; aunque, salvo una intervencion casi testimonial en la guerra con Portugal, carece de experiencia en combate, y en el apartado valor de su hoja de servicios figuran las palabras
En la esquina de San Bernardo, Velarde se detiene a observar de lejos a cuatro soldados franceses que desayunan en torno a la mesa, puesta en la puerta, de una fonda. Por su uniforme deduce que pertenecen a la 3? division de infanteria, repartida entre Chamartin y Fuencarral, con elementos del 9? regimiento provisional instalados en aquel barrio. Los soldados son muy jovenes, y no llevan otras armas que las bayonetas en sus fundas del correaje: muchachos de apenas diecinueve anos que la despiadada conscripcion imperial, avida de sangre joven para las guerras de Europa, arranca de sus casas y sus familias; pero invasores, a fin de cuentas. Madrid esta lleno de ellos, alojados en cuarteles, posadas y viviendas particulares; y sus actitudes van desde las de quienes se comportan con la timidez de viajeros en lugar desconocido, esforzandose para pronunciar algunas palabras en lengua local y sonreir corteses a las mujeres, hasta la arrogancia de quienes actuan como lo que son: tropas en lugar conquistado sin disparar un solo tiro. Los del meson llevan las casacas desabrochadas; y uno, acostumbrado sin duda a climas septentrionales, esta en mangas de camisa, disfrutando de los rayos de sol tibio que calientan aquel angulo de la calle. Rien en voz alta, bromeando con la moza que los atiende. Tienen aspecto de bisonos, confirma Velarde. Con el grueso de sus ejercitos empleado en duras campanas europeas, Napoleon no cree necesario enviar a Espana, sometida de antemano y donde no espera sobresaltos, mas que algunas unidades de elite acompanadas de gente sin experiencia y reclutas de las levas de 1807 y 1808, estos ultimos con apenas dos meses de servicio. En Madrid, sin embargo, hay fuerzas de calidad suficiente para asegurar el trabajo