– ?Han venido gabachos? -pregunta a uno de los curiosos.

– No he visto ninguno. Solo un centinela alla lejos, en San Nicolas.

Pensativo, Molina se rasca el menton que esta manana no tuvo tiempo de afeitar. San Nicolas, junto a la iglesia de ese nombre, es el acuartelamiento mas cercano de franceses, y es raro que esten asi de tranquilos. O que lo parezcan. El acaba de pasar por la puerta del Sol, y alli tampoco hay rastro de ellos, aunque el sitio esta lleno de vecinos que andan calientes. Nadie, sin embargo, frente a Palacio. Los coches que han partido y ese otro dispuesto y vacio no auguran nada bueno. Un clarin de alarma resuena en sus adentros.

– Nos la estan endinando -concluye- hasta la bola.

Sus palabras hacen volver la cabeza a Jose Mor de Fuentes. El literato aragones se encuentra por alli tras venir paseando desde el arco de Palacio. No le han dejado ver a su amigo el capitan Jauregui. Blas Molina lo conoce de vista, pues hace dos semanas arreglo la cerradura de su casa.

– Y nosotros, aqui -le comenta Molina, exasperado-. Cuatro gatos y sin armas.

– Pues ahi esta la Armeria Real -responde guason Mor de Fuentes, senalando el edificio.

El cerrajero se acaricia el cuello, pensativo. Ha tomado la chanza al pie de la letra.

– No lo diga usted dos veces. Si la gente se anima, descerrajo la puerta. Es mi oficio.

El otro lo observa fijamente para averiguar si habla en serio. Luego mira a un lado y a otro con aire incomodo, mueve la cabeza y se aleja, paraguas bajo el brazo, mientras el cerrajero se queda dandole vueltas a lo de la Armeria Real. Mejor olvidarlo de momento, concluye. De cualquier modo, con armas o sin ellas, Blas Molina Soriano, a sus cuarenta y ocho anos, es el mas fervoroso partidario que el rey de Espana tiene en Madrid. Las razones del culto exaltado que profesa a la monarquia son complejas, y a el mismo se le escapan. Mas tarde, en un detallado memorial elevado al rey sobre su participacion en los sucesos del 2 de mayo, se definira como «ciego apasionado de V.M y la Real Familia». Hijo de un ex soldado de caballeria servidor del infante don Gabriel, la Casa Real le costeo el examen de cerrajero. Desde entonces, la gratitud de Molina lo lleva al extremo de versele, con muestras de extrema devocion, en cada aparicion publica de los Borbones. Sobre todo junto a Fernando VII, a quien adora con lealtad perruna: se le ha visto correr a pie junto a su caballo por el Prado, la Casa de Campo y el Buen Retiro, llevando una cubeta con agua fresca por si al joven rey se le antojaba beber de ella. El momento mas feliz de su existencia lo vivio Molina a principios de abril, cuando tuvo la dicha de indicar a Fernando VII el camino del parque de Monteleon, que el monarca buscaba sin mas escolta que un sirviente. Alli, aprovechando la coyuntura, el cerrajero se colo con mucho desparpajo acompanando a la persona real, y pudo admirar el deposito de canones, armas y municiones del parque de artilleria; sin sospechar que el recuerdo de esa casual visita esta hoy a punto de tener importancia decisiva - literalmente de vida y muerte- en la historia de Blas Molina y de muchos otros madrilenos.

Con tales antecedentes, nadie que conozca al apasionado cerrajero se sorprenderia de hallarlo esta manana en la plaza de Palacio, como se le vio durante el motin de Aranjuez al frente de un grupo de alborotadores que pedian la cabeza de Godoy, o durante los sucesos de ayer domingo, lo mismo abucheando a Murat a la salida de misa y en la revista del Prado, que vitoreando, con otras diez mil personas, al infante don Antonio a su paso por la puerta del Sol. Segun Molina ha contado a sus amigos, no le llega la camisa al cuerpo con los infernales gabachos dentro de Madrid, y esta dispuesto a hacer cuanto este en su mano por preservar a la familia real de las intenciones francesas. A tal efecto ha pasado buena parte de la noche apostado en una esquina de la calle Nueva, vigilando por su cuenta los correos que entraban y salian de la residencia de Murat en la plaza de Dona Maria de Aragon, y llevando luego, diligente, esos informes a la Junta de Gobierno, sin descorazonarse aunque nadie le hiciera caso y el portero lo mandase cada vez a paseo. Ahora, tras descabezar un breve sueno en su domicilio, y dejando a su mujer asustada y llorosa por verlo en tales pasos, el inquieto cerrajero acaba de confirmar sus aprensiones. En lo que a el se refiere, la reina viuda de Etruria puede irse con viento fresco donde mas aproveche: todos saben que es afrancesada y quiere acompanar a sus padres en Bayona, asi que con su pan gabacho se lo coma. Pero arrebatar al infantito, ultimo de la familia que, con su tio don Antonio, queda en Espana, es crimen de lesa patria. De modo que, junto al carruaje vacio que aguarda frente a la puerta del Principe, que tan mala espina le da, el humilde cerrajero, espontaneo adalid de la monarquia espanola, decide impedirlo, aunque sea el solo y con las manos desnudas -ni siquiera lleva navaja, pues su mujer, con mucho sentido comun, se la ha quitado antes de salir-, mientras le quede una gota de sangre en las venas.

Asi que, sin pensarlo dos veces, Blas Molina traga saliva, se aclara la garganta, da unos pasos hacia el centro de la plaza y empieza a gritar «?Traicion! ?Se llevan al infante! ?Traicion!», con toda la fuerza de sus pulmones.

2

Todavia no son las nueve de la manana cuando el teniente Rafael de Arango llega al parque de Monteleon, llevando en un bolsillo de la casaca las dos ordenes del dia. Una la ha recogido en el Gobierno Militar y otra en la Junta Superior de Artilleria, y ambas coinciden en establecer que las tropas sigan confinadas en sus cuarteles y se evite, a toda costa, confraternizar con el paisanaje. Al texto escrito de la ultima, el coronel Navarro Falcon ha anadido, de palabra, algunas instrucciones complementarias.

– Mucha mano izquierda con los franceses, por el amor de Dios… En cuanto a decisiones por su cuenta y riesgo, ni se le ocurra. Y al menor problema, aviseme corriendo para que le mande a alguien.

El medio centenar de paisanos congregados delante del parque no es todavia un problema, pero puede serlo. La idea abruma al joven teniente, pues con su baja graduacion esta a punto de asumir, hasta que llegue alguien de rango superior -Arango fue el primer oficial que se presento esta manana en la Junta-, la responsabilidad del principal deposito de artilleria de Madrid. Asi que procura adoptar una expresion impasible cuando, disimulando la inquietud, camina entre los grupos que se apartan a su paso. Por fortuna, la actitud de estos es razonable. En su mayor parte son vecinos del barrio de Maravillas, artesanos, pequenos comerciantes y criados de las casas cercanas, y entre ellos se cuentan varias mujeres y parientes de los soldados del parque, antiguo palacio de los duques de Monteleon cedido para uso militar. En torno al oficial se desatan comentarios exaltados o impacientes, un par de vivas al arma de artilleria y algun vitor mas fuerte, coreado por todos, al rey Fernando VII. Tampoco faltan insultos a los franceses. Algunos de los congregados piden armas, pero nadie les hace coro. Todavia.

– Buenos dias, mesie le capiten.

– Bonjour, lieutenant.

Apenas pasa bajo el arco de ladrillo, tejas y hierro forjado de la entrada principal, Arango se topa con el capitan frances que manda el destacamento de setenta y cinco soldados del tren de artilleria imperial, un tambor y cuatro subalternos, que vigilan la puerta, el cuartel, las cuadras, el pabellon de guardia y la armeria. El espanol se lleva la mano al pico del sombrero y el otro responde con irritada desgana: esta nervioso, y sus hombres, mas. Esos de afuera, le dice a Arango, llevan un rato insultandolos, asi que esta dispuesto a dispersarlos a tiros.

– Si no se magchan de la puegta, j’ordonne les tirer dessus… Pum, pum… Comprenez?

Arango comprende demasiado bien. Aquello desborda las instrucciones que le dio su coronel. Desolado, mira en torno y estudia las expresiones preocupadas en los rostros de la escasa tropa espanola que tiene a sus ordenes: dieciseis artilleros entre sargentos, cabos y soldados. Ni siquiera van armados, pues hasta los fusiles que hay en la sala de armas estan sin municion ni piedras de chispa en las llaves de fuego. Indefensos, todos, frente a aquellos franceses con la mosca tras la oreja y armados hasta los dientes.

– Voy a ver que puede hacerse -le dice al capitan de los imperiales.

– Je vous donne quinse minutos. Pas plus.

Alejandose del frances, Arango llama a sus hombres aparte. Estan confusos, e intenta tranquilizarlos. Por suerte se encuentra con ellos el cabo Eusebio Alonso, un veterano sereno, disciplinado y muy de fiar, al que conoce. Asi que lo manda a la puerta con instrucciones de calmar a los paisanos y procurar que los centinelas franceses no hagan una barbaridad. En tal caso no podra responder de la gente de afuera, ni de sus hombres.

Frente a Palacio, las cosas se han complicado. Un gentilhombre de la Corte, a quien desde abajo nadie puede identificar, acaba de asomarse a un balcon del edificio para unir sus gritos a los del cerrajero Blas Molina. «?Se

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