acompanado por un sirviente de confianza. El de Malpica no es hombre en quien las revueltas populares despierten simpatia; pero, como militar y espanol, la presencia francesa lo incomoda. Partidario al principio, como tantos miembros de la nobleza, de la autoridad napoleonica que puso coto a los desmanes revolucionarios que ensangrentaron el pais vecino, admirador como militar de las proezas belicas de Bonaparte, el marques ha cambiado en los ultimos tiempos esa complacencia por la irritacion de quien ve su tierra en manos extranjeras. Tambien se cuenta entre quienes aplaudieron la caida de Godoy, la abdicacion de los viejos reyes y la subida al trono de Fernando VII. En el talante del joven monarca tiene puestas el de Malpica muchas esperanzas; aunque, como militar y hombre discreto, nunca se haya pronunciado publicamente a favor ni en contra de la situacion que vive su patria, y reserve las opiniones para la familia y el circulo de sus intimos.
En compania del sirviente, llamado Olmos, que fue soldado y ordenanza suyo en Malaga, el marques pretende echar una ojeada por aquella parte del barrio y luego subir hacia Palacio. Asi que, pasando por detras de Santa Maria, toma la calle de la Almudena hasta la plaza de los Consejos, y tras cambiar impresiones con un encuadernador de libros al que conoce -el hombre, preocupado, duda si abrir su taller o no-, tuerce a la izquierda por la calle del Factor para dirigirse a Palacio. Esa calle esta desierta. No hay un alma, y balcones y miradores se ven vacios. Asi que el instinto militar del marques se inquieta con tan extrano silencio.
– Esto no me gusta un pelo, Olmos.
– A mi tampoco.
– Volvamos, entonces. Iremos por el arco de Palacio.
– Yo creo lo que usia diga.
Un redoble de tambor los deja helados. El sonido crece tras la esquina de la calle del Biombo, acompanado por el ritmico golpeteo de suelas sobre el empedrado: pasos numerosos que avanzan con rapidez. El marques y su criado se pegan a la fachada de la casa mas proxima, buscando resguardo en el portal. Desde alli ven como una compania completa de infanteria con los fusiles prevenidos, sus oficiales al frente y sable en mano, aparece doblando la esquina y se dirige hacia Palacio a paso ligero.
Las tropas francesas salen de San Nicolas.
La primera fuerza francesa que desemboca en la explanada, un poco antes de las diez de la manana, son ochenta y siete hombres del batallon de granaderos de la Guardia imperial que custodia la residencia del duque de Berg en el palacio Grimaldi. Blas Molina, que ha regresado a la plaza tras matar al soldado frances junto a San Juan, ve llegar la compacta columna de uniformes azules con peto blanco y chacos negros. Estos, comprende en seguida, no son reclutas sino tropas de elite. Como el resto de la gente entre la que se encuentra, el estado de animo del cerrajero oscila entre el estupor y la colera por la actitud amenazante de los recien llegados. El trayecto desde la cercana plaza de Dona Maria de Aragon lo han hecho los franceses en pocos minutos, y al llegar a la explanada se ven reforzados por dos tiros de caballos arrastrando canones de a veinticuatro libras y por el resto de la infanteria que abandona San Nicolas. Esas fuerzas convergen sobre la puerta del Principe y se despliegan en impecable maniobra. El oficial al mando tiene ordenes directas de Murat: repetir la accion de castigo que tan buenos resultados dio a Napoleon en El Cairo, en Milan, en Roma, y ultimamente al mariscal Junot en Lisboa. De modo que, con la eficacia profesional que corresponde al mejor ejercito del mundo, las ordenes se suceden con rigor militar, los artilleros desenganchan las curenas de canon de sus tiros y los ponen en bateria, cargandolos con metralla, y los granaderos se alinean disponiendo los fusiles frente al medio millar de personas congregadas ante el edificio.
– Va a caer pedrisco -dice alguien junto a Molina.
No hay advertencia ni intimacion previa. Apenas los canones quedan en bateria y los granaderos en dos filas, la primera rodilla en tierra y la segunda en pie, fusiles encarados, un oficial levanta su sable y ordena fuego sin mas tramite: una primera descarga alta, sobre las cabezas de la gente que se arremolina asustada, y una segunda directa a matar, con metralla de los canones, que retumban con doble estampido, arrojan humo y fogonazos, y en un instante riegan de balas y esquirlas la explanada. Esta vez no hay gritos patrioticos, ni insultos a los franceses, ni otra cosa que el alarido de panico que sale de centenares de gargantas mientras la multitud, sorprendida por tan brutal contundencia, corre dispersandose en todas direcciones, pisoteando a los heridos que se revuelcan en charcos rojos, a las mujeres que tropiezan, a los que, alcanzados por las descargas de fusileria que los franceses hacen ahora con implacable cadencia, caen por todas partes mientras las balas y la metralla zumban, rompen, quiebran, mutilan y matan.
La eficacia del fuego frances sobre el gentio inerme y despavorido es letal. No puede calcularse el numero exacto de victimas frente al Palacio Real. La Historia retendra, entre otros, los nombres de los vecinos Antonio Garcia, Blasa Grimaldo Iglesias, Esteban Milan, Rosa Ramirez y Tomas Castillon. Incluso hay muertos entre el personal palatino: el medico de Su Majestad Manuel Pereira, el cerero real Cosme Miel, el ayuda de camara Francisco Merlo, el cochero real Jose Mendez Alvarez, el lacayo de las Reales Caballerizas Luis Roman y el farolero de Palacio Matias Rodriguez. Entre quienes podran contarlo, el portero de cadena mas antiguo del edificio, Jose Rodrigo de Porras, recibe una herida de metralla en la cara y otra del rebote de una bala en la cabeza; Joaquin Maria de Martola, aposentador mayor honorario del rey, que se encuentra en el coche al que Jose Lueco y sus companeros cortaron los tirantes de los caballos, recibe un impacto que le rompe un brazo; y al mayordomo de semana Rodrigo Lopez de Ayala, asomado a una ventana del palacio, le saltan a la cara los cristales rotos por una bala que lo alcanza en el pecho, y de cuya herida morira dos meses mas tarde.
Al crepitar la fusilada y llenarse la plaza de humo y sangre, Blas Molina corre aterrado, agachando la cabeza. En mitad del tumulto, mientras pierde la capa y la busca, ve caer herido a otro cerrajero al que conoce, el asturiano Manuel Armayor. Tambien cree identificar, en una mujer que esta en el suelo con la cabeza abierta de un balazo, a la alta y bien parecida que entro tras el en Palacio agitando un panuelo blanco. Deteniendose un instante, Molina intenta socorrer al colega caido, pero el fuego frances es intenso, asi que desiste y corre como todos, buscando ponerse a salvo. En cuanto a Manuel Armayor, alcanzado por las primeras descargas, consigue al fin levantarse y, dando traspies, corre hasta caer desmayado en brazos de un grupo de fugitivos. Entre todos lo llevan a rastras hacia su casa de la calle de Segovia; desangrandose, pues mientras lo retiran recibe tres disparos mas.
– Eso son tiros -dice el cabo Jose Montano.
En el parque de Monteleon, como el resto de sus hombres, el teniente Rafael de Arango se queda inmovil y atento. Lo que suena en la distancia parecen disparos, en efecto, pero aislados y lejanos. Los artilleros se miran unos a otros. Tambien los franceses lo han oido, pues Arango ve al capitan discutir con uno de los suboficiales y volverse luego en su direccion, como reclamando explicaciones.
– Al final se va a liar -murmura alguien.
– O se ha liado -dice otro.
– ?Silencio! -ordena Arango.
Siente enormes deseos de sentarse en un rincon apartado, cerrar los ojos y desentenderse de todo. Pero no puede hacer eso. Tras reflexionar un poco, encarga discretamente al cabo Montano y a otros tres artilleros que se metan con disimulo en la sala de armas y pongan piedras a los fusiles.
– Mas vale estar prevenidos -apunta, como sin darle importancia-. Porque nunca se sabe.
– ?Y que hay de los cartuchos, mi teniente?
Arango vacila un poco. Las ordenes especifican que la tropa debe estar sin municion. Pero no sabe que esta pasando. Los rostros desorientados de sus hombres, que lo miran con respetuosa confianza aunque alguno tiene edad para ser su padre -parece mentira lo que impone una charretera en el hombro derecho-, terminan por decidirlo. Son su responsabilidad, concluye, y no puede dejarlos indefensos entre los franceses. No hasta ese extremo.
– Escondidas bajo el armero del barracon hay ocho cajas. Abran una sin llamar la atencion, y que cada uno de los nuestros coja un punado y se lo meta en los bolsillos… Pero no quiero ni un fusil cargado. ?Entendido?
Mientras Montano y los otros se dirigen a cumplir la orden, Arango toma algunas disposiciones adicionales, como poner a otros dos artilleros en la puerta para que ayuden al cabo Alonso, pues la gente de afuera, que sin duda oye la jarana, arrecia en sus gritos y pide armas. Ademas, encarga al sargento Rosendo de la Lastra que no quite ojo a los franceses, e informe hasta de cuando vayan a las letrinas. Como ultima disposicion, despacha al soldado Jose Portales a la Junta de Artilleria, a la calle de San Bernardo, con el mensaje verbal para el coronel