– Me hago responsable, descuiden. Les recuerdo que toda la tropa esta acuartelada con ordenes estrictas. Y sin municion, como saben.

– Entonces, ?como pretende que contengan al pueblo? -se interesa, guason, Gil de Lemus-. ?A bofetadas?

Un silencio incomodo sucede a las palabras del ministro de Marina. Pese a los bandos publicados por la Junta y por el duque de Berg, fijando horas de cierre para tabernas, rondas de vigilancia y responsabilidades de patronos y padres de familia respecto a empleados, hijos y criados que molesten a los franceses, los incidentes menudean en las seis semanas transcurridas desde la llegada de Murat a Madrid: al dia siguiente, 24 de marzo, ya ingresaban en el Hospital General tres soldados franceses malheridos en peleas con paisanos a causa de su descomedimiento y abusos, que a partir de entonces incluyeron crimenes por robo, exacciones diversas, violaciones, ofensas en iglesias, y el sonado asesinato del comerciante Manuel Vidal en la calle del Candil por el general principe de Salm-Isemburg y dos edecanes suyos. Como respuesta, la lucha sorda de navajas contra bayonetas resulta ya imposible de parar: tabernas, barrios bajos y lugares de prostitucion frecuentados por la tropa francesa, con su peligrosa mezcla de mujeres, rufianes, aguardiente y punaladas, se han convertido en focos de conflicto; pero tambien sitios respetables de la ciudad amanecen con franceses degollados por propasarse con la hija, hermana, sobrina o nieta de alguien. Sin contar los presuntos desertores, asi declarados por el mando imperial, en realidad desaparecidos en pozos o enterrados discretamente en patios o sotanos. El registro del Hospital General, sin contar otros establecimientos de la ciudad, basta para advertir la situacion: el 25 de marzo se anotaron los casos de un mameluco de la Guardia Imperial, herido, un artillero de la Guardia, muerto, y otro soldado del batallon de Westfalia que fallecio al poco rato. Dos franceses apaleados y tres muertos, uno de ellos de un balazo, fueron anotados en los dias siguientes. Y entre el 29 de marzo y el 4 de abril se consignaron las muertes de tres soldados de la Guardia, uno del batallon de Irlanda, dos granaderos y un artillero. Desde entonces, el numero de imperiales que han ingresado heridos o muertos en el Hospital General es de cuarenta y cinco, y el total en Madrid, de ciento setenta y cuatro. Tampoco escasean las victimas espanolas. La comision militar hispano-francesa que debe controlar estos incidentes incluye, ademas del general Sexti, al general de division Emmanuel Grouchy; pero Sexti suele inhibirse a favor de su colega frances, con el resultado de que casi todos los conflictos provocados por los imperiales quedan impunes. En cambio, en sucesos como el del presbitero de Carabanchel don Andres Lopez, que hace dias mato de un tiro a un capitan frances llamado Michel Mote, no solo la justicia es rigurosa, sino que los propios imperiales la toman por su mano, saqueando, como fue el caso, la vivienda del sacerdote homicida y maltratando a criados y vecinos.

En cualquier caso, convencida de su propia impotencia, la Junta de Gobierno que, nominalmente, aun rige Espana en esta manana del lunes 2 de mayo, ha tomado, incluso contra la opinion de sus miembros mas irresolutos, una decision con ribetes de gallardia que salva para la Historia algunos flecos de su honor. Al tiempo que accede al deseo del duque de Berg de trasladar a Bayona a los ultimos miembros de la familia real espanola y ordena que las tropas permanezcan en sus cuarteles sin que se les permita «juntarse con el paisanaje», tambien, a propuesta del ministro de Marina, nombra una nueva Junta fuera de Madrid, en prevision de que la actual «quede privada de libertad en el ejercicio de sus funciones». Y a esa junta paralela, compuesta exclusivamente por militares, le otorga poderes para establecerse libremente alli donde sea posible; aunque el lugar de reunion recomendado es una ciudad espanola todavia libre de tropas francesas: Zaragoza.

De camino hacia la puerta del Sol, don Ignacio Perez Hernandez, presbitero de la parroquia de Fuencarral, se cruza con un batidor imperial cuando baja por la calle Montera. El frances, un cazador a caballo, parece tener prisa y se aleja calle arriba, al galope y con mucha desconsideracion, casi atropellando a los vendedores que acaban de montar sus puestos en la red de San Luis. Aunque algunos gritos e insultos lo siguen en la galopada, don Ignacio no abre la boca, si bien sus ojos negros y vivos -tiene veintisiete anos- perforan al jinete como si pretendieran que la ira de Dios lo fulminase alli mismo con su montura y las ordenes que lleva en el portapliegos. El clerigo aprieta los punos dentro de los amplios bolsillos de la sotana que viste. En el derecho estruja un folleto recien impreso, que el amigo en cuya casa ha pasado la noche, parroco de San Ildefonso, le dio esta manana: Carta de un oficial retirado a uno de sus antiguos companeros. En el izquierdo -don Ignacio es zurdo- aprieta las cachas de una navaja que, pese a las ordenes que ostenta, lleva encima desde que ayer se presento en Madrid en compania de un grupo de feligreses para hacer bulto contra los franceses y a favor de Fernando VII. La navaja es como la que todo espanol de las clases populares usa para cortar pan, ayudarse en la comida o picar tabaco. Al menos es la excusa que el sacerdote, en debate interior que a veces llega a angustiarlo un poco, se plantea ante su conciencia. Pero lo cierto es que nunca la habia llevado en el bolsillo, como ahora.

Don Ignacio no es hombre fanatico: hasta ayer, como la mayor parte de los eclesiasticos espanoles, mantuvo un silencio prudente, segun instrucciones recibidas de su parroco, y este del obispo correspondiente, sobre los turbios asuntos de la familia real y la presencia francesa en Espana. Ni siquiera durante la caida de Godoy o el asunto de El Escorial el joven clerigo abrio la boca. Pero un mes de humillaciones por parte de las tropas imperiales acampadas en Fuencarral colma ya su vaso de paciencia cristiana. La ultima gota de hiel reboso hace una semana, cuando un pobre cabrero fue apaleado ante la iglesia por varios soldados franceses para robarle sus animales; y cuando don Ignacio corrio a impedirlo, se encontro con una bayoneta ante los ojos. Para acabar la faena, los franceses se entretuvieron orinando, entre risotadas, en los escalones del recinto sagrado. Asi que, cuando ayer corrio la voz de que en Madrid se anunciaba jarana, don Ignacio no lo penso dos veces. Despues de la misa de ocho, sin decir palabra a su parroco, vino a la ciudad acaudillando a una docena de feligreses con ganas de gresca. Y con ellos, tras pasar la jornada ronco de abuchear a Murat, aplaudir al infante don Antonio y dar vivas al rey, durmiendo luego cada uno donde pudo, quedo en verse con ellos a estas horas, para averiguar si han llegado los mensajeros de Bayona.

Navaja aparte, tampoco el contenido del otro bolsillo de la sotana sosiega el talante del joven clerigo, que repite una y otra vez, de memoria, uno de sus mas infames parrafos: «La conveniencia nacional de cambiar la rancia dinastia de los ya gastados Borbones por la nueva de los Napoleones, muy energicos». La furia de don Ignacio seria mayor si supiera -como se averiguara tiempo despues- que el autor del escrito no es ningun oficial retirado, como afirma el titulo, sino el abate Jose Marchena, personaje complejo y famoso en los circulos ilustrados espanoles: un ex clerigo renegado de religion y patria, al que paga Francia. Antiguo jacobino y conocido de Marat, Robespierre y madame de Stael, temido hasta por los afrancesados mismos, Marchena pone su talento oportunista, su acida prosa y su abundante bilis al servicio de la propaganda imperial. Y en estos turbulentos dias madrilenos, frente a unas clases superiores recelosas o indecisas y a un pueblo indignado hasta la exasperacion, la letra impresa, con su cascada de pasquines, libelos, folletos y periodicos leidos en cafes, colmados, botillerias y mercados para un auditorio inculto y a menudo analfabeto, tambien es eficaz arma de guerra, tanto en manos de Napoleon y el duque de Berg -que ha instalado su propia imprenta en el palacio Grimaldi- como en las de la Junta de Gobierno, los partidarios de Fernando VII y este mismo, desde Bayona.

– Ya esta aqui don Ignacio.

– Buenos dias, hijos mios.

– ?Viva el rey Fernando!

– Que si, hombre, que si. Que viva y que Dios lo bendiga. Pero estemonos tranquilos, a ver que pasa.

El grupo de foncarraleros -capas de bayeton, bastones de nudos en las manos jovenes y recias, monteras arriscadas y sombreros de alas caidas- aguarda a su presbitero junto a la fuente de la Mariblanca. Falta poco para que la aguja del Buen Suceso senale las ocho, y en la puerta del Sol hay un millar de personas. Pese a que el ambiente se carga, las actitudes son pacificas. Circulan rumores disparatados: desde que Fernando VII esta a punto de llegar a Madrid, liberado al fin, hasta que, para enganar a los franceses, va a casarse con una hermana de Bonaparte. No faltan mujeres que van y vienen atizando los corrillos, forasteros y gente de diversos barrios de Madrid, aunque predomina lo popular: chisperos del Barquillo, manolos del Rastro y Lavapies, empleados, menestrales, aprendices, bajos funcionarios, mozos de cuerda, criados y mendigos. Se ven pocos caballeros bien vestidos y ninguna senora que acredite el tratamiento: la gente acomodada, desafecta a los sobresaltos, permanece en casa. Tambien hay unos pocos estudiantes y algunos ninos, casi todos pilluelos de la calle. Muchos vecinos de la plaza y las calles adyacentes estan asomados a portales, balcones y ventanas. No hay militares a la vista, ni franceses ni espanoles, excepto los centinelas de la puerta de Correos y un oficial en el balcon enrejado

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