Galiano, que recorre el barrio observando el revuelo de la gente. Sus diecinueve anos no le impiden darse cuenta de lo obvio: las cuadrillas van tan ridiculamente armadas que parece locura desafiar a los soldados franceses. Aun asi, a impulsos de su mocedad, el joven acaba uniendose a un grupo que pasa con mucho alboroto junto a la iglesia de San Ildefonso, mas por las mujeres que miran desde los balcones que por otra cosa. Esta enamorado de una madrilena, y eso lo alienta a poder contar algun lance heroico, aunque sea minimo. La cuadrilla, compuesta de muchachos, la dirige uno con trazas de oficial artesano, que da vivas al rey Fernando. Los sigue el joven Alcala Galiano hasta la calle Fuencarral, donde surge una acalorada discusion sobre el camino a seguir: unos quieren ir a un cuartel a juntarse con la tropa y pelear juntos y en orden, mientras otros pretenden embestir a los franceses donde los encuentren, tendiendoles celadas para hacerse con sus armas y seguir actuando a saltos, en pequenos grupos, atacando y retirandose por esquinas y azoteas. La disputa se enciende, algunos estan a punto de llegar a las manos, y uno de los mas exaltados, descamisado y de malas trazas, termina volviendose a Alcala Galiano:
– ?Que opina usted, amigo?
El tratamiento llano no le hace gracia al educado huerfano del heroe de Trafalgar, que ademas pertenece a la Maestranza de Caballeria de Sevilla, aunque vista de paisano. Asi que, disgustado pero con prudencia y marcando distancias, responde que no tiene opinion formada al respecto.
– ?Pero quiere matar franceses, o no?
– Claro que si. Aunque no pretendera que los mate a punetazos… No llevo armas.
– En eso estamos. En buscarlas.
Alcala Galiano mira los rostros poco simpaticos que lo rodean. Casi todos son mozos de baja condicion, y no faltan chicuelos desharrapados de la calle. Tampoco le pasan inadvertidas las miradas recelosas que dirigen a su frac y sombrero bordado. «Un currutaco», oye decir a uno. A estos, concluye inquieto, hay que temerlos mas que a los franceses.
– Pues ahora que me acuerdo -responde, todo lo sereno que puede-, tengo armas en mi casa. Asi que voy a buscarlas, que vivo cerca, y vuelvo.
El otro lo estudia de arriba abajo, suspicaz y despectivo.
– Vaya entonces, hombre de Dios.
Alcala Galiano titubea, picado por el tono, y en ese momento se acerca el que hace las veces de jefe. Es un esportillero de manos fuertes y callosas, que huele a sudor.
– Usted -le dice a bocajarro- no nos sirve para nada.
El joven siente un golpe de calor en la cara. Que diablos hago yo, concluye, con esta gente.
– Pues que tengan un buen dia.
Herido en su amor propio, pero aliviado en cuanto a la inquietante cuadrilla que deja atras, Alcala Galiano da media vuelta y se encamina a su casa. Una vez alli, tomando su sombrero con galon de plata y su espada, no sin dejar a la madre inquieta y llorosa al verlo arriesgarse de nuevo, sale en busca de mejor compania, dispuesto a mezclarse en la refriega junto a gente decente y juiciosa. Pero solo encuentra grupos de paisanos enfurecidos, casi todos gente baja, y algun militar intentando contenerlos. En la esquina de la calle de la Luna con Tudescos ve a un oficial de buen aspecto, teniente de Guardias de Corps, a quien pide consejo. El otro, creyendo por el galon del sombrero que es uno de sus guardias, le pregunta que hace en la calle y si no conoce las ordenes.
– Soy maestrante, senor teniente. De Sevilla.
– Pues vuelvase inmediatamente a su casa. Yo voy de camino a mi cuartel, y las ordenes son de no moverse. Y si llega el caso, de disparar para sosegar el tumulto.
– ?Contra la gente?
– Todo puede ser. Ya ve como andan todos, rabiosos y sin freno. Hay muchas muertes de franceses y empieza a haberlas de paisanos… Usted parece de buena familia. Ni se le ocurra juntarse con la gente exaltada.
– Pero… ?De verdad nuestras tropas no van a entrar en combate?
– Ya se lo he dicho, diantre. Le repito que vaya a su casa y no se mezcle con esa chusma.
Convencido y obediente, escarmentado por la propia experiencia, Antonio Alcala Galiano desanda el camino a su domicilio, donde la madre, que aguarda angustiada, lo recibe con muchos ruegos de que no vuelva a salir. Y al fin, confuso y desalentado por cuanto ha visto, accede a quedarse en casa.
Mientras el joven Alcala Galiano renuncia a ser actor de la jornada, grupos de madrilenos siguen intentando llegar al parque de Monteleon en busca de armas. Desviandose en largo rodeo, el cerrajero Blas Molina y los suyos se ven detenidos cerca de la corredera de San Pablo por la presencia de un piquete frances, al que Molina, con el juicio despabilado por la experiencia de Palacio, decide no incomodar.
– Cada cosa a su tiempo -susurra-. Y los nabos en Adviento.
Otras partidas, sin embargo, llegan pronto y sin novedad a las puertas del parque, engrosando el numero de los que alli se congregan. Tal es el caso de la acaudillada por el estudiante asturiano Jose Gutierrez, un joven flaco y energico a quien se unen, con otra docena de individuos, el peluquero Martin de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. Tambien el vecino de la calle del Principe Cosme Martinez del Corral, impresor y administrador de una fabrica de papel y antiguo soldado de artilleria, pese a llevar encima 7.250 reales en cedulas retiradas esta manana, acude a Monteleon para ofrecerse a sus antiguos companeros, por si se ven en trance de batirse. Por su parte, el almacenista de carbon Cosme de Mora, que tiene tienda en la corredera de San Pablo, y su amigo el portero de juzgado Felix Tordesillas, vecino de la calle del Rubio, logran abrirse paso al frente de un grupo de vecinos sin encontrar franceses que los inquieten. A esta partida, una de las mas numerosas, se unen por el camino el oficial de obras Francisco Mata, el carpintero Pedro Navarro, el sangrador de la calle Silva Jeronimo Moraza, el arriero leones Rafael Canedo, y Jose Rodriguez, botillero de San Jeronimo, que viene acompanado de su hijo Rafael. En la calle Hortaleza los alcanzan los hermanos Antonio y Manuel Amador; que, pese a su rechazo y a los pescozones que le dan, no pueden evitar que los siga su hermano pequeno Pepillo, de once anos.
Otra cuadrilla que esta a punto de llegar a Monteleon es la levantada por Jose Fernandez Villamil, hostelero de la plazuela de Matute, a quien siguen escoltando los mozos a su servicio, algunos vecinos y el mendigo de Anton Martin. Irrumpiendo en el reten de Invalidos de las Casas Consistoriales, Fernandez Villamil ha logrado apoderarse, sin resistencia por parte de los guardias -uno se unio a ellos-, de media docena de fusiles, sus bayonetas y la municion correspondiente. Entre todos los paisanos sublevados hoy en Madrid, el hostelero y su partida seran de los que mas peripecias vivan. Apenas conseguidos los fusiles, tras encaminarse a Palacio por Atocha y la calle Mayor, tuvieron un encuentro cerca de los Consejos con un pequeno destacamento de caballeria imperial. En la escaramuza, derribado de un tiro el oficial enemigo, el grupo se vio obligado a retroceder hasta los soportales de la plaza Mayor, manteniendo alli un breve tiroteo hasta que, llegada desde Palacio una avanzada de infanteria francesa, el hostelero y los suyos tuvieron que replegarse, cruzando al descubierto y bajo fuego intenso la puerta de Guadalajara hacia la plaza de las Descalzas, donde se les unieron el maestro cerrajero Bernardo Morales y Juan Antonio Martinez del Alamo, dependiente de Rentas Reales. Un nuevo intento de ir a Palacio se vio frustrado hace rato por una descarga de metralla al doblar una esquina. De regreso a las Descalzas, mientras se detenian agrupados para recobrar aliento discutiendo que hacer, algunos vecinos les han dicho desde los balcones que grupos de paisanos se dirigen al parque de Monteleon. De modo que, tras breve alto para refrescarse en la taberna de San Martin y coger un pellejo de vino de una arroba para el camino -a la vista de los fusiles, el tabernero se niega a cobrarles nada-, Villamil y sus hombres, mendigo incluido, toman a buen paso el camino del parque, sin que esta vez nadie grite «?A matar franceses!». Aunque se cruzan con pequenos grupos que alborotan y piden armas, o vecinos que jalean desde portales, balcones y ventanas, el hostelero y sus acompanantes, escarmentados, avanzan ojo avizor pegados a las casas, con las armas prevenidas, la boca cerrada y procurando no llamar la atencion.
Por las ventanas de la Junta de Artilleria siguen oyendose disparos a lo lejos -ahora el tiroteo es continuo- y gritos de gente suelta que pasa camino de Monteleon. A las once de la manana, el capitan Pedro Velarde, que para preocupacion de su coronel continua haciendo garabatos en un papel mientras murmura entre dientes «a batirnos, a batirnos», echa hacia atras su silla, con violencia, y se pone en pie, apoyadas ambas manos en la mesa.
– ?A morir! -exclama-. ?A vengar a Espana!