dejado por muerto -rescatado mas tarde por sus amigos, lograra sobrevivir-, es despojado por los imperiales de su levita, reloj y doce onzas de oro que lleva encima. A su lado, tras haberse batido con un pequeno espadin de corte y una pistola de bolsillo como unicas armas, muere Fausto Zapata y Zapata, de doce anos, cadete de Guardias Espanolas.
En una casa de la calle del Olivo, el nino de cuatro anos y medio Ramon de Mesonero Romanos -que con el tiempo sera uno de los escritores mas populares y castizos de Madrid- tambien resulta victima accidental del tumulto. Al precipitarse con su familia al balcon para ver a un grupo de paisanos que gritan «?A armarse! ?Viva Fernando VII y mueran los franceses!», el pequeno Ramon tropieza y se abre la frente con los hierros de la barandilla. Muchos anos despues, en sus
– Van por ahi revueltos y desconcertados, buscando quien los dirija -cuenta Butron, mientras se queda en chupa y mangas de camisa-. Pero todos los militares tenemos orden de ir a encerrarnos en los cuarteles… No hay otra.
– ?Y todos obedecen? -pregunta dona Teresa Romanos, que sin dejar de pasar cuentas del rosario le trae un vaso de clarete fresco.
Butron bebe el vino sin respirar y se prueba la chaqueta inglesa que le ofrece el dueno de la casa. Queda algo corta de mangas, pero mejor eso que nada.
– Yo, al menos, pienso obedecer… Pero no se que pasara si esta locura sigue adelante.
– ?Jesus, Maria y Jose!
Dona Teresa se retuerce las manos y empieza a murmurar el vigesimo avemaria de la manana. Tumbado en un canape junto a la imagen del Nino Jesus, con un emplasto de vinagre en la frente, Ramoncito Mesonero Romanos llora a moco tendido. De vez en cuando, a lo lejos, suenan tiros.
En la puerta del Sol hay reunidas diez mil personas, y el gentio se extiende hacia las calles cercanas, de Montera hasta la red de San Luis, asi como por Arenal, Mayor y Postas, mientras grupos armados con trabucos, garrotes y cuchillos patrullan los alrededores, alertando de toda presencia francesa. Desde el ventanal de su casa, en el numero 15 de la calle de Valverde, esquina a Desengano, Francisco de Goya y Lucientes, aragones de sesenta y dos anos de edad, miembro de la Academia de San Fernando y pintor de la Real Casa con cincuenta mil reales de renta, lo mira todo con expresion adusta. Dos veces ha rechazado a su mujer, Josefa Bayeu, al solicitarle esta que baje la persiana y se retire al interior. En chaleco, abierto el cuello de la camisa y los brazos cruzados sobre el pecho, un poco inclinada la cabeza poderosa que todavia luce pelo espeso y crespo con patillas grises, el pintor vivo mas famoso de Espana permanece asomado, tozudo, observando el espectaculo callejero. De las voces del gentio y los disparos sueltos, lejanos, apenas llegan a sus oidos -sordos desde que una enfermedad los maltrato hace anos- algunos ruidos amortiguados que se confunden con los rumores de su cerebro, siempre atormentado, tenso y despierto. Goya esta en el balcon desde que, hace poco mas de una hora, el joven de dieciocho anos Leon Ortega y Villa, discipulo suyo, vino desde su casa de la calle Cantarranas a pedirle permiso para no ir al estudio. «A lo mejor tenemos que hacer frente a los franceses», le dijo al pintor, acercandose a su oido invalido y levantando mucho la voz, como de costumbre, antes de marcharse con una sonrisa juvenil y heroica, propia de sus pocos anos, sin atender los ruegos de Josefa Bayeu, que le recriminaba correr riesgos sin preocuparse de la angustia de su familia.
– Tienes madre, Leon.
– Y verguenza torera, dona Josefa.
Ahora Goya sigue inmovil, mirando cenudo el denso hormigueo de gente que baja hacia la puerta del Sol o sube por Fuencarral en direccion al parque de artilleria. Hombre genial, predestinado a la gloria de las pinacotecas y a la historia del Arte, intenta vivir y pintar mas alla de la realidad de cada dia, pese a sus ideas avanzadas, a sus amigos actores, artistas y literatos -entre ellos Moratin, cuya suerte preocupa hoy al pintor-, a sus buenas relaciones con la Corte y a su rencor, no siempre secreto, hacia el oscurantismo, los frailes y la Inquisicion. Que durante siglos, a su juicio, han convertido a los espanoles en esclavos, incultos, delatores y cobardes. Pero mantener la propia obra lejos de todo eso resulta cada vez mas dificil. Ya en la serie de grabados
Jacinto Ruiz Mendoza padece de asma, y hoy ha amanecido -como le ocurre a menudo- con fiebre alta y profunda sensacion de ahogo. Desde la cama en la que se encuentra postrado oye disparos sueltos y se incorpora con esfuerzo. Tiene el cuerpo empapado en sudor, asi que se quita la camisa de dormir humeda, se refresca un poco la cara con el agua de una jofaina y se viste despacio, abrochando con dedos torpes los botones de la nueva casaca blanca con solapas y vueltas carmesies con la que acaba de ser dotado el regimiento de infanteria numero 36 de Voluntarios del Estado, donde sirve con el grado de teniente. Le cuesta acabar de ponerse la ropa, pues se encuentra debil; y su asistente, un soldado al que envio en busca de noticias, no ha vuelto todavia. Al cabo logra ponerse las botas, y con pasos indecisos se dirige a la puerta. Nacido en Ceuta hace veintinueve anos, Jacinto Ruiz es delgado, de complexion debil, pero voluntarioso y con mucho pundonor militar. Su caracter es tranquilo, casi timido, con un punto de retraimiento debido a la enfermedad respiratoria que padece desde nino. Por lo demas, patriota, fiel cumplidor de sus obligaciones, amante del Ejercito y de la gloria de Espana, en los ultimos tiempos ha sufrido lo indecible, como tantos de sus camaradas, por la postracion nacional ante el poder napoleonico. Aunque, no siendo hombre exaltado, nunca expreso opiniones politicas mas alla del cerrado circulo de los amigos intimos.
En la escalera, Ruiz encuentra a un mozalbete que sube corriendo, y con el se informa de que los franceses disparan contra el pueblo mientras grupos de civiles se encaminan a los cuarteles en busca de armas. Inquieto, Jacinto Ruiz sale a la calle y apresura el paso sin responder a las interpelaciones que varios vecinos, al ver su uniforme, le hacen desde los balcones en demanda de noticias. Sigue sin detenerse en direccion al cuartel de Mejorada, situado al final de la calle de San Bernardo, en el numero 83 y haciendo esquina con San Hermenegildo, un poco mas arriba del edificio de la Junta de Artilleria. De ese modo, lo mas aprisa que puede, aunque sin descomponer el paso para no causar mala impresion, luchando con el sofoco de sus pulmones enfermos y pese a la fiebre que le hace arder la frente bajo el sombrero, el humilde teniente de infanteria, cuyo nombre no es mas que una escueta linea en el escalafon del Ejercito, acude a incorporarse a su regimiento sin sospechar que, cerca de la calle por la que ahora camina, muchos anos despues de este largo dia que apenas comienza, se alzara un monumento de bronce a su memoria.
Lo que se oye en la distancia son tiros sueltos, pero no descargas. Eso tranquiliza un poco a Antonio Alcala