Navarro Falcon se levanta e intenta contenerlo, pero Velarde esta fuera de si. Cada disparo de los que suenan en la calle, cada grito de la gente que pasa, parece roerle las entranas. Descompuesto el gesto, palido el rostro, rechaza a su superior, y ante los ojos espantados de oficiales, soldados y escribientes que acuden al oir sus voces, se precipita hacia la escalera.

– ?Vamos a batirnos con los franceses!… ?A defender a la patria!

Todos se miran indecisos mientras el coronel levanta los brazos, ordenando que permanezcan donde estan. Velarde, que se ha detenido un instante para ver si alguien lo acompana, da media vuelta y se lanza a la calle, arrebatando de camino el fusil a uno de los ordenanzas.

– ?Todo el mundo quieto! -ordena Navarro Falcon-. ?Que nadie lo siga!

Del medio centenar de hombres que en este momento se encuentran en las oficinas, patio y zaguan de la Junta de Artilleria, solo dos desobedecen esa orden: el escribiente de cuenta y razon Manuel Almira y el meritorio Domingo Rojo Martinez. Levantandose de sus mesas, dejan plumas y tinteros, cogen cada uno un fusil, y sin decir palabra siguen a Velarde.

Casi a la misma hora en que el capitan Velarde abandona la Junta de Artilleria, al otro lado de la ciudad, cerca de la fuente de Neptuno, el capitan Marcellin Marbot mira la cuesta que baja del Buen Retiro, dispuesto a guiar las avanzadas de la columna de caballeria que el general Grouchy envia en direccion a la puerta del Sol, donde segun un correo que acaba de llegar -al galope y con un brazo roto de un balazo- todo sigue en manos del populacho. Vuelto a mirar sobre la grupa del caballo, firme y erguido en su silla, Marbot admira el aspecto imponente de la maquina de guerra inmovil a su espalda.

«Nada en el mundo -se dice con orgullo- puede detener esto».

Y no le falta razon. Aquella es la crema de las tropas imperiales. La mejor caballeria del mundo. A lo largo de la tapia sur de las caballerizas, escalonadas por escuadrones, las compactas filas de monturas y jinetes ocupan toda la extension de la alameda hasta la plaza del Coliseo del antiguo palacio de los Austrias, centellando puntas de lanza, cascos y cordones dorados bajo el sol de la manana. La vanguardia esta formada por un centenar de mamelucos y medio centenar de dragones de la Emperatriz. Los siguen doscientos cazadores a caballo y otros tantos granaderos montados, pertenecientes todos a la Guardia Imperial, y casi un millar de dragones de la brigada Prive. La mision de esa fuerza de caballeria es despejar la puerta del Sol y la plaza Mayor para converger alli con la infanteria, que llegara por las calles Arenal y Mayor, y la caballeria pesada, que desde los Carabancheles avanzara por la calle de Toledo.

– Usted dira, Marbot.

El veterano coronel Daumesnil, encargado de dirigir el primer ataque, llega junto al capitan. Viene a lomos de un esplendido tordo rodado, vestido con su vistoso uniforme de coronel de cazadores a caballo de la Guardia: el dolman verde, la pelliza roja balanceandose con garbo sobre un hombro, el colbac de piel de oso con su barbuquejo enmarcandole los ojos vivos y el mostacho. Reprimir alborotos de muchachos y viejas, ha dicho despectivo, es impropio de un soldado. Pero las ordenes son las ordenes. Respetuosamente, Marbot recomienda la calle de Alcala, que es ancha y despejada.

– Con atencion a las bocacalles de la izquierda, mi coronel. Hay mucha gente emboscada.

Daumesnil, sin embargo, se muestra partidario de enviar la vanguardia por San Jeronimo, que es el camino mas corto. El resto de la fuerza seguira luego por Alcala, despejando asi ambas avenidas.

– Que asomen el hocico, si se atreven… ?Se adelanta usted de vuelta con el gran duque o viene con nosotros?

– Tal como esta la puerta del Sol, prefiero acompanarlos. Ya ha visto como llego el ultimo batidor, y lo que cuenta. Con mi pequena escolta no podre pasar.

– Permanezca a mi lado, entonces… ?Mustafa!

El bravo jefe de los mercenarios egipcios, el mismo que en Austerlitz estuvo a punto de alcanzar al gran duque Constantino de Rusia, avanza con su caballo, acariciandose solemne los desaforados bigotes. Es un tipo grande y fuerte, que viste pantalon bombacho rojo, chaleco y turbante, y al cinto luce curva gumia y un largo alfanje, como el resto de sus camaradas.

– Tu y tus mamelucos vais delante. Sin piedad.

En el rostro atezado del egipcio destella una sonrisa feroz. «Iallah Bismillah», responde, y tornando grupas alcanza la cabeza de su colorida tropa. Entonces el coronel Daumesnil se vuelve a su corneta de ordenes, suena un clarinazo, todos gritan «?Viva el Emperador!» y la vanguardia de la columna se pone en marcha.

Veinte minutos antes de que la caballeria de la Guardia Imperial avance desde el Buen Retiro, el alferez de fragata Manuel Esquivel, con todo el alivio del mundo, ha visto llegar su relevo a la casa de Correos de la puerta del Sol.

– ?Traen ustedes municion?

El otro, un teniente chusquero de edad avanzada, el aire rudo e inquieto, niega con la cabeza.

– Ni siquiera para nosotros. Ni un mal cartucho.

Al escuchar aquello, Esquivel no hace aspavientos. Se lo esperaba. Tendra que hacer todo el camino de regreso al cuartel con la tropa indefensa, a traves de una ciudad enloquecida. Malditos sean, piensa. Sus jefes, los franceses, el populacho y la madre que los trajo a todos.

– ?Cuales son las ultimas instrucciones?

– No han cambiado. Encerrarnos y no asomar la gaita.

– ?Asi estamos todavia?… ?Con lo que esta pasando ahi afuera?

El otro tuerce el gesto con desagrado.

– A mi que me cuenta. Yo cumplo ordenes, como usted.

– ?Ordenes? ?Que ordenes?… Aqui nadie ordena nada.

El teniente no responde, limitandose a mirarlo como urgiendolo a irse de una vez. Esquivel observa angustiado a sus veinte granaderos de Marina, que terminan de formar en el patio con los inutiles fusiles colgados al hombro. Para colmo, comprueba, el vistoso uniforme de esa tropa de elite, casaca azul con vueltas rojas, correaje blanco y gorro forrado de piel, puede confundirse de lejos con el de los granaderos imperiales.

– ?Que hay de los franceses?

El teniente hace amago de escupir entre sus botas, pero se contiene. Luego encoge los hombros con indiferencia.

– Se preparan para marchar sobre el centro de la ciudad. O eso dicen.

– Sera una matanza. Ya ve como esta la gente de encendida. He visto cosas…

– Ese es problema de los gabachos, ?no cree?… Ni suyo ni mio.

Esta claro que al recien llegado empieza a incomodarlo tanta conversacion. Y parece resuelto a no complicarse la vida. Ahora dirige ojeadas impacientes a diestra y siniestra, con visibles deseos de que Esquivel desaparezca y atrancar las puertas.

– Yo de usted me iria a toda prisa -sugiere.

Esquivel asiente como si acabara de escuchar el Evangelio.

– No me lo pensare dos veces -concluye-. Buena suerte.

– Lo mismo digo.

Haciendo de tripas corazon, preocupado por lo que va a encontrar afuera, el alferez de fragata se acerca a sus granaderos, que lo miran entre confiados e inquietos. Del edificio de Correos al cuartel de Marina, situado en el paseo del Prado, hay un trecho largo. Aunque estaran mejor alli, con el resto de la compania -sobre todo si al final se les ordena salir a la calle para ayudar al pueblo o para reprimirlo-, el trayecto se presenta lleno de obstaculos: la distancia, la gente y los franceses. Sobre todo estos ultimos, que viniendo del Buen Retiro van a seguir, sin duda, el mismo camino que el debe tomar, a la inversa, para ir al cuartel. Y no quiere imaginar lo que pasara si se encuentran.

– Calen bayonetas.

«Por lo menos -decide en sus adentros- que la cosa no nos pille con las manos en los bolsillos».

– Preparados para salir. A mi orden y sin detenerse. Vean lo que vean, pase lo que pase, no atiendan mas que a mi… ?Listos?

El sargento del piquete, con su cara curtida de veterano y sus cicatrices de Trafalgar, lo mira como

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