El portero jefe se aclara la garganta, mira el suelo y luego al director.

– Dicen que si no se atiende la solicitud de buen grado, se amotinan por fuerza.

– ?Amenazan? -el director da un respingo-. ?Se atreven a eso, los canallas?

– Bueno… Es una forma de verlo. De cualquier manera ya lo han hecho… Estan reunidos en el patio y me han quitado las llaves -el portero jefe senala el papel sobre la mesa-. En realidad esa instancia es una formalidad. Un detalle de buena fe.

– ?Se han armado?

– Bueno, si… Lo de siempre: hierros afilados, pinchos, tostones… Lo normal. Tambien amenazan con pegarle fuego a la carcel.

El director se seca la frente con un panuelo.

– De buena fe, dice.

– Yo no digo nada, senor director. Lo de buena fe lo dicen ellos.

– ?Y se ha dejado quitar las llaves, por las buenas?

– Que remedio… Pero ya los conoce. Por las buenas es una manera de hablar.

El director se levanta de su mesa y da un par de vueltas alrededor. Luego va junto a la ventana, oyendo preocupado los tiros de afuera.

– ?Cree que cumplirian su palabra?

– Ni idea.

– ?Se hace usted responsable?

– Lo veo con ganas de guasa, senor director. Dicho sea con todo respeto.

Indeciso, el director vuelve a secarse la frente. Luego regresa junto a la mesa, coge los lentes y lee otra vez la instancia.

– ?Cuantos reclusos tenemos ahora?

El portero jefe saca una libreta del bolsillo.

– Segun el recuento de esta manana, ochenta y nueve sanos y cinco en la enfermeria: noventa y cuatro en total -cerrando la libreta, hace una pausa significativa-. Al menos hace un momento teniamos esos.

– ?Y quieren salir todos?

– Solo cincuenta y seis, segun el tal Cayon. Otros treinta y ocho, si contamos los enfermos, prefieren quedarse aqui, tranquilos.

– Es una locura, Felix. Mas que una carcel, esto parece un manicomio.

– Un dia es un dia, senor director. La patria y todo eso.

El director mira al portero jefe, suspicaz.

– ?Que pasa?… ?Tambien quiere ir con ellos?

– ?Yo?… Ni ciego de uvas.

Mientras el director y el portero jefe de la Carcel Real dan vueltas al escrito de los presos, una carta de tono diferente llega a manos de los miembros del Consejo de Castilla. Va firmada por el duque de Berg:

Desde este instante debe cesar toda especie de miramiento. Es preciso que la tranquilidad se restablezca inmediatamente o que los habitantes de Madrid esperen ver sobre si todas las consecuencias de su resolucion. Todas mis tropas se reunen. Ordenes severas e irrevocables estan dadas. Que toda reunion se disperse, bajo pena de ser exterminados. Que todo individuo que sea aprehendido en una de esas reuniones sea inmediatamente pasado por las armas.

Como respuesta a la intimacion de Murat, el abrumado Consejo, con firma del gobernador don Antonio Arias Mon, se limita a despachar un bando conciliador al que, en una ciudad en armas y enloquecida, nadie hara caso:

Que ninguno de los vasallos de S.M. maltrate de palabra ni de obra a los soldados franceses, sino que antes bien se les dispense todo favor y ayuda.

Ajeno a cualquier bando publicado o por publicar, Andres Rovira y Valdesoera, capitan del regimiento de Milicias Provinciales de Santiago de Cuba, a la cabeza de un peloton de paisanos que buscan batirse con los franceses, encuentra al capitan Velarde cuando este, seguido por los escribientes Rojo y Almira, camina por San Bernardo hacia el cuartel de Mejorada, sede del regimiento de Voluntarios del Estado. Al ver la actitud resuelta de Velarde, Rovira, que lo conoce, se le une con su gente. De ese modo llegan juntos al cuartel, donde encuentran el regimiento formado en el patio y en actitud de defensa, y a su coronel, don Esteban Giraldes Sanz y Merino - marques de Casa Palacio, veterano de las campanas de Francia, Portugal e Inglaterra-, discutiendo agriamente en un aparte con sus oficiales, que pretenden echarse a la calle, fraternizar con el pueblo e intervenir en la lucha. Giraldes se niega y amenaza con arrestar a todos los mandos de teniente para arriba, pero la discusion se agrava con la presencia de jefes populares, vecinos y conocidos de la gente del cuartel, que se ofrecen para abrir paso a los soldados hasta el cercano parque de Monteleon, garantizando que el pueblo, necesitado de jefes, acatara cualquier orden militar.

– ?Aqui la unica disciplina es cumplir lo que yo mando! -exige el coronel, a punto de perder los estribos.

La posicion de Giraldes se debilita con la llegada de Velarde, Rovira y los hombres que los siguen. El teniente Jacinto Ruiz, que pese al asma y la mucha fiebre ha logrado incorporarse a su unidad, escucha a Velarde argumentar con calor, y comprueba que sus exaltadas palabras encienden todavia mas los animos, incluido el suyo.

– ?No podemos estar cruzados de brazos mientras asesinan al pueblo! -vocea el artillero.

El coronel se mantiene en sus trece, y la situacion roza el motin. Frente a quienes afirman que si el regimiento sale a la calle su ejemplo alentara al resto de tropas espanolas, Giraldes opone que eso extenderia la matanza, volviendo irreversible el conflicto.

– ?Es vergonzoso! -insiste Velarde, coreado por oficiales y paisanos-. ?El honor nos obliga a batirnos por encima de toda consideracion!… ?Es que no oye usted los tiros?

El coronel empieza a dudar, y se le nota. La discusion sube de tono. Las voces llegan hasta los soldados formados en el patio, entre los que empiezan a correr comentarios levantiscos.

– Permitanos al menos -insiste Velarde- reforzar a los companeros de Monteleon… Apenas hay alli unos pocos artilleros con el capitan Daoiz, y los franceses tienen dentro del parque una fuerza muy superior… Sera usted responsable, mi coronel, si atacan a los nuestros.

– ?No le tolero que me hable en ese tono!

Velarde no se achanta lo mas minimo:

– ?Con mi tono o sin el, sera responsable ante la patria y ante la Historia!

Ha subido la voz lo suficiente para que los soldados de las filas proximas escuchen a gusto. En el patio crece el rumor de murmullos. Rojo de ira, con las venas a punto de reventarle por el cuello alto y duro de la casaca, Giraldes senala la puerta de la calle.

– ?Salga de mi cuartel inmediatamente!

Resuelto, Velarde alza mas la voz, que ahora resuena en todo el patio.

– ?Cuando salga, le juro por mi conciencia que no lo hare solo!

Es el capitan Rovira quien propone una solucion. Puesto que el peligro que corren los artilleros del parque es real, podria enviarse una pequena tropa para asegurarlos de cualquier intento frances. Una fuerza oficial, que al mismo tiempo frene a los paisanos que se amontonan en la calle.

– Si la gente se desboca, sera peor. Mas uniformes espanoles mantendrian la disciplina.

Al fin, acosado, inseguro de poder seguir manteniendo a sus hombres bajo control, el coronel se agarra a esa salida como mal menor. A reganadientes, accede a enviar una fuerza a Monteleon. Para ello elige a uno de sus capitanes mas serenos: Rafael Goicoechea, al mando de la 3? compania del 2? batallon, que tiene bajo sus ordenes a treinta y tres fusileros, a los tenientes Jose Ontoria y Jacinto Ruiz Mendoza, al subteniente Tomas Bruguera y a los cadetes Andres Pacheco, Juan Manuel Vazquez y Juan Rojo. La instruccion verbal que recibe Goicoechea es no emprender actos de hostilidad contra ninguna fuerza francesa. Tras lo cual, provistos de municion, fusiles al hombro, con su jefe y oficiales al frente, los Voluntarios del Estado abandonan el cuartel y

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