franquean el paso sin mas tramite, aunque solo permiten que entren el y otro oficial, que resulta ser el teniente Jacinto Ruiz. En cuanto pisa el recinto, Velarde ve al capitan frances con sus oficiales y la gente formada; y antes de presentarse a Luis Daoiz, que se encuentra con el teniente Arango en la sala de oficiales, se dirige en linea recta, resuelto y escoltado por Ruiz, hacia el jefe de los imperiales.
– Esta usted perdido -le suelta a bocajarro- si no se oculta con toda su gente.
El capitan frances, inseguro ante la ruda actitud del espanol e impresionado por su casaca verde de estado mayor, se queda mirandolo desconcertado.
– El primer batallon de granaderos esta en la puerta -farolea Velarde, imperterrito, senalando al teniente Ruiz-. Y los demas vienen marchando.
El frances lo observa fijamente, y luego a Jacinto Ruiz. Despues se quita el chaco, secandose la frente con la manga de la casaca. Velarde casi puede oir sus pensamientos: desde el dia anterior carece de ordenes superiores, desconoce la situacion en el exterior, y ninguno de los enlaces que mando en busca de noticias ha regresado. Ni siquiera sabe si llegaron a su cuartel o han sido despedazados en las calles.
– Que los suyos entreguen las armas -lo intima Velarde-, pues el pueblo esta a punto de forzar la entrada y no respondemos de que sea usted atropellado.
El otro contempla a sus hombres, que se agrupan como un rebano antes del sacrificio, mirandose inquietos mientras oyen arreciar los gritos de la gente que pide armas y cabezas de gabachos. Luego balbucea unas palabras en mal espanol, intentando ganar tiempo. No sabe quien es este capitan ni lo que representa, aunque la autoridad con que se expresa, el gesto exaltado y el brillo fanatico de sus ojos, lo desconciertan. A Velarde, que advierte el animo de su oponente, ya no hay quien lo pare. En el mismo tono, apoyada la mano izquierda en la empunadura del sable, exige al frances que haga de buena voluntad lo que, de negarse, le obligaran a hacer a la fuerza. El tiempo es precioso, y urge.
– Rinda las armas inmediatamente.
Cuando el capitan Luis Daoiz sale al patio a ver que ocurre, el jefe imperial, desmoronado, acaba de rendirse a Velarde con toda su tropa y los Voluntarios del Estado se encuentran ya dentro del parque. De modo que Daoiz, como comandante del recinto, asume las disposiciones adecuadas: los fusiles franceses a la armeria, el capitan y los mandos al pabellon de oficiales con ordenes de ser exquisitamente tratados, y los setenta y cinco soldados en las cuadras al otro extremo del edificio, lo mas lejos posible de la puerta y bajo la vigilancia de media docena de Voluntarios del Estado. Luego de ordenar todo eso, coge aparte a Velarde y, encerrandose con el en la sala de banderas, le echa una bronca.
– Que sea la ultima vez que das una orden en este cuartel sin contar conmigo… ?Esta claro?
– Las circunstancias…
– ?Al diablo las circunstancias! ?Esto no es un juego, maldita sea!
Por muy exaltado que sea, Velarde aprecia mucho a su amigo. Lo respeta. Su tono se vuelve conciliador, y las excusas son sinceras.
– Disculpame, Luis. Yo solo queria…
– ?Se perfectamente lo que querias! Pero no hay nada que hacer. ?Nada!… A ver si te lo metes de una vez en la cabeza.
– Pero la ciudad esta en armas.
– Solo cuatro infelices, al final. Y sin ninguna posibilidad. Estas hablando de batir al ejercito mas poderoso del mundo con paisanos y unas cuantas escopetas… ?Es que te has vuelto loco? Leete la orden que me dio Navarro cuando sali esta manana -Daoiz golpetea con los dedos sobre el papel que ha sacado de una vuelta de la casaca-. ?Ves?… Prohibido tomar iniciativas o unirse al pueblo.
– ?Las ordenes ya no valen, tal como estan las cosas!
– ?Las ordenes valen siempre! -al levantar la voz, Daoiz tambien eleva su escasa estatura empinandose sobre las puntas de las botas-. ?Incluidas las que yo doy aqui!
Velarde no esta convencido, ni lo estara nunca. Se roe las unas, agita con violencia la cabeza. Le recuerda a su amigo el compromiso para la sublevacion de los artilleros.
– Lo decidimos hace unos dias, Luis. Tu estabas de acuerdo. Y la situacion…
– Eso ya es imposible de ejecutar -lo interrumpe Daoiz.
– El plan puede seguir adelante.
– El plan se ha ido al traste. La orden del capitan general nos destroza a ti, a mi y a unos pocos mas, pero es una disculpa estupenda para los indecisos y los cobardes. No disponemos de fuerza suficiente para sublevarnos.
Sin darse por vencido, llevandolo hasta la ventana, Velarde senala a los Voluntarios del Estado que fraternizan con los artilleros.
– Te he traido casi cuarenta soldados. Y ya sabes todos los paisanos que hay afuera, esperando armas. Tambien veo que han venido algunos companeros fieles, como Juanito Consul, Jose Dalp y Pepe Cordoba. Si armamos al pueblo…
– Metetelo en la cabeza, Pedro. De una vez. Nos han dejado solos, ?comprendes?… Hemos perdido. No hay nada que hacer.
– Pero la gente se esta batiendo en Madrid.
– Eso no puede durar. Sin los militares, estan sentenciados. Y nadie va a salir de los cuarteles.
– Demos ejemplo y nos seguiran.
– No digas simplezas, hombre.
Dejando a Velarde murmurar sus inutiles argumentos, Daoiz se aleja de el, sale al patio y se pone a pasear solo, descubierta la cabeza, las manos cruzadas a la espalda sobre los faldones de la casaca, sintiendose blanco de todas las miradas. Fuera del parque, al otro lado de la gran puerta cerrada bajo el arco de ladrillo y hierro, la gente sigue dando mueras a Francia y vivas a Espana, al rey Fernando y al arma de artilleria. Por encima de sus voces, amortiguado en la distancia, resuena crepitar de fusileria. A Luis Daoiz, que vive el momento mas amargo de su vida, cada uno de esos gritos y sonidos le desgarra el corazon.
Mientras el capitan Daoiz se debate con su conciencia en el patio del parque de Monteleon, al sur de la ciudad, en el extremo opuesto, a Joaquin Fernandez de Cordoba, marques de Malpica, y a los paisanos voluntarios, se les seca la boca cuando ven aparecer la caballeria francesa que sube hacia la puerta de Toledo. Mas tarde, al hacer balance de la jornada, se confirmara que esa fuerza imperial, que viene de su campamento en los Carabancheles bajo el mando del general de brigada Rigaud, consta de dos regimientos de coraceros: novecientos veintiseis jinetes que ahora remontan la cuesta al trote, entre las rectas arboledas que se inclinan hasta el Manzanares, con intencion de dirigirse por la calle de Toledo hacia la plaza de la Cebada y la plaza Mayor.
– Cristo misericordioso -murmura el sirviente Olmos.
Con pocas esperanzas, el marques de Malpica mira alrededor. En torno al embudo de la puerta de Toledo, por donde forzosamente deben penetrar los franceses en la ciudad, hay apostados cuatrocientos vecinos de los barrios de San Francisco y Lavapies. Decir que abundan entre ellos los tipos populares -chaquetillas pardas, panuelos de franjas blancas y negras, calzones con las boquillas sueltas y la pierna al aire- es quedarse corto: en su mayor parte son manolos y gente baja, rufianes de navaja facil y mujeres de las calles de mala fama proximas al lugar, aunque no falten vecinos honrados de la Paloma y las casas cercanas, carniceros y curtidores del Rastro, mozos y criadas de los mesones y tabernas de esa parte de la ciudad. Pese a sus esfuerzos por plantear una defensa razonable en lo militar, y tras muchas discusiones y voces desabridas, el de Malpica no ha podido impedir que se organicen a su manera, segun grupos y afinidades, de forma que cada cual toma las disposiciones que cree oportunas: unos bloquean la calle con carros, vigas, cestones y ladrillos de una obra cercana, y aguardan detras, confiados en sus navajas, cuchillos, machetes, chuzos, espetones de asador u hoces de segar. Otros, los que tienen fusiles, carabinas o pistolas, han ido a apostarse en el hospital de San Lorenzo y en los balcones, ventanas y terrazas que dominan la puerta de Toledo y la calle, donde hay mujeres que disponen ollas de aceite y agua hirviendo. El de Malpica, que por su grado de capitan en la reserva del regimiento de Malaga es el unico con verdadera experiencia militar, apenas consigue imponer algunos consejos tacticos. Sabe que los jinetes franceses acabaran forzando la debil barrera, asi que ha situado algo mas atras, escalonada al amparo de un soportal proximo a la esquina de la calle de los Cojos, a la gente que acata sus ordenes: una treintena de personas que incluye a sus criados y la partida levantada en la calle de la Almudena, la mujer con el hacha, el mancebo de