botica y algunos mas que se unieron por el camino. Su mision, ha explicado, sera atacar por el flanco a los jinetes enemigos que pasen la barrera. Y a quienes tienen fusiles de reglamento -el dragon de Lusitania, los cuatro desertores de Guardias Walonas, el criado Olmos y el conserje de los Consejos- les recomienda disparar con preferencia a los oficiales, abanderados y cornetas. En cualquier caso, a los que cabalguen delante, den ordenes o muevan mucho las manos.
– Y si nos dispersan, corred y reunios de nuevo, retrocediendo poco a poco hacia la plaza de la Cebada… Si hay que retirarse, nos juntaremos alli.
Uno de los voluntarios, el caballerizo de Palacio que empuna un trabuco, sonrie confiado. Para el pueblo espanol, acostumbrado a la obediencia ciega a la Religion y la Monarquia, un titulo nobiliario, una sotana o un uniforme son la unica referencia posible en momentos de crisis. Eso quedara patente muy pronto, en la composicion de las juntas que hagan la guerra a los franceses.
– ?Cree usia que vendran nuestros militares?
– Claro que si -miente el aristocrata, que no se hace ilusiones-. Ya lo vereis… Por eso hay que aguantar lo que se pueda.
– Cuente con nosotros, senor marques.
– Pues vamos. Cada uno en su puesto, y que Dios nos ayude.
– Amen.
Al otro lado de la puerta de Toledo, el sol hace relucir, elocuente, corazas, cascos y sables. Los gritos y vivas con los que hace un momento se animaba la gente han cesado por completo. Las bocas estan ahora mudas, abiertas; y todos los ojos, desorbitados, fijos en la brigada de caballeria que se acerca en masa compacta. Arrodillado tras el pilar de madera de un soportal, con una carabina en las manos, dos pistolas cargadas y un machete al cinto, el sombrero inclinado sobre la frente para que no lo deslumbre el sol, el marques de Malpica piensa en su mujer y en sus hijos. Luego se persigna. Aunque es hombre piadoso que no oculta sus devociones, procura hacerlo con disimulo; pero el ademan no pasa inadvertido. Su criado Olmos lo imita, y al cabo hacen lo mismo cuantos se encuentran proximos.
– ?Ahi estan! -exclama alguien.
Por un instante, el marques no presta atencion a la puerta de Toledo. Intenta averiguar la causa de una extrana vibracion creciente que nota bajo la rodilla apoyada en tierra. Entonces comprende que se trata del suelo que tiembla con las herraduras de los caballos que se acercan.
A mediodia, el centro de Madrid es un continuo y confuso combate. En el espacio comprendido entre la embocadura de la calle de Alcala y la carrera de San Jeronimo, la casa de Correos, San Felipe y la calle Mayor hasta los portales de Roperos, hay cadaveres de ambos bandos: franceses degollados y madrilenos que yacen en el suelo o son retirados a rastras dejando regueros de sangre, entre relinchos de caballos moribundos. Y la lucha sigue sin cuartel, por una ni otra parte. Los pocos fusiles y escopetas cambian de manos al morir sus duenos, arrebatados por quienes esperan a que alguien caiga para coger su arma. Los grupos dispersos en la puerta del Sol vuelven a reunirse despues de cada carga de caballeria, y saltando desde los zaguanes y soportales, el claustro del Buen Suceso, la Victoria, San Felipe y las calles adyacentes, acometen de nuevo a cuerpo descubierto, navajas contra sables, trabucos contra canones, tanto a los dragones y mamelucos que siguen llegando de San Jeronimo y vuelven grupas por Alcala, como a los soldados de la Guardia Imperial que, bajo el mando del coronel Friederichs, avanzan por Mayor y Arenal, desde Palacio, barriendo las calles con fusileria y fuego de las piezas de campana que emplazan en cada esquina. Uno de los primeros heridos por estas descargas es el joven Leon Ortega y Villa, el discipulo del pintor Francisco de Goya, que lleva un rato desjarretando a navajazos caballos de los franceses. Y cerca de los Consejos, tras retirarse ante una carga de jinetes polacos junto a sus feligreses de Fuencarral, el presbitero don Ignacio Perez Hernandez es alcanzado por una andanada de metralla francesa, da unos pasos vacilantes y se desploma. Pese al nutrido fuego enemigo, sus companeros logran rescatarlo, aunque herido de gravedad, y ponerlo a cubierto. Llevado mas tarde y con muchas peripecias al Hospital General, don Ignacio salvara la vida.
Por toda la ciudad se suceden casos particulares, combates que a veces llegan a ser individuales. Tal es el que libra frente a la residencia de la duquesa de Osuna, en solitario, el carbonero Fernando Giron: topandose en una esquina con un dragon frances, lo desmonta de un garrotazo y, tras rematarlo a golpes, le quita el sable y con el se enfrenta a un peloton de granaderos antes de ser muerto a bayonetazos. Un mallorquin llamado Cristobal Oliver, antiguo soldado de Dragones del Rey al servicio del baron de Benifayo, sale de la hosteria donde se alojan ambos en la calle de los Peligros, y con un espadin de su amo como unica arma, camina hasta la esquina de la calle de Alcala, donde acomete a cuanto frances pasa a su alcance, mata a uno y hiere a dos; y al rompersele en el ultimo la hoja del espadin, con solo la empunadura en la mano, regresa tranquilamente a su hosteria. De ese modo, las relaciones de los combates y sus incidencias registraran, mas tarde, la actuacion de muchos hombres y mujeres anonimos, como el que los vecinos de la calle del Carmen ven desde sus ventanas, vestido con ropa de cazador, polainas de becerro y una canana llena de cartuchos, que parapetado en una esquina de la calle del Olivo dispara uno tras otro diecinueve tiros contra los franceses, hasta que, sin municion, arroja la escopeta, saca un cuchillo de monte y se defiende espalda contra la pared, hasta que lo matan. Tampoco llega a saber nadie el nombre del calesero -conocido solo como
Quedara memoria documentada, en cambio, de los nueve albaniles que al iniciarse el enfrentamiento trabajaban en la obra de reparacion de la iglesia de Santiago: el capataz de sesenta y seis anos Miguel Castaneda Antelo, los hermanos Manuel y Fernando Madrid, Jacinto Candamo, Domingo Mendez, Jose Amador, Manuel Rubio, Antonio Zambrano y Jose Reyes Magro. Todos ellos pelean en la calle de Luzon, acorralados entre la caballeria francesa que llega de la puerta del Sol y la infanteria que avanza por Mayor y Arenal. Hace media hora, al pasar bajo sus andamios un peloton de polacos que daba caza a paisanos en fuga, los albaniles atacaron a los jinetes, tirandoles cuanto hallaron a mano, desde tejas hasta herramientas; y bajando luego, descamisados, abiertas las navajas que todos llevaban encima, se arrojaron a luchar con la ingenua rudeza de su oficio. Ahora, acosados por todas partes, batidos a mosquetazos, deben retroceder calle arriba y resguardarse en la parroquia. El capataz Castaneda acaba de recibir un tiro en el vientre que le hace doblar las rodillas y acurrucarse en la acera, de donde lo levanta el albanil Manuel Madrid. Con su companero a cuestas, viendo que la iglesia queda lejos, Madrid busca reparo en la plaza de la Villa; con tan mala fortuna que, al pasar una zona enfilada, suena una descarga, chascan plomazos contra los muros proximos, y aunque Madrid resulta ileso, una bala rompe un brazo al infeliz Castaneda. Caen los dos, y mientras mas tiros zurrean sobre sus cabezas, Madrid arrastra como puede al companero, tirando de su brazo sano, para ponerlo a cubierto.
– Dejame, hombre -murmura debilmente el capataz-. Peso demasiado… Dejame y vete… Salvate mientras puedas.
– ?Ni hablar! ?Asi me maten esos mosius hijoputas, te vienes conmigo!
– No vale la pena… Yo estoy servido, y me voy por la posta.
Un vecino llamado Juan Corral, que observa la escena desde un portal, se acerca agachado, y cogiendo al herido por los pies ayuda a ponerlo a salvo. De esa forma, cargados con Castaneda a traves de la ciudad llena de franceses, aventurandose por calles desiertas y por otras donde los enemigos hacen fuego de lejos, Madrid y Corral logran llevarlo a su casa de la calle Jesus y Maria, donde le hacen la primera cura. Trasladado en los dias siguientes al Hospital General, el capataz vivira tres anos hasta morir, al fin, a causa de sus heridas.
Los otros albaniles de la obra de Santiago corren una suerte mas inmediata y tragica. Refugiados en la iglesia, al poco rato se ven rodeados por un peloton de fusileros que busca vengar a sus camaradas polacos.