Jacinto Candamo intenta resistir y apunala al primer frances que se acerca, por lo que es reventado a culatazos y dejado agonizante con siete heridas. A Fernando Madrid, Jose Amador, Manuel Rubio, Jose Reyes, Antonio Zambrano y Domingo Mendez se los llevan atados entre empujones, insultos y golpes. Los seis se contaran entre los ejecutados la madrugada del dia siguiente, en la montana del Principe Pio.

– ?Viva Espana y viva el rey!… ?A ellos! ?A ellos!

En la puerta de Toledo, bajo las patas de los caballos rabones y los sables de los coraceros franceses, la manoleria de los barrios bajos de Madrid combate enloquecida, con la ferocidad de la gente que nada tiene que perder y el odio insensato de quien solo anhela venganza y sangre. Apenas los primeros jinetes cruzaron bajo el arco, topandose con la barricada, una turba de hombres y mujeres salto sobre ellos a pecho descubierto, acometiendo con palos, cuchillos, piedras, chuzos, tijeras, agujas de espartero y cuantos enseres domesticos pueden ser usados como armas, mientras desde los tejados, ventanas y balcones proximos se hacia un fuego irregular, pero nutrido, de escopetas, fusiles y carabinas. Cogidos por sorpresa, los primeros coraceros se amontonan ahora desordenados, derriban gente a sablazos, intentan volver atras o espolean sus monturas para salvar los obstaculos; mas los estorba el enjambre de civiles vociferantes que corta las riendas, apunala a los caballos, se encarama a las grupas y da en tierra con los imperiales, entorpecidos por sus pesados cascos y corazas de acero, por cuyas junturas y golas, una vez en tierra, los atacantes meten sus enormes navajas.

– ?Sin piedad!… ?No dejeis frances vivo!

El deguello se extiende mas alla de la puerta y la barricada, a medida que mas caballeria atropella a la multitud e intenta abrirse paso hacia la calle de Toledo. Viene ahora el turno de las mujeres que estan en las ventanas, con sus calderos de aceite y agua hirviendo que encabritan a los caballos y hacen revolcarse por tierra a los jinetes abrasados, cuyos alaridos cesan cuando grupos de paisanos los acometen, matan y descuartizan sin misericordia. Algunos arrojan tiestos, botellas y muebles. Las balas de los tiradores -el dragon de Lusitania y los Guardias Walonas disparan con eficacia profesional- abren orificios en cascos y corazas, y cada vez que un frances pica espuelas y se lanza al galope en direccion a Puerta Cerrada, rufianes de burdel, mujerzuelas de taberna, honradas amas de casa y vecinos airados, dejandose pisotear por los cascos del caballo, arrastrados por el suelo sin soltar la silla o la cola recortada del animal, unen sus esfuerzos en derribar al jinete, clavarle cuanto tienen a mano, arrancarle la coraza y reventarle las tripas a golpes y cuchilladas. Cuando Maria Delgado Ramirez, de cuarenta anos, casada, se enfrenta a un jinete frances con una hoz de segar, recibe un balazo que le rompe el femur del muslo derecho. Una bala atraviesa la boca a Maria Gomez Carrasco, y un sablazo acaba con Ana Maria Gutierrez, de cuarenta y nueve anos, vecina de la Ribera de Curtidores. A su lado es herido de muerte el joven de veinte anos Mariano Cordova, natural de Arequipa, Peru, presidiario del puente de Toledo, de donde escapo esta manana para unirse a los que combaten. La manola Maria Ramos y Ramos, de veintiseis anos, soltera, que vive en la calle del Estudio, recibe un sablazo que le abre un hombro cuando, espeton de asar en mano, intenta derribar del caballo a un coracero. Cerca de ella caen el peon de albanil Antonio Gonzalez Lopez -pobre de solemnidad, casado y con dos hijos-, el carbonero gallego Pedro Real Gonzalez y los manolos del barrio Jose Melendez Moteno y Manuel Garcia, domiciliados en la calle de la Paloma. La pescadera Benita Sandoval Sanchez, de veintiocho anos, que pelea junto a su marido Juan Gomez, grita «?cochinos gabachos!», se aferra a un caballo y le clava unas tijeras de limpiar pescado en el cuello, derribando a bestia y jinete; y antes de que el frances se reponga de la caida, lo apunala en la cara y los ojos, revolviendose luego contra otros que llegan. A su lado, cuchillos en mano y cubiertos de sangre francesa, pelean el manolo Miguel Cubas Saldana, carpintero de Lavapies, y sus amigos el lavandero Manuel de la Oliva y el vidriero Francisco Lopez Silva. Otro compadre, el jornalero Juan Patino, se arrastra por el suelo con las tripas fuera, intentando esquivar las patas de los caballos.

– ?Resistid!… ?Por Espana y por el rey Fernando!

El marques de Malpica, que ha descargado su carabina y las dos pistolas, empuna el machete, abandona el resguardo de los soportales y se une a la pelea, seguido por el sirviente Olmos y la gente de su grupo; pero a los pocos pasos vacila, espantado. Nada en su anterior vida militar lo habia preparado para una escena como esta. Hombres y mujeres con la cara abierta a sablazos se retiran de la pelea dando traspies, los franceses que caen chillan como animales en manos de matarifes mientras se debaten y son degollados, y muchos caballos desventrados a navajazos van de un lado a otro sin jinete, pisandose las entranas. Un oficial de coraceros de ojos despavoridos, que ha perdido el casco en la refriega, se abre camino con golpes de sable, espoleando su montura. El criado Olmos, la mujer del hacha de carnicero y el manolo Cubas Saldana se arrojan bajo las patas del caballo, que los arrastra y atropella, no sin que Cubas logre darle al frances una punalada en el vientre. Se descompone el jinete, tambaleandose en la silla, y eso basta para que uno de los soldados de Guardias Walonas -el polaco Lorenz Leleka- lo derribe de un bayonetazo, antes de caer el mismo con un tajo de sable en el cuello. Resuena el jinete frances con estrepito de acero al dar en el suelo, y Malpica, por instintivo impulso de honor militar, le pone el machete ante los ojos, intimandolo a rendirse. Asiente el otro, aturdido, mas por interpretar el ademan que por comprender lo que se le dice; pero en ese instante la mujer se acerca por detras, ensangrentada y cojeando, y le abre al coracero la cabeza de un hachazo, hasta los dientes.

– ?Cuando vienen a ayudarnos nuestros militares, senor marques?

– Ya falta menos -murmura Malpica, mirando al frances.

Al otro lado de la puerta de Toledo suenan clarines, crece el rumor de caballerias al galope, y Malpica, que reconoce el toque de carga, mira inquieto mas alla de la matanza que lo rodea. Una masa de acero centelleante, cascos, corazas y sables, empieza a cruzar compacta bajo el arco de la puerta de Toledo. Entonces comprende que hasta ahora no se las han visto mas que con la avanzadilla de la columna francesa. El verdadero ataque empieza en este momento.

«Esto no puede durar», piensa.

El capitan Luis Daoiz esta inmovil y pensativo en el patio del parque de Monteleon, escuchando los gritos de la multitud que reclama armas al otro lado de la puerta. Procura evitar las miradas que, a pocos pasos, en grupo junto a la entrada de la sala de banderas, le dirigen Pedro Velarde, el teniente Arango y los otros jefes y oficiales. En la ultima media hora han llegado ante el parque nuevas partidas, y las noticias corren como polvora inflamada. Habria que estar sordo para ignorar lo que ocurre, pues el ruido de disparos se extiende por toda la ciudad.

Daoiz sabe que no hay nada que hacer. Que el pueblo que combate en las calles se queda solo. Los cuarteles cumpliran las ordenes recibidas, y ningun jefe militar arriesgara su carrera ni su reputacion sin instrucciones del Gobierno o de los franceses, segun las lealtades de cada cual. Con Fernando VII en Bayona y la Junta que preside el infante don Antonio abrumada y sin autoridad, pocos de quienes tienen algo que perder se pronunciaran hasta que se perfilen vencedores y vencidos. Por eso no hay esperanza. Solo una insurreccion militar que arrastrase al resto de guarniciones espanolas habria tenido posibilidades de exito; pero todo se ha torcido, y no sera la voluntad de unos pocos la que lo enderece. Ni siquiera abrir las puertas del parque a quienes reclaman afuera, armarlos contra los franceses, cambiara las cosas. Solo extendera la matanza. Ademas estan las ordenes, la disciplina y todo el resto.

Ordenes. Con gesto maquinal, Daoiz extrae de la vuelta de su casaca el papel que le entrego el coronel Navarro Falcon antes de salir de la Junta Superior de Artilleria, lo desdobla y vuelve a leerlo por enesima vez:

No tomara en ningun momento iniciativa propia sin ordenes superiores por escrito, ni fraternizara con el pueblo, ni mostrara hostilidad ninguna contra las fuerzas francesas.

Con amargura, el artillero se pregunta que haran en ese momento el ministro de la Guerra, el capitan general, el gobernador militar de Madrid, para justificarse ante Murat. A Daoiz le parece oirlos: el populacho y sus bajas pasiones, Alteza. Gente descarriada, inculta, agitadores ingleses. Etcetera. Lamiendo las botas al frances pese a la ocupacion, al rey prisionero, a la sangre que corre por todas partes. Sangre espanola, en suma; vertida con razon o sin ella -hoy la razon es lo de menos- mientras se ametralla al pueblo indefenso. El recuerdo del incidente de ayer por la tarde en la fonda de Genieys asalta de nuevo a Daoiz, produciendole una insoportable verguenza. Al capitan de artilleria le escuece su honor maltrecho. Aquellos oficiales extranjeros insolentes, burlandose de un pueblo desgraciado… ?Como se arrepiente ahora de no haberse batido! ?Y como, sin duda, se arrepentira manana!

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